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martes, 10 de noviembre de 2009

Ser cristiano en América Latina: Actitudes discipulares 1



a) Tender puentes

Un clamor de la sociedad, encubierto pero real, es el de la necesidad de constructores de puentes, pontífices, como bien lo indica la etimología del vocablo. Algunos reyes y emperadores fueron llamados pontífices porque, entre sus proyectos de ingeniería, se destacaron los puentes que unían lo separado e inaccesible. Fue el lenguaje griego el que asignó a los sumos sacerdotes israelitas el mismo título, como artífices del puente entre los hombres y Dios. Por simple traslación, el término llegó al papado, en el mismo sentido que el del sumo sacerdote.

Lo que la sociedad clama, en realidad, es algo más que la institucionalidad del pontificado, algo más que una persona con ornamentos que ofrezca sacrificios cultuales. La sociedad clama, en silencio, y a veces con gritos desgarradores, pontífices cercanos, humanos próximos, prójimos. Todos los discípulos y discípulas de Jesucristo estamos llamados a construir el puente que conecte lo que la historia ha separado, cruzando el río doloroso de la discriminación, el sectarismo y el aislamiento. Construir puentes es desafiar el curso de esta historia, desafiar los esquemas, sobrepasar las culturas y, en el buen sentido, relativizarlas frente a los valores del Reino. Tender puentes es trabajar en un ambiente hostil que el tiempo ha ido hostilizando cada vez más por costumbre, conveniencia y opresión.

La construcción de los puentes, tarea arquitectónica que dependía de la orden real del emperador de turno, es el paralelo y la prefigura de cómo parece funcionar hoy la construcción de los puentes sociales. Parece ser común acuerdo colectivo que los responsables de los puentes humanos sean las personalidades religiosas o los gobernantes, quienes se transforman en depositarios de una tarea comunitaria. ¿Acaso yo, sin ser figura religiosa ni política, estoy exento? ¿No es una posición cómoda y precavida? Es incuestionable la responsabilidad religiosa y política, pero no pueden ser los únicos, no pueden ser los chivos expiatorios de millones que nos desentendemos. Mucho menos de los discípulos de Jesucristo. A la manera del Maestro, con su estilo particular, con su espiritualidad, el discipulado debiese ser un proceso de asimilación de la construcción de puentes que nos ha enseñado Jesús. “Se presentó Cristo como sumo sacerdote de los bienes futuros” dice Heb. 9, 11, que bien podemos traducir: “Se presentó como pontífice de los bienes futuros”, o sea, constructor de puentes de la esperanza, puentes de lo que vendrá, pero que ya está.

El puente que debe construir el discípulo no lleva hacia atrás, no retrotrae a formas antiguas ni modelos gastados. El puente del discípulo no comunica a una realidad ajena o inalcanzable. El puente del discípulo es, como el de su Maestro, un puente al futuro de la esperanza, un puente del Reino, que se erige para unir, no para cruzar y combatir. La sociedad post-moderna, agotada por lo que no se cumplió, decepcionada del progreso que ensombreció el futuro, ansía la Buena Noticia de la esperanza. Los pobres, marginados y oprimidos de este post-modernismo, más que nadie, más desilusionados que el resto, quieren que el puente sea de verdadera unión, que los integre y los incluya. Dura, apasionante e ineludible tarea del discípulo: tender puentes hacia el hermano para caminar a la esperanza que no defrauda.

b) Acercarse

Como Jesús con la samaritana, acortar la distancia, acercarse, es quebrar una estructura anquilosada de lejanía que planea perpetuarse. Es arremeter contra el sistema. Y así como la mujer junto al pozo de Jacob siente lo desubicado del acercamiento, aunque ella es beneficiaria del mismo, el discípulo también descubrirá asombrados y hasta enemigos. Los asombrados, bienvenidos sean, porque es el asombro gratificante del Evangelio. Los enemigos, mal que nos pese, están allí, separando, sembrando discordia, haciendo ganancia lo que es una gigantesca pérdida para la humanidad y para el mundo. Los agentes de separación debieran ser la disparidad del discípulo de Jesucristo, discípulo de comunión.

¿Cómo trabajar por la unión entre los rencores y las disputas políticas de América Latina? ¿Cómo acercarse a los sitios marginales que una y otra vez fueron alejados de la escena? ¿Cómo re-escribir esa escena? La creatividad de un actor para llevar adelante el argumento y la trama es la creatividad que se le exige al discípulo para responder a un proceso de inclusión social que sólo puede comenzar desde el amor y la igualdad. No podrá la evangelización predicarse desde las alturas de los púlpitos, no habrá Buena Noticia si el profeta está un escalón por encima del pueblo y no junto a él. El Evangelio mismo es una fuerza que tiende hacia el hermano, y que nos hace hermanos y hermanas; es una fuerza de comunión. Las Iglesias que permanecen a la sombra de una estructura sectaria, con separación tajante entre lo santo y lo secular, bajo el convencimiento de superioridad en dignidad, poco aportan a Latinoamérica, más bien contribuyen a su destrucción y fragmentación. La estructura farisaica, divisoria, delimitante, crea barreras que el cristianismo debiese derribar. En paralelo al punto anterior, y complementando, el discípulo es un constructor de puentes y un derribador de muros, ambas tareas arquitectónicas que tienden a la unificación.

Y será menester inculcar ese sentido de cercanía desde los principios del discipulado, apoyándose siempre en la vida comunitaria que se abre al mundo, la dimensión interna de la Iglesia (grupos de oración, de estudio bíblico, de celebraciones litúrgicas y para-litúrgicas) que se dinamiza hasta alcanzar lo externo (acción social, política, educativa, cultural). La formación continua y progresiva del discípulo en el acercamiento coherente al mundo dará el fruto de una Iglesia en diálogo, una Iglesia que al modo del Maestro, no desaprovecha el encuentro con otros, con la samaritana, con el mundo, para hablar de lo cotidiano y, así, hablar de Dios. El discípulo ha de ser un hombre o mujer de su tiempo, conectado con la cultura, entendido de la realidad. La Iglesia sectaria se caracteriza, justamente, por pronunciar un mensaje que no lee los signos de los tiempos, sino que condena apocalípticamente. El mensaje sectario causa división desde su desaprobación sin diálogo. La Iglesia de Jesucristo, en cambio, dialoga, porque busca iluminar cada época con el Reino de Dios, para que las sombras se alumbren y las luces ya existentes se potencien. No podemos acercarnos sin la intención de dialogar, sin la predisposición a escuchar. La evangelización desde los púlpitos acostumbra a lanzar querellas con el dedo acusatorio; la evangelización junto al hermano oye y conversa, alrededor de una mesa, bajo un árbol, caminando los caminos. América Latina está cansada de dedos acusatorios y de ser posicionada en el último escalón; la mejor opción que pueden tomar los discípulos es acercarse en diálogo fraterno, a la altura de hermanos, no para condenar, sino para iluminar.

c) Reconciliarse

Para Pedro, la propuesta era perdonar hasta siete veces. Para Jesús, setenta veces siete, y como dijimos, según el lenguaje simbólico de los números, es perdonar infinitamente. ¿Cuál es la cifra para nosotros? ¿Dónde fijamos nuestro máximo? Acercarnos a dialogar abiertamente, pero sin disposición a reconciliarnos, es sembrar el terreno con semillas estériles, porque en el diálogo de pecadores, de hombres y mujeres de este mundo, siempre será necesario el perdón. ¿No es esa una de las pocas armas del discípulo? ¿No es el gesto del perdón un abrazo de amor contra el que nadie puede argumentar nada? La América Latina de las distancias, de las brechas, de los abismos entre personas, clama por los constructores de puentes que edifican en diálogo de reconciliación. Las heridas están, sangran, molestan, duelen, y la solución no consiste en obviarlas, acentuarlas o taparlas, como guardando basura bajo la alfombra; la solución viable, real y valedera es el perdón, que difícilmente surja en la espontaneidad; por eso se requiere un proceso de educación y formación en la reconciliación, de manera que, así como el rencor caló hondo, el perdón se arraigue lentamente y se radique entre los pueblos, haciéndose parte constituyente de la cultura.

Los discípulos están llamados a ser agentes de la cultura del perdón, perdonando ellos primero, y pidiendo perdón, en contraposición al estereotipo social que describe esas actitudes como debilidades. La fortaleza del discípulo es el amor que reconcilia, que ata los cabos, que une y no segrega, que abraza y no discrimina. ¿Qué comunión puede sostenerse si entre las relaciones hay laceraciones? ¿Qué mentirosa Buena Noticia no repara las llagas en vez de sanarlas? Quizás, la decepción de muchos discípulos es que en su misión no ven los aparatosos milagros que se habían imaginado, no ven a los ciegos ver y a los sordos oír; pero se están perdiendo el milagro de la reconciliación, del perdón dado y recibido. A veces, tan ensimismados en otras cosas secundarias, olvidamos el poder del perdón, y las grandes heridas continúan sangrando, los problemas de siempre siguen saliendo a flote, porque no hay reconciliación, porque la dependencia de signos externos y maravillosos no nos deja ver el espíritu cansado de varios que apenas pueden cargar con su vida. Como Jesús frente al paralítico descolgado por sus cuatro amigos (cf. Mc. 2, 1-12), lo primero es el perdón (cf. Mc. 2, 5). Es el desafío de ser agentes de reconciliación, y como el Maestro, intentar revertir la vorágine de violencia que separa, hiere y divide.

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WebJCP | Abril 2007