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MISIONEROS EN CAMINO: Bautismo en la selva
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martes, 21 de septiembre de 2010

Bautismo en la selva


Cuando nos enseñaron el sacramento del bautismo estudiando la teología, nos recordaron las magníficas expresiones de San Juan Crisóstomo, “boca de oro”. Decía el santo que, a través del bautismo, “aquellos que ayer eran cautivos, son hoy hombres libres y ciudadanos de la Iglesia… Son no solamente libres, sino santos; no solamente santos, sino justos; no solamente justos, sino hijos; no solamente hijos, sino herederos; no solamente herederos, sino hermanos de Cristo; no solamente hermanos de Cristo, sino coherederos; no solamente coherederos, sino sus miembros; no solamente sus miembros, sino templos del Espíritu Santo…” En el continente africano, el día del bautismo no podemos traducirles esta “letanía de honores” porque faltan las palabras en lengua local, pero suelo contar una anécdota que me pasó.

Cierto día fui a una capilla para ver a los catecúmenos que se preparaban al bautismo. Por la tarde fui a las fuentes de agua del poblado para ver cómo estaban de saneadas. Era el final de la época de lluvias y la fuente que fui a ver ya estaba sin agua, quedaba tan solo un gran charco de lodo en la selva, encuadrado por árboles que hundían sus raíces en el fango. De vuelta, vi venir una catecúmena que iba hacia el charco de fango con un cubo en la cabeza.

Le dije que ya no había agua, que solo quedaba fango y ella me contestó que no iba a sacar agua sino a pescar. Extrañado le pregunté que donde iba a encontrar los peces y me dijo que en el lodo, que dentro de aquel fango aún había algo de comida. Me fui con ella. Llegó al borde del fango, se arremangó el vestido, se metió en el fango hasta las rodillas, se inclinó y hundió sus manos en aquella masa apestosa y empezó a buscar entre las raíces de los árboles. No tardó en agarrar algo, que sacó a la superficie y me enseñó. Su mano estaba llena de barro pero había algo dentro. Me lo echó a mis pies, era un pececillo, y me dijo que lo metiera en el cubo no sin antes haberle dado un golpe en la cabeza con un palo. En poco tiempo encontró una pesca abundante, salió del fango y se volvió a su casa.

Poco tiempo después, llegó el día de su bautismo. Al final de la ceremonia, esta mujer recién bautizada, se me acercó y me dijo: padre, recuerdas aquel día en que fuimos al fango a buscar peces, pues bien, lo que pasó allí aquel día me acaba de pasar a mí ahora. Le dije que lo explicara y me dijo:

Antes de mi bautismo yo era como ese pez dentro del fango.

Sucio de pecado y rodeado de suciedad.

Sin buena comida con la que alimentarme y pegándome siempre con los otros para agarrar lo poco que hay.

En el fango no hay luz, no se ve nada, andábamos como ciegos, tanteando.

Oliendo mal y arrastrándonos como animales. Hoy para mí, ha sido un gran día. Jesús se metió en el fango y me buscó con su mano el día en que empecé mi catecumenado.

Yo le dije que fue así, que para entrar en el fango del mundo Jesús tuvo que arremangar sus vestidos divinos y encarnarse como uno de nosotros.

Ella continuó: Cuando me encontró, me agarró y me sacó fuera del lodo.

Me lavó con el agua del bautismo y me perfumó con el óleo santo. Me puso de pié, me enseñó la luz y me alimentó con la eucaristía.

Ya ves, me dijo, yo que antes me arrastraba como un animal, ahora estoy de pié, con la dignidad de hijo de Dios.

Yo que antes no tenía que comer, ahora he probado la comunión.

Yo que andaba ciega en el fango del pecado, he sido limpiada por el bautismo y he recibido la luz de Cristo.

Yo que andaba en el fango, ahora tengo un sitio preferente en la Iglesia porque soy hija de Dios, heredera de sus dones.

Yo que antes no era nada y vivía peleando con los otros por vivir, ahora tengo una familia, la de los hijos de Dios, herederos de Cristo, con misma dignidad ya que he sido recreada por el bautismo a su imagen y semejanza.

Cuando cuento esta historia en alguna homilía, en lengua sango, suelo terminar diciendo que, desgraciadamente, algunos, no obstante el mejor sitio, la mejor comida, la luz o la dignidad de Hijos de Dios, al poco tiempo o las pocos años se cansan de estar ahí, añoran el fango y el olor de la poza, se bajan del sitio reservado y se arrastran otra vez hasta el lodo donde se zambullen medio tristes y acobardados sin tener el coraje de volver a salir.

Juan José Aguirre,
obispo de Bangassou

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WebJCP | Abril 2007