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miércoles, 30 de junio de 2010

PROVOCACIONES MISIONERAS: Humildad del testigo

Publicado por Antena Misionera

No se ha de confundir nunca el testimonio auténtico con el testimonio espectacular. El testigo no es una «vedette». Sin duda, hay personas excepcionales, fuertes, emprendedoras (M. Lutero King, Oscar Romero, L’abbé Pierre, Madre Teresa de Calcuta).
Están los santos, cuya vida idealizada por la tradición, puede atraer e invitar a la experiencia de Dios. Sin embargo, lo que hace que la experiencia cristiana se vaya comunicando de unas generaciones a otras son los pequeños testigos, sencillos, discretos, conocidos sólo en su entorno, personas profundamente buenas y cristianas.
Es peligroso hablar de «testigos profesionales». Puede ser una ilusión falsa pensar que la «vida consagrada» o el «ministerio presbiteral» hacen sin más del religioso/a o del presbítero un «testigo de Dios». La calidad del testigo y su credibilidad provienen de su persona y no tanto de su función o estado de vida. Sin ser ni menos testigos que sus hermanos, ellos y ellas contribuyen desde su vida a transmitir la experiencia cristiana.


Desde la debilidad Ser testigo es una gracia y una exigencia que le va cogiendo al creyente. No tiene por qué envanecerse ni gloriarse de nada. No tiene por qué quejarse de ninguna ingratitud o ausencia de fruto. El verdadero testigo se alegra en su propia experiencia, no se quema ni se hunde en el desaliento.

El testigo es consciente de sus limitaciones y debilidades. Lo que venimos diciendo del testigo no ha de llevarnos a un cierto «idealismo» del testimonio. Nuestro testimonio nace de la debilidad y del pecado. Nunca estamos a la altura de lo que anunciamos. No podemos legitimar nuestra palabra con nuestra santidad personal ni con la de la Iglesia. Nuestra experiencia de Dios «la llevamos en vasijas de barro para que parezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros» (2 Co 4,7). Por otra parte, tampoco nuestras debilidades y pecados son un signo en contra decisivo. La fuerza del testigo está en su voluntad sincera de vivir desde la fe. Ya encontrará Dios su camino hacia cada persona. Lo que no ha de hacer el testigo es vivir tenso e inquieto.

No hemos de olvidar, además, que el testimonio de cada uno es parcial. Otros testigos lo pueden enriquecer y ampliar. En unos se destacará más la solidaridad con el débil y el excluido; en otros la alegría y la esperanza, en otros la acogida o la lucha por la justicia o la oración. No creo que el testigo ha de forzar su propia estructura sicológica; lo importante es testimoniar lo esencial.

A veces el testigo se siente rodeado de indiferencia o rechazo. El testimonio del cristiano apenas encuentra hoy apoyo social o cultural. El pluralismo actual invita al relativismo, la desconfianza y la dispersión de la atención; la fuerza del testimonio parece diluirse y perderse. Esta «desnudez» es dura pero a veces permite al testigo ofrecer su testimonio con menos ambigüedad y sin apoyos socio-culturales que oculten a Dios.

Testigos del Misterio
La verdadera humildad y fragilidad del testigo proviene, sin embargo, de otro hecho fundamental: Dios es Misterio.

Lo que testifica el creyente es algo que lo supera y transciende; algo que no puede demostrar a nadie, sólo sugerir, señalar, invitar.

Dios es siempre un Dios escondido que se revela ocultándose, Presencia que nos transciende.

Dios es el que es (Ex 3,14). Siempre permanece en el misterio. «Dios es siempre una vivencia, pero jamás una posesión». Nos atrae, lo buscamos, nos abandonamos a su Misterio de amor, pero sin poder verlo «cara a cara» (Ex 33, 18-23). Así habla Job de la presencia de Dios: «Si pasa junto a mí, no lo veo; me roza y no me doy cuenta» (Jb 9,11).

Sin embargo, el testigo vive esta experiencia insondable con firmeza y con gozo, con seguridad interior porque el Misterio de Dios es Misterio pero cercano.

Dios no es una lejanía que se difumina en el enigma total; es Misterio que envuelve mi ser y me penetra, Misterio que envuelve la vida, las cosas, el mundo. El mundo es de Dios; la vida fluye de él; él llena la creación entera. Vivimos en Dios.

No es la separación sino la comunión y la cercanía total lo que nos hace vivir en el misterio de Dios. «Su presencia es tan cercana, tan sin distancia, que es posible perder la perspectiva y no verle». Esta trascendencia de un Dios inmanente y cercano no conduce al olvido sino que intensifica la búsqueda y el deseo; es una cercanía que hace crecer la relación amorosa. El testigo sabe que sólo puede hacer presente a este Dios de manera simbólica. Los símbolos, los gestos, las palabras son «signos humildes» que pueden invitar a ir más adelante, a buscar más hondo.

Por eso, el testigo acompaña, defiende, levanta, acoge, se acerca, abraza, perdona, se compadece sabiendo que, a pesar de su pecado y debilidad, su vida y su persona pueden ser para alguien «símbolo» de la presencia de Dios.

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WebJCP | Abril 2007