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MISIONEROS EN CAMINO: XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 17, 11-19) - Ciclo C: Otro lugar
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domingo, 10 de octubre de 2010

XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 17, 11-19) - Ciclo C: Otro lugar


La lepra es una enfermedad muy estudiaba y combatida, con muy buenos resultados científicos, aunque todavía no ha sido erradicada de la humanidad. En el mundo hay unas quince millones de personas que padecen los efectos de la lepra. Hoy sabemos que es una enfermedad infecto contagiosa producida por el bacilo de Hansen o mycrobacterium leprae, que afecta fundamentalmente la piel, el sistema nervioso y las mucosas de las vías aéreas superiores. Sin embargo, el grado de contagio es bajo y se necesita el contacto permanente y prolongado con personas infectadas. Sólo el 20% de la población expuesta es susceptible a la enfermedad y el 10% la desarrolla con gravedad, si no es detectada y tratada a tiempo.
Hay que guardar ciertas prevenciones si sabemos que hay un enfermo de lepra; pero hoy en día no causa el terror que causaba en la época antigua. En aquel tiempo, con los escasos conocimientos científicos a nivel de medicina, se llamaba con el terrorífico nombre de lepra a diferentes afecciones de la piel, afecciones dérmicas y lesiones cutáneas.
Para prevenir que la población sana se contagiara de esta peligrosa enfermedad, en el siglo VI a.C., las autoridades del pueblo de Israel emitieron la siguiente Ley promulgada en el nombre de Dios: “El leproso que tiene llaga de lepra, llevará los vestidos rasgados e irá despeinado, se cubrirá la barba y tendrá que gritar: ¡Impuro, impuro! Mientras le dure la llaga seguirá impuro. Vivirá apartado y tendrá su morada fuera del campamento” (Lv 13,45-46).
Esta Ley hizo que los leprosos sufrieran aún más. Además de sus malestares físicos tenían que soportar la separación de sus seres queridos y la falta del amor familiar. Como se pensaba que toda desgracia era consecuencia de los pecados propios o de los padres, los leprosos eran considerados pecadores acérrimos e impuros en mayor grado. Por lo tanto, padecían de un sentimiento de culpa y guardaban un resentimiento muy grande contra sus padres por haberles dejado tremenda carga de pecados. Eso los hacía sentirse indignos de Dios y condenados a sobrevivir lejos de las ciudades, con dolor, hambre, frío y el desprecio de la gente. Nadie podía acercarse a un leproso, y la comida se la tiraban desde lejos para evitar contagios.
Esta realidad sirvió como marco de referencia para que Lucas elaborara este relato, ayudado de otros relatos como las curaciones de Naamán el sirio (1ra. Lect.) y la de un leproso por parte de Jesús (Mc 1,40-45). El evangelista le puso su toque personal para dar un mensaje, como vamos a ver.
Entre el grupo de diez leprosos había un samaritano y podemos deducir que los demás eran judíos. Sabemos que samaritanos y judíos eran dos grupos humanos con una pelea cazada desde hacía mucho tiempo, con muchos odios de por medio y con agresiones de parte y parte. Los judíos decían que los samaritanos eran herejes, heterodoxos y mestizos impuros, por haberse mezclado con razas gentiles durante la cautividad de Babilonia (2Re 17). Los samaritanos decían que los judíos eran cismáticos desviados de la verdadera fe manifestada en la Ley de Moisés. Para los judíos era un gran insulto calificar a otro de samaritano. En una disertación acalorada con los judíos, a Jesús lo quisieron ofender llamándolo samaritano endemoniado (Jn 8,48).
No obstante la clásica riña entre judíos y samaritanos, la dura realidad de la lepra fue el medio para que convivieran juntos. La enfermedad, el dolor, la muerte y demás vejaciones humanas son realidades que tratan a todos por igual sin distingo de raza, religión o status social.
Como en otros textos evangélicos, el camino es un signo central. El evangelista presenta a Jesús de camino hacia Jerusalén, lo cual quiere decir que estaba haciendo realidad la voluntad salvífica de Dios para el ser humano, de la manera nueva como él lo hacía. “Jesús iba de camino”, es decir, ejercía su ministerio sanador, acontecía en la vida de las personas y les ofrecía una propuesta de salvación. Esa fue su lucha, su causa: la salvación integral del ser humano y de todos los seres humanos.
Mientras iba de camino hacia Jerusalén, en medio del rechazo, de la exclusión, del dolor en el alma y en el cuerpo, diez leprosos gritaron desde lejos: “¡Jesús, maestro, ten compasión de nosotros!”. Estaba prohibido el contacto con leprosos. Por eso gritaron desde lejos. Cuando ya se habían agotado todos los recursos, acudieron al maestro de Nazaret. No perdían nada y podían ganarlo todo.
Había personas que aparecían con infecciones cutáneas y eran inmediatamente rezagados de la comunidad. Una vez pasaban estas infecciones las personas debían presentarse al sacerdote para que éste les diera una certificación que les permitiera integrarse a la sociedad (Lev 14). Jesús, como si ya estuvieran curados, les ordenó que fueran a presentarse al sacerdote, el cual representaba la institución religiosa de Israel.
Aquí aparece de nuevo el camino como medio de salvación: “Mientras iban de camino quedaron limpios” (v. 14b). De los diez, nueve siguieron la tradición judía de presentarse al sacerdote. Sólo uno, el samaritano, el hereje, el heterodoxo, volvió para dar gracias y postrarse a los pies de Jesús. He aquí el punto central de este evangelio: El lugar para el encuentro con Dios ya no es la institución judía. El templo, manejado por los sacerdotes y demás bandidos con licencia para alienar y explotar, había llegado a un nivel de corrupción que era totalmente contrario al Dios revelado en la historia de salvación. Por eso el Evangelio propone que en adelante, el verdadero encuentro con Dios debía darse siguiendo el camino de Jesús.
Este evangelio tiene que ayudarnos a mirar nuestras comunidades eclesiales. Hay que reconocer con humildad que en muchas ocasiones nuestra Iglesia se ha parecido más al templo de Jerusalén que al camino de Jesús. Hay que reconocer que en muchos sectores de la Iglesia, las cosas funcionan no precisamente por un deseo sincero de seguir a Jesús y de apostarle a su causa sino por anhelos de poder. Hay que reconocer que muchos teólogos y pensadores cristianos que se han tomado el atrevimiento de rescatar al Jesús vivo y su causa salvífica, han terminado vetados de sus cátedras, suspendidos de sus ministerios y señalados como heterodoxos, cismáticos y peligrosos enemigos de la fe.
Nuestro amor por la Iglesia no puede llevarnos a ocultar esta realidad que la carcome y que mucha gente conoce. Nuestro amor por la Iglesia tiene que ayudarnos a amarla como a la Madre que nos transmitió la vida en Cristo, pero también a ejercer nuestro derecho y deber a la crítica constructiva. Mucha gente critica mordazmente a la Iglesia desde fuera, con el afán de desprestigiarla y convertirla en el chivo expiatorio de todos los males nuestra sociedad. De esa crítica tenemos que cuidarnos y defendernos, reconociendo que en muchos sectores nuestra institución eclesial despierta odios y desprecios por los errores históricos no asumidos, y por la terquedad de muchos de nuestros hermanos.
Tenemos que auspiciar la crítica al interior de nuestras comunidades eclesiales. “Una institución, por más divina que pretenda ser, si tiene la desgracia de que sus responsables y dirigentes no toleran el disenso y la crítica, es una institución condenada a reproducir incesantemente lo peor que hay en ella”[1]. Además de una crítica constructiva a la luz del Evangelio, necesitamos trabajar unidos para hacer que nuestra Madre Iglesia sea cada día más fiel a Jesús y permita que sus hijos sigan libremente al maestro de Nazaret. Una Iglesia que brinde espacios vinculantes para encontrarnos con el Dios vivo. Una Iglesia con estructuras y disciplinas que ayuden a hacer realidad el Reino de Dios. Una Iglesia de verdadera comunión y participación, discípula y apóstol de aquel que tiene la capacidad de sanar las lepras que destruyen la vida humana.


Oración
Oh Dios que eres Padre y Madre, te damos gracias porque nos permites acercarnos a tu Palabra y conocer tu voluntad salvífica. Te glorificamos porque nos permites experimentar cada día tu presencia maravillosa en medio del acontecer cotidiano y en estos momentos especiales de oración comunitaria y de interiorización personal. Te bendecimos porque tu presencia misteriosa nos llena de plenitud y de vida en lo profundo de nuestro ser y nos capacita para servir, para amar y para vivir en plenitud, como auténticos hijos de tuyos.
Hoy Padre y Madre, te pedimos perdón porque por momentos nos hemos convertido en despreciadores de quienes consideramos leprosos de nuestro tiempo. Tal vez de quienes vemos como más pecadores, herejes, ateos, alejados… de tantos marginados por diversas causas. Te manifestamos nuestro deseo de ser purificados de tantas realidades negativas que enturbian nuestra vida y no nos permiten ser auténticos hijos tuyos. Te abrimos nuestra vida para que la gracia de tu Espíritu nos limpie, nos transforme, nos convierta desde lo profundo de nuestro ser en mejores seres humanos a imagen y semejanza tuya.
Te pedimos que nos ayudes a asumir con autenticidad el camino de Jesús. Que todas nuestras estructuras eclesiales y nuestra estructura interna como seres humanos, estén empapadas del Espíritu con el cual Jesús caminaba construyendo la justicia del Reino. Danos la fortaleza para romper todas la barreras que nos separan y una gran capacidad para acoger con amor y construir juntos una humanidad en la cual podamos ser verdaderos hermanos. Llénanos de tu presencia inefable y de tu energía transformante. Colma con tu plenitud los anhelos más profundos de nuestros corazones, según tu voluntad. Todo te lo pedimos a ti que vives y haces vivir por los siglos de los siglos. Amén

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WebJCP | Abril 2007