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lunes, 20 de septiembre de 2010

Homilía del Bicentenario


Publicado por Religión Digital

Queridos Hermanos:¡Qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor! (salmo 122). Es la mejor oración que puede brotar de nuestros labios en esta mañana septembrina. Conmemoramos un hecho singular y paradigmático: el inicio de la andadura que nos condujo a tomar las riendas de nuestro destino. Libertad y racionalidad, conjunción de voluntades movidas por la fuerza de las ideas que no de la guerra, confianza filial en el entusiasmo que da la fe; fue la primera lección de autonomía que marcó la ruta hacia la construcción de una nueva nación independiente.

Bajo el alero de la iglesia de San Francisco, modesto templo que servía de catedral, pues en este lugar donde nos encontramos hoy, estaba en fábrica el ambicioso proyecto del obispo Hernández Milanés de dotar a Mérida de una catedral al estilo de la Primada toledana. Allí se congregó la feligresía de la ciudad serrana. Era domingo por la mañana.

Terminados los oficios, la convocatoria a cabildo abierto, sin distinción de clases ni condición social, presagiaba acontecimientos y tiempos nuevos. Como en la lectura del Apocalipsis que acabamos de escuchar, se asomaba un cielo nuevo y una tierra nueva. ¿Dónde estaba la novedad? En que los españoles americanos, los habitantes de estas serranías, reclamaban para sí los mismos derechos de los españoles peninsulares. Si estos se habían constituido en autoridad por la ausencia del rey prisionero y la intromisión del ejército francés invasor, los de esta orilla del Atlántico tenían el derecho de hacer lo mismo. He aquí la primera lección: los pueblos, cada ayuntamiento, cada localidad tiene el derecho y el deber de asumir el protagonismo de su destino cívico y político. En ello, Mérida recorría el camino que había emprendido en abril la capital de la Capitanía General, Caracas.

Pero, hay más. El actuar libre, conscientemente lleva a la adultez. Se es autónomo, cuando se tiene la suficiente lucidez y capacidad para no necesitar ser llevado de la mano. Mérida pertenecía a la provincia de Maracaibo y añoraba para sí una capitalidad y primacía que había perdido. La erección del obispado con la ciudad serrana como asiento del poder eclesiástico, revivió aquellas ansias de capitalidad. La ciudad lacustre no se sumó a la causa de Caracas; Mérida se acoge a ella, e invita a las ciudades y pueblos circunvecinos que la apoyen y se sumen a la causa común. La rivalidad regional, con sus antagonismos y estrecheces, tuvo y tiene el valor positivo del cultivo de la propia identidad.

Sin embargo, lo más resaltante de aquel cabildo abierto del 16 de septiembre de 1810, fue la civilidad. Los problemas se aclaran dando razones de porqué se actúa de una determinada manera y no de otra. Se oyó a los emisarios de la Junta de Caracas y se sopesaron los argumentos que llevaron a Santafé, El Socorro, Pamplona y Barinas a erigir su propia Junta. Mérida hizo lo propio, erigió su Junta que asumió la autoridad soberana, cesando por consiguiente toda autoridad superior e inferior que hasta ese día la había gobernado. Sin tiros ni aires de guerra; no fueron las charreteras las que impusieron el nuevo derrotero, sino las togas, las sotanas y los sencillos trajes de los comerciantes y campesinos, los que tuvieron la osadía de abrir el arduo camino que condujo a la independencia política.

Fue así, el año 10 del siglo XIX, la primera clarinada que anunciaba los tiempos nuevos que superaban el coloniaje de tres siglos para abrirse a la aventura de ser nación libre y soberana. Este primer paso se aferró a la lealtad al soberano, pues se erigió la Junta Superior en nombre del rey Don Fernando VII, hasta que salga de su cautividad o hasta que por el voto de los españoles del antiguo y del nuevo mundo se establezca un gobierno legítimo. Se aprende a ser sal y luz en las complejidades de la vida cotidiana, asumiendo responsabilidades y dando razones que alumbren el porvenir.

Así como la vida surge del amor y la entrega mutua de una pareja, crece y se desarrolla en el seno familiar, y adquiere sociabilidad plena en un vecindario, en una localidad concreta que para ello elige sus propias autoridades, así hizo Mérida. No se puede ocultar una ciudad erigida en lo alto de un monte. Está puesta para alumbrar, para que se vean sus buenas obras y para que glorifiquen al Padre que está en los cielos.

Al cabo de doscientos años de aquel gesto singular, nos debemos preguntar que hemos hecho con el tesoro que heredamos y cuál es la tarea que nos corresponde seguir construyendo. La Exhortación Pastoral del Episcopado venezolano de comienzos de este año ofrece pistas para la reflexión: Fundamentada en la larga experiencia de siglos, reflexionada desde la comprensión del corazón humano que nos da a los creyentes Jesús de Nazaret y la rica doctrina social de la Iglesia, nutrida por la reflexión sobre los éxitos y fracasos de las sociedades modernas, decimos no al individualismo y no al estatismo. No al individualismo, afirmando con fuerza la dignidad personal, pero vivida en espíritu de solidaridad y convivencia fraterna, que promueve la vida de los otros frente a todo egoísmo y asilamiento individualistas. Decimos no al estatismo, pues está a la vista, por doquier, el desastre que han producido y producen los proyectos autoritarios y hasta totalitarios, de diverso signo, que impiden la creatividad y la libertad ciudadanas (n.30).

Debemos asumir a la persona como sujeto singular de derechos y deberes, abierta solidariamente a los demás; lo contrario del egoísmo y de la mistificación. Requerimos ciudadanos como agentes conscientes y beneficiarios del bien común, partícipes y actores de la soberanía popular. Necesitamos institucionalidad, es decir, intermediación eficaz de la libertad, responsabilidad subsidiaria por lo público y lo común. Y en ella, deseamos un Estado como instrumento apto, propiciador del mayor grado de felicidad para todos, con instituciones, leyes y servidores (n.32).

Lo que soñaron los primeros fundadores como república independiente era muy superior a lo que ellos mismos entendían como tarea inmediata. Era el comienzo de una larga marcha civil por la dignidad de un pueblo libre, educado, productivo y creador de su propia convivencia, justa y pacífica con la firme decisión de no establecer nuestra felicidad sobre la desgracia de nuestros semejantes.

Volvemos al altar para dar, en primer lugar, gracias a Dios por la lección heredada de nuestros mayores que es hoy orgullo de las actuales generaciones. Pero, por sobre todo, hacemos plegaria y canto, esperanza y tarea, la obligación que tenemos hoy de ser constructores de nuestro presente y futuro. Nos alegramos de estar en la casa del Señor porque Dios enjuga nuestras lágrimas, nos llama a superar la muerte y el llanto, para ser cantores alegres de un porvenir más fraterno, más solidario, más inclusivo. Que en estos propósitos nos acompañe la protección maternal de María Inmaculada. Que así sea.

Baltazar Porras, arzobispo de Mérida

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WebJCP | Abril 2007