Por Cardenal Rodríguez Maradiaga
Pedro me decía: Primer consejo: «Monseñor, es preciso conocer el mar por el que se navega». Y esto es lo que debemos hacer nosotros en esta sociedad del tercer milenio que nace (tertio millennio ineunte). Es una sociedad difícil, es un mar agitado bajo el signo de la globalización, de la divinización del mercado, de la brecha entre ricos y pobres, de la agonía de los valores, del olvido de Dios, del intento de fabricarse un dios a la medida de nuestras debilidades, un dios cómplice de nuestra incapacidad de ser auténticamente humanos; una sociedad basada en el hedonismo, a través del cual intentamos tan sólo satisfacer las dimensiones de la supervivencia y del goce, sin darnos cuenta de que estamos convocados a la felicidad y a la alegría de ser partícipes de la creación de un mundo nuevo.
La sociedad es como un mar proceloso que se agita con la violencia, con el odio, con la guerra preventiva, con el costo social representado por la muerte de tantos inocentes
que caen bajo el imperio del terrorismo ofensivo, que toca las fibras más bajas de la supervivencia y despierta el terrorismo defensivo, que responde con la misma o mayor violencia por los daños recibidos. Una sociedad agitada por la inseguridad. Un ser humano abatido por la falta de certezas. Un individuo que no sabe qué creer ni a quién creer.
Una sociedad tempestuosa que levanta olas cargadas de peligro a través de los medios de comunicación, a través de la fácil prostitución de jóvenes, a través de un comercio de ilusiones que abre caminos permanentes de consumo a las muy diversas drogas que se ofrecen en el mercado. Una mar indefinida e indefinible, una sociedad como la nuestra, olvidada de su origen divino (ser hijos de Dios) e ignorante de que estamos convocados a la vida eterna.
Una sociedad cargada de corrupción, de acumulación –por parte de unos– de aquellos recursos que debieran servir para la satisfacción de todos. Una sociedad tempestuosa en donde los individuos están convocados no sólo a vender su alma, sino también a venderse a sí mismos al mejor y transitorio postor.
Una sociedad que convierte la muerte en un derecho y lucha por instalar el aborto, la eutanasia, la venta de órganos, como si fueran todos ellos un obligado servicio
que debe ser protegido. Una sociedad que, después de 2000 años de cristianismo, tiene que observar que cerca del 60% de los seres humanos presentes en el mundo vive en la miseria, defendiéndose cada día por tomar, debajo de la mesa del rico epulón, las migajas que le permitan continuar a su servicio.
Sin duda, la navegación que tenemos por delante es peligrosa, y esa mar que debemos conocer se presenta cada día como más amenazante. No podemos no conocerla. Salir del puerto sin ser conscientes de lo que debemos afrontar es una temeridad inexcusable. Pero no es nuestra tarea quedarnos en el puerto. El imperativo es claro: hay que zarpar; hay que ir Duc in altum.
La sociedad es como un mar proceloso que se agita con la violencia, con el odio, con la guerra preventiva, con el costo social representado por la muerte de tantos inocentes
que caen bajo el imperio del terrorismo ofensivo, que toca las fibras más bajas de la supervivencia y despierta el terrorismo defensivo, que responde con la misma o mayor violencia por los daños recibidos. Una sociedad agitada por la inseguridad. Un ser humano abatido por la falta de certezas. Un individuo que no sabe qué creer ni a quién creer.
Una sociedad tempestuosa que levanta olas cargadas de peligro a través de los medios de comunicación, a través de la fácil prostitución de jóvenes, a través de un comercio de ilusiones que abre caminos permanentes de consumo a las muy diversas drogas que se ofrecen en el mercado. Una mar indefinida e indefinible, una sociedad como la nuestra, olvidada de su origen divino (ser hijos de Dios) e ignorante de que estamos convocados a la vida eterna.
Una sociedad cargada de corrupción, de acumulación –por parte de unos– de aquellos recursos que debieran servir para la satisfacción de todos. Una sociedad tempestuosa en donde los individuos están convocados no sólo a vender su alma, sino también a venderse a sí mismos al mejor y transitorio postor.
Una sociedad que convierte la muerte en un derecho y lucha por instalar el aborto, la eutanasia, la venta de órganos, como si fueran todos ellos un obligado servicio
que debe ser protegido. Una sociedad que, después de 2000 años de cristianismo, tiene que observar que cerca del 60% de los seres humanos presentes en el mundo vive en la miseria, defendiéndose cada día por tomar, debajo de la mesa del rico epulón, las migajas que le permitan continuar a su servicio.
Sin duda, la navegación que tenemos por delante es peligrosa, y esa mar que debemos conocer se presenta cada día como más amenazante. No podemos no conocerla. Salir del puerto sin ser conscientes de lo que debemos afrontar es una temeridad inexcusable. Pero no es nuestra tarea quedarnos en el puerto. El imperativo es claro: hay que zarpar; hay que ir Duc in altum.
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