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MISIONEROS EN CAMINO: Palabra de Misión: La oveja y la dracma vuelven a la vida / Vigésimocuarto Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc. 15, 1-10
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sábado, 11 de septiembre de 2010

Palabra de Misión: La oveja y la dracma vuelven a la vida / Vigésimocuarto Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc. 15, 1-10



Este domingo ofrece dos variantes para la lectura litúrgica. La versión larga contiene todo el capítulo 15 del Evangelio según Lucas, incluyendo por lo tanto la parábola del padre misericordioso que ya fue leída en el cuarto domingo de Cuaresma de este Ciclo C. Al contrario, la versión corta omite esta parábola y ofrece las dos primeras del capítulo 15. Para ser honestos con la exégesis, debemos decir que es necesario leer todo el capítulo, en conjunto, porque constituye una unidad literaria. En nuestro caso, como ya hemos comentado la tercer parábola, hoy nos dedicaremos a las dos primeras (o sea, a la versión corta que propone la liturgia).

El contexto con el que abren los primeros versículos es clave para enmarcar las narraciones de Jesús. Él es el hombre que recibe y acoge a publicanos y pecadores. Se sienta a la mesa con ellos, comparte la comida, y comparte la vida. No los margina ni condena. Eso acaba, indefectiblemente, con el enfado de fariseos y escribas que no admiten esa actitud de no-condena. La audiencia del Maestro, en este caso, tiene dos grupos bien diferenciados: los publicanos y pecadores, sentenciados por el poder religioso, y los fariseos y escribas, jefes de ese poder. Los que están arriba y los que están abajo, los que condenan y los condenados. Parecen estar todos juntos escuchando a Jesús. Es difícil hacer historia esa escena, ponerlos tan cerca unos de otros, pero por alguna razón quiere Lucas que lo veamos de esa forma. La enseñanza que prosigue tiene, entonces, doble destinatario, y por ello podemos separar las dos primeras parábolas (oveja y dracma) de la última. En todo el discurso del capítulo 15, Jesús abordará ambas situaciones: la del perdido y la del que se cree encontrado; al final, la conclusión será que el perdido es hallado y el que se creía en su lugar, en realidad está desubicado. Las tres parábolas nos llevan a una paradoja gigantesca que es la paradoja de la pequeñez del Evangelio. Es más importante que el hijo vuelva, que la oveja sea encontrada o que la dracma hallada, antes que tener un millón de ovejas, un millón de dracmas o un hijo que no se reconoce como tal. Es más importante encontrarse con un Dios que sale al encuentro del pecador, antes que con el dios de la condena farisea. Es más real el Dios de Jesús, que come con publicanos, antes que el falsario dios de los escribas que dispone sentencias de excomunión.

Las dos primeras parábolas tienen un esquema compartido que permite situarlas en paralelo. En ambas, alguien tiene una determinada cantidad de algo y pierde una. Un pastor de cien ovejas pierde una de ellas, y una mujer con diez dracmas también pierde una. Este primer paralelismo ya es interesante. En las tres parábolas asistimos a una progresión proporcional de la pérdida: primero es uno sobre cien (uno por ciento), luego uno sobre diez (diez por ciento), y finalmente, en el padre misericordioso, es uno sobre dos (cincuenta por ciento). Pero más interesante es que en la primer parábola hablemos de un protagonista masculino, mientras que en la segunda sea femenino. El papel divino, el papel de Jesús buscador de los pecadores, es interpretado por un varón pastor y por una mujer ama de casa. Los dos son imagen de Dios, y complementándose revelan ese ser del Padre-Madre que supera cualquier cuestión de género. Dios es Buen Pastor, pero también es Ama de Casa. Continuando con el esquema de las parábolas, nos encontramos con una pregunta retórica. Para el pastor la cuestión es si no dejaría noventa y nueva ovejas para ir en busca de la perdida. Para la ama de casa es si no prendería la lámpara y barrería todo el sitio para hallar la dracma. La decisión del pastor es difícil, y sin embargo sale en búsqueda de la que estaba perdida. La decisión de la ama de casa también es difícil, pues implica movilizar todo su hogar para hallar lo perdido. De una u otra manera, se pone en juego la importancia que da cada uno a la oveja o a la dracma. Si no les importasen, no dejarían a las noventa y nueve ni darían vuelta la casa con tal de encontrarlas. Pero lo hacen, y se nota que les importan por la alegría que genera el encuentro. Nuevamente en paralelo, el pastor llama a sus amigos y vecinos, y el ama de casa llama a sus amigas y vecinas. Ambos comparten el gozo que les genera encontrar lo perdido, recuperar lo que no estaba. La conclusión, por supuesto, es la misma para los dos: el cielo y los ángeles de Dios se alegran cuando se halla al que estaba perdido. Completando esta idea, en la tercer parábola tenemos la fiesta que organiza el padre para recibir al hijo pródigo, porque el hijo muerto volvió a la vida y el perdido fue encontrado (cf. Lc. 15, 32).

La clave hermenéutica, quizás, esté en ese final del capítulo 15 del Evangelio según Lucas. La alegría de la conversión, del regreso, del encuentro, no es que la Iglesia haya ganado un miembro más para anotar en sus registros bautismales, ni que aumente el porcentaje de cristianos en el mundo. La alegría está en que el muerto fue revivido, el que llevaba una vida vacía, con sombras, estéril, se volvió fértil mediante el amor de Dios. La alegría del perdido que fue encontrado es la misma alegría de la Pascua. La resurrección es, justamente, la muerte vencida por la vida de Dios. La conversión, de la misma manera, la muerte en vida que es resucitada. Como el pastor y como el ama de casa, Jesús sale al encuentro de los publicanos y pecadores para revivirlos, para comunicarles una existencia sobrenatural y vivificante que es la existencia de Dios. Porque el Padre existe plenamente, quiere compartir de su plenitud con nosotros. Los fariseos y escribas, y muchos de nosotros hoy en día, no podemos captar la radicalidad de ese planteo. No queremos un Dios alegre porque se sienta a la mesa con el pecador; queremos que lo castigue, queremos más muerte. Jesús, en cambio, quiere vida, y por eso se preocupa en que el perdido reciba Pascua, reciba resurrección, pase de su estado de sufrimiento a la situación de plenitud que es el Evangelio. La Buena Noticia escatológica no es que Dios aparecerá con fuego y azufre para quemar a los excomulgados; la Buena Noticia escatológica es que Dios preparará un banquete para festejar que el ser humano llegó a su presencia, y que de ahora en adelante en hijo con todas las letras. Los fariseos y escribas se equivocan al pensar que los publicanos y pecadores le roban parte de Dios; nadie nos puede robar a Dios; somos nosotros mismos quienes, por no asumir su cercanía, lo alejamos creando categorías de justos e injustos. Dios quiere que seamos hijos y que asumamos ese rol; y eso implica reconocer a los hermanos que nos da el mismo Padre. Las noventa y nueve ovejas y las nueve dracmas no son menos importantes que la oveja y la dracma perdida, pero así lo creen cuando, como el hijo mayor de la tercera parábola, se sienten amenazados por el que vuelve a la vida. Es muy triste que nuestra Iglesia tenga tanto miedo a los que pueden volver a la vida. Es muy triste que le neguemos la vida a tantos por temor a perder parte de Dios. Cuando pensamos así, es que no pensamos, y que no hemos comprendido, no sólo al Padre, sino nuestra condición que se dignificó en la cruz. Vale la pena festejar al Dios que devuelve la vida en cada perdido que es encontrado, y así darle sentido a la Pascua, para que nuestra liturgia, nuestra eucaristía, nuestra pastoral, nuestra teología y nuestra Iglesia sean, en serio, testigos de la resurrección.

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WebJCP | Abril 2007