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lunes, 11 de octubre de 2010

La tripulación de un viaje seguro



(Tomado de Hacerse a la mar, Ciudad Nueva).- Pedro, el marinero de Puerto Cortés, me decía un tercer consejo: «La calidad de la nave sólo se pone de manifiesto con la calidad de la tripulación». Eso implica que los marineros todos, los contramaestres, el capitán, tengan la formación adecuada para cumplir con la función que en el manejo se les encomienda.

Ir Duc in altum significa que el capitán sea un buen capitán, es decir, que sepa para dónde va, que tenga una carta de navegación, que sea capaz de leer los signos de los tiempos, es decir, los signos que portan consigo las olas, los vientos, la posición de la luna y de las estrellas.

Un capitán debe saber que «el que no sabe para dónde va corre el riesgo de llegar a cualquier parte». Un capitán debe conocer, entonces, no sólo su puesto de mando, sino la capacidad colectiva e individual de su tripulación. Debe saber qué valores los une, qué experiencias aportan cada uno de los diversos miembros del equipaje; debe tener certeza de quién puede sustituirlo; debe saber exactamente dónde están las lealtades básicas y dónde residen
las debilidades de su tripulación. El capitán y los suyos son la garantía del viaje.

Por ello mismo es preciso preguntarnos por el liderazgo en nuestras sociedades; es preciso hacernos la pregunta de si sabemos para dónde vamos, cuál es nuestro sueño, qué utopía queremos realizar, a qué puerto queremos llegar; y sobre todo, darles la garantía a todos de que ese puerto soñado será alcanzado sin excepción por todos y cada uno de los miembros de la tripulación y por los pasajeros que van en la nave.

Esto nos lleva a preguntarnos entonces por la calidad de nuestro liderazgo. ¿Cuáles son nuestros valores? Porque los valores constituyen las banderas que desde la distancia hacen reconocer la calidad de nuestro viaje. Recuerden ustedes que los barcos piratas tenían el banderín negro con el cráneo y los huesos de la muerte porque eran expresión no sólo de la mala suerte, sino de la muerte ajena que portaban consigo. La revolución francesa, por ejemplo, izó sobre el mástil de su nave las banderas de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad y fue conocida y reconocida por todos desde lo lejos. La pregunta ahora es: ¿cuáles son las banderas, los valores de nuestra nave para surcar el mar del siglo XXI?

Yo sé que ésta es una pregunta muy difícil de responder, pero nosotros desde la Iglesia hemos propuesto que se icen las banderas de la vida, de los derechos humanos, de la verdad, de la libertad, de la equidad, de la paz, de la solidaridad y fundamentalmente de la dignidad de la persona humana y de la comunidad en la que habita.

Es una bandera multicolor, es cierto, que nos obliga a mantener en alto la reflexión, porque todos los que se encuentren en la navegación deben saber por qué navegamos y hacia dónde navegamos. Deben reconocernos para no ser como aquellos buques fantasmas que se mantienen a flote carentes de vida y carentes de finalidad en el mar de los acontecimientos que a todos hoy día nos desafían.

La alegría de los marineros y la satisfacción del capitán y de los contramaestres se da en el momento en que el colorido de los banderines que distinguen el barco se pone de manifiesto con el magnífico ondear de las velas, que se preparan a aprovechar los vientos a favor o a convertir en favorables los vientos que pudieran serle inoportunos.

Nuestra pregunta es a nosotros mismos y a todos ustedes: ¿qué clase de valores estamos profesando? ¿Qué clase de intereses comprometen nuestra vida personal y las dimensiones comunitarias de nuestra presencia en el mundo? Pongámonos cada uno de nosotros de frente a los valores enunciados y veamos si respondemos a cada uno de ellos, para saber con certeza si pertenecemos a esta tripulación o a otra.

Aquí es fundamental profesar y comprometerse con estos valores. Ninguno de ellos es negociable. Ninguno de ellos admite las medias tintas. El siglo XXI exige decisiones y sobre todo reclama aún la capacidad de sacrificarse por aquello que creemos. No puedo olvidar el bellísimo pensamiento de Albert Camus cuando afirmaba que «una buena razón para vivir es al mismo tiempo una buena razón para morir».

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WebJCP | Abril 2007