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MISIONEROS EN CAMINO: La religión verdadera / Decimoquinto Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc. 10, 25-37
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sábado, 10 de julio de 2010

La religión verdadera / Decimoquinto Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc. 10, 25-37


Por Leonardo Bilatto
Palabra de Mision

El tema del prójimo es el tema de la lectura litúrgica de hoy. El hilo conductor de la escena lo va llevando este concepto que aparece primero en labios del legista como mandamiento, luego como pregunta, y finalmente, en labios de Jesús como replanteo y cambio de perspectiva. La dinámica del texto es ir desde la idea israelita de prójimo a la idea jesuánica. Verdaderamente cambia la interpretación de las cosas si la vida se analiza desde la pregunta del legista (¿quién es mi prójimo?) o desde la pregunta de Jesús (¿quién es el que se hace prójimo?). Para el legista, la cuestión es saber a quién debo amar y a quién no. Para Jesús, la cuestión es que debo amar, sin importar a quién. El primero de los interlocutores busca una clasificación, una separación que distinga a los merecedores del trato amoroso y a los que no son dignos; el segundo pone el dedo en la llaga, en lo macabro que esconde una clasificación. ¿Cuál es la pregunta válida? ¿Cuál es la verdadera pregunta que debemos hacernos? ¿Importa saber quién es mi prójimo o importa hacerse prójimo?

Este salto de calidad que da Jesús en la interpretación del prójimo debe entenderse desde el vocabulario hebreo que, en el capítulo 19 del libro del Levítico, halla su desarrollo formal y legal. Ciertamente, hablamos de interpretaciones, porque la Palabra, para aplicarse, debe interpretarse. La repregunta de Jesús al legista: ¿cómo lees tú?, encierra la clave situacional de los dialogantes. El legista es, en términos del original griego de Lucas, un nomikos, o sea, un intérprete de la ley, un exegeta del Antiguo Testamento. El Maestro quiere saber cómo está haciendo la hermenéutica del amor al prójimo, cómo está leyendo el mandamiento del amor. Y Jesús también es un exegeta. Los dialogantes, entonces, son personas que se sitúan de una determinada manera frente a la Palabra. Esa manera de situarse establecerá la manera de actuar frente a otro ser humano. Lo que debe ser interpretado, volviendo a la introducción de este párrafo, son los vocablos hebreos del capítulo 19 del Levítico. En Lv. 19, 18 leemos: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. El legista que dialoga con Jesús cita este versículo combinado con Dt. 6, 5: “Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Esa es la base de su interpretación (exégesis) de la Palabra. Si profundizamos, nos encontramos con que, en el original hebreo, la palabra que designa al prójimo es Lv. 19, 18 es rea, y hace referencia sólo al israelita. Por lo tanto, en esta línea, sólo es prójimo el compatriota, es que pertenece al mismo país, a la misma raza. Ese es digno de ser amado como a uno mismo. Si vamos a Lv. 19, 34a leemos: “Al forastero que reside entre vosotros, lo miraréis como a uno de vuestro pueblo y lo amarás como a ti mismo”. Aquí, forastero es ger en hebreo, y se refiere al extranjero que ha fijado su domicilio en Israel, o sea, el que se hizo israelita por elección y asumió el estilo de vida, la cultura y las creencias hebreas. Éste, también es digno de ser amado como a uno mismo. La tercera categoría, que no abarca el amor al prójimo del Antiguo Testamento, es el nokri en hebreo, el extranjero, el pagano que reside en su propio país, el que no es israelita. Éste no es digno de ser amado. Habiendo establecido esas diferencias, ahora sí es posible leer la parábola del samaritano con elementos más claros de análisis.

La parábola viene a desestabilizar la interpretación del legista y a proponer un nuevo modelo de relación. La parábola es la bisagra que nos hace pasar de la primera pregunta (¿quién es mi prójimo?) a la segunda (¿de quiénes debemos hacernos prójimos?). La historia está armada de manera provocativa. Ante un pobre hombre que sufre un atentado y que queda en situación de muerte, desfilarán tres personajes. El primero de ellos es un sacerdote. En el plano histórico, el grupo sacerdotal judío es el dueño de la religión; ellos deciden qué es correcto para Dios y qué no lo es, administran los sacrificios y se presentan como la vía de comunicación entre lo divino y lo terrenal. Son los embajadores de Yahvé. El segundo que pasa es un levita, lo que podríamos entender como un sacerdote de orden inferior. La historia de los levitas se remonta, tradicionalmente, a Leví, uno de los doce hijos de Jacob. Todos los descendientes varones de esta tribu estaban separados, consagrados, para el servicio del Templo, y ocupaban, de esta manera, el lugar que los primogénitos varones de todas las tribus le debían a Yahvé por haber sido salvados del Exterminador que pasó la noche de Pascua en Egipto. En la época del rey David, los levitas fueron divididos en cuatro grupos para el servicio litúrgico: los que asistían a los sacerdotes en el servicio del santuario, los que ejercían funciones judiciales y de escribas, los guardianes de las puertas y los músicos; cada grupo se subdividía en 24 familias que se turnaban en el servicio correspondiente (cf. 1Cr. 24-26). El sistema consistía de rotación consistía en que los levitas vivían en sus ciudades la mayor parte del año y subían a Jerusalén para la época de las fiestas, según el turno que les asignaban. Los levitas eran los empleados del Templo, y como tales, los consagrados especialmente. Representaban, dentro del pueblo, un grupo de elección particular ligado al sistema religioso.

En la parábola narrada por Jesús, el sacerdote y el levita son la contrafigura de un samaritano. Los samaritanos eran el pueblo despreciado por los judíos, quienes los consideraban impuros por su mestizaje. Según 2Rey. 17, 24, el rey de Asiria, tras invadir Samaría, envió gente de Babilonia, de Cutá, de Avá, de Jamat y de Sefarváin (cinco poblaciones paganas) para que habitaran entre los israelitas que allí había. Para la historia bíblica, esta mezcla es imperdonable. Cuando, al regreso del destierro en Babilonia, los judíos establecen como estandarte de su religión la separación del resto de las naciones y la pureza de la raza, los samaritanos se convierten en el paradigma de lo opuesto al judaísmo. Samaritano es quien no respetó a Yahvé, quien se prostituyó con otros dioses, quien se mezcló con paganos. Samaritano es igual a ser impuro para el judaísmo. En el sistema religioso liderado por el Templo de Jerusalén, Samaría es la mancha de Palestina.

Pues bien, un samaritano es el personaje elegido por Jesús para su historia. Mientras el sacerdote y el levita, emblemas de la religión oficial, pasan por alto la necesidad del ser humano, es un excomulgado quien se muestra compasivo. De quien menos se esperarían actitudes religiosas, resulta ser, finalmente, el que comprendió lo que significa la religión. Porque, en definitiva, sobre lo que dialogan Jesús y el legista es religión. El legista quiere saber cómo se hereda la vida eterna, o sea, cómo es posible llegar a disfrutar la eternidad en la presencia de Dios. Y la religión es, en concreto, la manera o la forma de ligarse a Dios, de estar en contacto con lo divino. La pregunta del interlocutor de Jesús es respecto a la posibilidad de la religión perfecta, del ligamiento eterno. ¿Cómo pasar el tiempo eterno con Yahvé? ¿Cómo alcanzar la religión sin objeciones, sin errores? La respuesta de Jesús es el buen samaritano. La verdadera religión, la que nos pone cara a cara con Dios desde aquí a la eternidad es el amor al prójimo haciéndose uno mismo prójimo de los demás. No importa la raza ni las creencias ni la posición económica del otro; importa que en su sufrimiento puede encontrar una mano hermana que yo le tiendo. La verdadera religión consiste en hacerse prójimo sin miramientos. La verdadera religión, para acercar al ser humano a Dios, lo acerca a los otros seres humanos.

La invitación final del Maestro al legista es una invitación a la vida plena. Vete y haz tú lo mismo tiene resonancias de Lv. 18, 5: “Guardad mis preceptos y mis normas. El hombre que los cumpla, gracias a ellos vivirá. Yo, Yahvé”. El nuevo mandamiento del amor es el nuevo mandamiento de hacerse prójimo del otro necesitado para que la ley de Dios sea la ley del ser humano. Eso es la vida plena: el servicio al hermano. Gracias a esa dinámica de hacerse prójimo es que la existencia actual se proyecta hacia la eternidad. Los dueños de la religión institucional, sus representantes oficiales, no necesariamente tienen la verdad sobre la vida eterna. Quien quiere estar por siempre cara a cara con Dios sabe que debe estar cara a cara con el que sufre en cada día que pasa. Entre los marginados no vale la pregunta sobre quién es mi prójimo, pero sí vale cuestionarse cómo nos vamos haciendo prójimos/próximos del que padece la injusticia.

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Cuando la evangelización se hace desde lo oficial, lo permitido canónicamente, fracasa. Es la evangelización que se pregunta dónde está lo moralmente correcto y dónde está lo que debe corregirse. En cambio, si la evangelización parte de la proximidad y no desde las alturas, se va haciendo lentamente y a paso seguro, prosperando. Lo oficial cree que es absoluto, y desde su absolutismo silencia la diversidad, propagando una ola de represión y exclusión. Represión porque no se puede opinar diferente, no se puede disentir, no se puede abrir la puerta de la mente ni del corazón. Exclusión porque la oficialidad se sistematiza desde una línea que separa lo de adentro y lo de afuera. En la religión, lo de adentro es puro, correcto, válido, querido por Dios. Lo de afuera es pagano, diabólico, samaritano. Así como en el Templo de Jerusalén no tendría voz ni voto un habitante de Samaría, en la evangelización oficialista no hay participación para el que profesa otro credo. Y peor aún, se sentencia de antemano que todo lo que viene de afuera es dañino.

¿Qué pasaría si la parábola del buen samaritano resonara en nuestra Iglesia tan fuerte como resonó en la escena que leemos hoy? ¿Sería posible seguir discriminando en nuestros templos? ¿Sería tan fácil condenar la misericordia ajena como falsedad? ¿Dónde están los samaritanos, ateos, extranjeros, que nos enseñan la religión del verdadero Dios? ¿Hasta dónde nuestros extensos tratados de teología son mudos frente a las acciones concretas de múltiples varones y mujeres que, sin ser cristianos, levantan del suelo al caído? La cuestión es dónde creemos que está Dios, y por lo tanto, dónde creemos que se vive la vida eterna. Podemos poner a Dios en su estrado celestial y la vida eterna después de la muerte, o poner a Dios encarnado y resucitado en medio de la historia y la vida eterna comenzando hoy día. Desde alguna de esas opciones, el prójimo puede ser sólo otro cristiano o cualquiera que necesite mi ayuda.

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WebJCP | Abril 2007