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domingo, 8 de noviembre de 2009

Palabra de Misión: Trigésimosegundo Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo B - Mc. 12, 38-44



Tras el encuentro con el escriba que no está lejos del Reino de Dios (cf. Mc. 12, 28-34), Jesús realiza una pequeña, pero incisiva enseñanza, que involucra, transversalmente, a los escribas en general, como grupo particular de la panorámica judía de aquel entonces. Comienza con una pregunta: “¿Cómo dicen los escribas que el Cristo es hijo de David?” (Mc. 12, 35), aludiendo a una enseñanza común de los doctores de la Ley. Según uno de los aspectos de la esperanza israelita, basada en la profecía de Natán (cf. 2Sam. 7, 1-16), el Mesías sería un descendiente de la familia real davídica, por lo tanto, sería un rey como su padre, y un gran estratega militar, lo que le valería el triunfo sobre los demás pueblos, liberando a Israel para siempre de las opresiones imperiales. Pero Jesús, citando el Sal. 110, reinterpreta la esperanza mesiánica, y confronta con la enseñanza de los escribas: el Cristo no puede ser hijo de David porque es mucho más que David, es el Señor. Detrás de esta reinterpretación, hay un cambio profundo del paradigma mesiánico. Como habíamos explicado en la perícopa de Bartimeo (cf. Mc. 10, 46-52), el vocablo hijo puede significar también discípulo. Lo que Jesús enseña es que su mesianismo no es discipular del estilo davídico-militar, sino distinto, que no es un rey que ejerce la violencia de las armas, sino la radicalidad del amor, que no derrotará a Roma con un armatoste imperial, sino conviertiendo los corazones. Nuevamente, como en tantas otras ocasiones anteriormente, Jesús enseña algo distinto a la enseñanza oficial.

Inmediatamente, las palabras de Jesús empalman con lo que la liturgia nos ofrece para la lectura dominical de hoy. El Maestro comienza con una invitación: guardaos. La palabra en griego utilizada aquí es blepō, cuya primera traducción literal sería tener vista. O sea, la invitación consiste en tener ojo, si quisiésemos expresarlo más actualmente. Y lo que se enumera luego son actitudes de los escribas ante las cuales el pueblo debe presentar atención, porque aunque parecen inocentes, lógicas para una determinada profesión o hasta piadosas, esconden una mentira, una hipocresía. Los ropajes amplios (para destacar un ministerio, para colgar las filacterias, que eran trozos de pergamino con citas de la Ley que se colgaban a la altura del corazón, para caminar holgados, para sentar un status, para marcar diferencias con el vestir), el ser saludados en las plazas (porque justo pasaban por allí, porque esperaban parados en las esquinas para ser saludados, porque son personas amables, porque necesitan de la aprobación ajena), ocupar los primeros asientos de la sinagoga (no se trata de las sillas que están más al frente de la congregación, sino de aquellas que miran de frente a la congregación, como quien preside a una comunidad), ocupar los primeros puestos en los banquetes (porque llegan primero, porque esos asientos con más cómodos, porque no se dieron cuenta, porque desean presidir también la mesa, demostrando un poder que afecta toda la vida), realizar largas oraciones devorando las haciendas de las viudas (porque disfrutaban el diálogo con Dios, porque entraban en éxtasis y no calculaban el horario, porque no comprendían que su ministerio era sostenido por los más pobres), son todas acciones que esconden, desde su simpleza y cotidianeidad, una concepción del mundo, de la religión y de la sociedad. De una u otra forma, todas estas acciones son expresión de un sentido de superioridad de parte de los escribas respecto a los demás, al resto. Y allí reside la gran advertencia de Jesús, que no se dirige tanto a los doctores de la Ley como a la gente, para que presten atención, para que se cuiden, para que se guarden de aquellas actitudes y sepan leer, con discernimiento, qué hay detrás, dónde se disimula la mentira.

En esa misma línea, el final de la perícopa de hoy es el episodio de la ofrenda de la viuda, narrado también en Lc. 21, 1-4. Aquí se desenmascara la mentira que esconde la gran ofrenda ostentosa de los ricos. Mientras con los escribas hay que estar atentos, para discernir en sus actitudes las intenciones de diferenciarse del resto, con los ricos hay que prestar atención para discernir si su ofrenda es realmente una ofrenda vital, una entrega, o una manera de buscar reconocimiento. El Maestro aprovecha la ofrenda de una viuda, consistente en dos pequeñas monedas, para desarrollar su enseñanza. Estas dos moneditas, el autor las identifica, en el original griego, como leptones. El lepton era la moneda judía más pequeña, y equivalía a 1/128 denarios (recordemos que un denario era el pago diario de un jornalero). Marcos explica, inmediatamente, para sus lectores de origen pagano, las equivalencias: dos leptones (moneda judía más pequeña) son lo mismo que un cuadrante (moneda romana más pequeña).

El personaje de la escena es una viuda pobre. La viuda es, sobre todo en el Deuteronomio, uno de los grupos sociales que recibe la preferencia de Yahvé, junto con el forastero y el huérfano (cf. Dt. 10, 18; Dt. 14, 29; Dt. 16, 11; Dt. 24, 17.19-21; Dt. 26, 12-13; Dt. 27, 19). En una cultura fuertemente patriarcalista, donde la mujer no vale por sí misma, sino por el varón a quien pertenece, es claro que la situación de la viuda es de las más precarias. La mujer joven, antes de casarse, es propiedad de su padre, y vive en la casa de él; la mujer casada es propiedad de su esposo, y vive con la familia de éste; la mujer viuda no tiene varón. Si ha muerto su esposo dejándole hijos varones, entonces ella es propiedad del mayor, y debe vivir con la familia de él; si, en cambio, ha muerto su esposo sin dejar descendencia, la viuda queda en la miseria; a menos que un hermano de su esposo cumpla la ley del levirato (cf. Dt. 25, 5-6), que consiste en tomar como esposa a su cuñada y darle un hijo. La ley del levirato era una legislación de protección y seguridad social, para resguardar a las viudas de la miseria. Pero si esta ley no se ponía en práctica, entonces la viuda quedaba reducida al último escalón de la sociedad. Por ello, juntamente con el huérfano y el forastero, son los destinatarios de una predilección especial, porque son los últimos, los menos tenidos en cuenta. Marcos, indirectamente, ya nos ha señalado a una viuda sin derechos en el comienzo del libro, cuando nos relata el episodio de la suegra de Simón (cf. Mc. 1, 29-31). Si esta mujer vivía en la casa del yerno, era ciertamente porque no tenía marido ni hijos varones, y no le había quedado otra alternativa que mudarse con su hija y la familia de su hija.

La perícopa litúrgica del día, parece tener como trasfondo a Is. 10, 1-2: “¡Ay! los que decretan decretos inicuos, y los escribientes que escriben vejaciones, excluyendo del juicio a los débiles, atropellando el derecho de los míseros de mi pueblo, haciendo de las viudas su botín, y despojando a los huérfanos”. Los escribas y los ricos, los doctores de la Ley y los explotadores, atropellan los derechos de los pequeños, se burlan del pobre, arremeten contra la predilección de Dios. Las viudas, símbolo del último lugar en la escala social, se convierten en botín, en presa. Los escribas abusan desde su interpretación, sus estudios, su supuesta inteligencia; los ricos lo hacen desde sus ganancias, su poder adquisitivo, su supuesto ingenio comercial. Ambos ostentan y desean ser respetados y admirados, enmascarando una actitud de opresión hacia el pueblo, quien callado, a paso firme, sigue dejando la vida en la ofrenda de su existencia. Mientras los escribas estudian y enseñan para recibir obediencia, los ricos hacen grandes ofrendas para que se los considere magnánimos. Jesús revela la puesta en escena de quienes no tienen otra intención que mantener un status quo injusto. Con ellos hay que tener ojo, hay que prestar atención, hay que guardarse, porque si bien simulan formas y maneras solidarias, en el fondo ansían seguir estando por encima. El contrapunto de ellos es Jesús, el exegeta por excelencia de Dios que lo da a conocer con sinceridad (cf. Jn. 1, 18), el rico más rico de todos que se hizo pobre (cf. 2Cor. 8, 9). La medida de las acciones está en la dignidad que generan y la fraternidad que suscitan. Todos los actos de Jesús (milagros, comidas, palabras, caminatas, muerte y resurrección) reafirman la dignidad propia de los seres humanos, sobre todo de los marginados, e invitan a concretar un proyecto salvífico universal que no es otra cosa que amarse los unos a los otros con el amor de Dios. Por eso el Maestro ha felicitado al escriba de Mc. 12, 28-34, pues su conclusión (el amor a Dios y al prójimo vale más que cualquier holocausto o sacrificio) no busca el provecho personal (como lo hacen los escribas y los ricos), sino el Reino de Dios.

Tras un tiempo de evangelización conviene preguntarse, inexcusablemente, cuál es la intención misionera: comunicar una Buena Noticia, demostrar que uno puede hacerlo, buscar reconocimiento, lavar culpas, liberar al otro de las opresiones o cargarlo con alguna que otra opresión más. Muchos misioneros dedican horas y horas al estudio teológico, a la exégesis bíblica de la última hora, a la reflexión sacramental y eclesiológica. Muchos misioneros trabajan abnegadas jornadas, duermen poco, se ensucian con los polvorientos y embarrados caminos, cruzan largas distancias mundiales. Muchos misioneros hacen todo lo que hacen, de una manera heroica y martirial, sólo para ser saludados en las esquinas de las plazas o para que su ofrenda se vea grandiosa.

Lamentablemente, la evangelización puede servir para mantener un status quo injusto, cuando se supone que su esencia es revertir el estado inicuo de las cosas, protegiendo, sobre todo, a las viudas, huérfanos y forasteros. ¿Quiénes son las viudas de nuestro mundo? ¿Dónde están esos que no valen por sí mismos, sino por la dependencia que tienen de otros ubicados encima de ellos? ¿Cómo liberar a los aplastados por el sistema que no reconoce la dignidad del pobre? Cuando la evangelización hace pactos con el poder de turno, cuando denuncia sólo lo que es políticamente correcto denunciar, entonces se hace cómplice de la miseria de las viudas. ¿No está ahí la posibilidad concreta de ser Iglesia? ¿No son el huérfano, el forastero, el marginal, el excluido, los que dan sentido a la Buena Noticia? El misionero no es el que preside la comunidad ni el que es reconocido por sus sabias y elocuentes palabras doctas; el misionero es el que acompaña comunidades, el que se hace partícipe en la emoción del misterio, el que comparte la vida desde los últimos y olvidados, el que tiene palabras de esperanza, aunque no sean locuaces. La misión se hace desde las viudas, los huérfanos y los forasteros, en la marginalidad, aprendiendo más que enseñando, reconociendo más que siendo reconocido, acompañando más que rigiendo.

En ese acompañamiento evangelizador, no puede obviarse la tarea del discernimiento y el desenmascaramiento. Así como Jesús revela la intención profunda de escribas y ricos, el misionero ha de tener el ojo atento para no ser embaucado, y ha de ayudar a los demás a mirar con detenimiento, para que los pueblos descubran que Dios no avala las jerarquías ni los honores que aplastan a otros, sino que desea hermanos universales.

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WebJCP | Abril 2007