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lunes, 13 de septiembre de 2010

EL DESAFIO DEL MAESTRO ES FORMAR DISCÍPULOS

Alocución televisiva de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata en el programa “Claves para un mundo mejor” (11 de septiembre de 2010)

Hoy es el Día del Maestro; por tanto, esta breve reflexión quiero dedicarla a aquellos que tienen la empeñosa y delicadísima tarea de enseñar.

Y digo enseñar en un sentido fuerte, profundo, plenario: no solamente en su significado de transmitir los saberes elementales, sino en cuanto que los maestros contribuyen, de un modo quizás decisivo, a la formación de la personalidad de los educandos.

Allí está la cuestión fundamental. Cuando hablamos de un proceso educativo, de los problemas del sistema educativo en la Argentina de hoy, de los resultados tan decepcionantes establecidos por encuestas, tenemos que poner el ojo de la atención en la figura del maestro.

Lo fundamental es que el maestro o la maestra sea efectivamente una figura de referencia para los chicos. Sobre todo digamos la maestra porque sabemos muy bien que, en el nivel primario especialmente, el docente es por lo general una maestra.

De algún modo la figura de la maestra o del maestro permanece en el interior de la personalidad del educando a lo largo de toda la vida. Para lo bueno o para lo malo. No solamente se trata, en el nivel primario, de trasmitir los saberes elementales sino de contribuir a la orientación de la personalidad de los chicos en muchos aspectos, como un complemento de la formación que se recibe en el hogar.

Mas adelante, en el ciclo secundario o en la universidad, se imposta diversamente la figura del docente, porque en ese caso se trata de comprender la función de enseñar como una transmisión que se verifica en un contexto de diálogo de generaciones. Es fundamental que efectivamente se establezca un diálogo de generaciones y que el diálogo sea suscitado por el maestro. En eso reside principalmente el arte de enseñar: en despertar en los alumnos el amor a la verdad, a la búsqueda de la verdad.

Recuerdo ahora una frase de Heidegger, que se refería al pensamiento, a la filosofía, pero decía muy bien que la función primordial del docente es enseñar a aprender. Uno en realidad está aprendiendo toda la vida.

Por eso el nombre del maestro, la figura del maestro, no se reduce a la figura elemental de los primeros años, del ciclo primario, sino que incluso solemos dar el calificativo de maestro a una persona que se ha destacado extraordinariamente en su disciplina y que además ha sabido formar discípulos o que por lo menos constituye un punto de referencia para muchos.

Esto se ve, quizás, cada vez menos en el mundo de hoy porque hay una especie de fragmentación del saber y porque el estudiante –pensemos en el estudiante universitario- está muy preocupado en ver como se va a insertar en el mercado laboral, etc. Ya no se da ese seguimiento intelectual de una figura clave o por lo menos se da de una manera muy reducida.

Por eso maestro en el sentido plenario –pensemos en aquellos que durante largos años se hacen discípulos de aquella persona que para ellos es una fuente de sabiduría- es aquel que deja una impronta fundamental en la vida de un discípulo porque lo introduce en un mundo.

Hace poco leí el reportaje a un gran director de cine italiano, Ermanno Olmi, que es el realizador de una película bellísima titulada “El árbol de los zuecos”. En ese reportaje le preguntaban quién había sido su maestro y él respondió que en cine su maestro había sido Roberto Rossellini, el iniciador del neorrealismo italiano, pero agregaba que en realidad su maestra había sido su abuela materna, porque ella lo introdujo en el interior del mundo campesino. Decía que gracias a ella había aprendido el valor de la civilización campesina, que es la única –según él- que en sentido absoluto puede ser llamada civilización porque no se trata de algo efímero, de civilizaciones que pasan de acuerdo a la moda o la época, sino de algo que permanece para siempre.

Allí encontramos una definición muy bella de lo que es el maestro. Aún, entonces, en cualquiera circunstancia que un docente ejerza su función, en la medida en que va más allá de la transmisión de su saber particular y que procura contribuir a la formación de la personalidad del alumno, orientándolo hacia la verdad, hacia el bien, hacia la belleza, en esa medida merece el título sagrado de maestro.

Digo que es un título sagrado porque es el título que le atribuyen, según los Evangelios, a Jesús sus mismos discípulos.

En gran parte, la renovación auténtica de la escuela, el éxito de un proceso educativo depende de que se establezca correctamente esa relación natural e imborrable entre el maestro y el discípulo. Depende de la presencia y la acción de buenos maestros.

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WebJCP | Abril 2007