«He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído los gritos que le arrancan sus opresores. Me he fijado en sus sufrimientos, y he bajado para liberarlo...» (Ex 3,7-8a).
«Creo que esta frase de la Biblia es la base de muchas vocaciones misioneras, y creo también que este comportamiento de Dios está inspirando la opción de nuestra provincia comboniana aquí en Brasil. La desafiante realidad en este país me ha enseñado, no sólo a no taparme los oídos ante del grito de su gente, sino a escuchar el ensordecedor silencio de la vida que ya no existe...», me dice el padre Dario Bossi con cierto dejo de nostalgia en la mirada, mientras conduce su camioneta 4x4 por los caminos que alguna vez fueron selva amazónica, y que ahora, convertidos en estepa árida, albergan un enorme cementerio de árboles caídos.
Capacidad de escuchar el grito del pobre, voluntad de inserirse en su mundo, verdaderos deseos de liberación..., son algunas de las características de un grupo de misioneros que vive una demandante «situación de frontera» en el noreste brasileño. No son «héroes de película», son personas «de carne y hueso» que, por amor a Dios y a su proyecto de amor, se «juegan la vida» al anunciar el Evangelio, al denunciar las injusticias y al acompañar el destino de «los olvidados de la historia». He aquí un testimonio...
Brasil, mucho más que carnaval...
Son las tres de la mañana y el calor es asfixiante en el aeropuerto de São Luís Maranhão, en el extremo norte de Brasil. Cuatro horas de vuelo y más de 3 mil kilómetros de distancia hacen que las temperaturas sean tan distintas en el sur y en el norte de este enorme país-continente: ¡En São Paulo, 2 grados centígrados; en São Luís, 36!
Una de las primeras cosas que impactan al visitante que llega por primera vez a esta calurosa ciudad –una de las más bellas y con más historia colonial en toda Sudamérica– es ver la cantidad de letreros de advertencia pegados en las puertas corredizas de la terminal aérea, donde se lee: «Se les avisa a los turistas que llegan a Brasil que la explotación sexual y el tráfico de niñas y niños es severamente penado por las leyes brasileñas». ¡Vaya forma de dar la bienvenida! Me pregunto: ¿Qué tan grave será este problema social por estas latitudes que por doquier se encuentran las mismas rúbricas?
Afuera me espera el padre Carlos Bianchi, visiblemente desvelado, pero con una enorme sonrisa de bienvenida. Durante el trayecto a casa –ubicada en uno de los barrios más marginados de São Luís–, me platica que, en efecto, durante las últimas décadas, todo el norte de Brasil ha sido destino turístico sexual de miles de europeos y americanos que vienen a «divertirse» –nótese el eufemismo– en un país donde, por desgracia, la corrupción y el dinero les permiten toda clase de atropellos.
Primer día. «Cuando piensa en Brasil, la mayor parte de las personas se imagina sólo el carnaval, el futbol o la selva amazónica; pero aquí conocerás la otra cara de la moneda», me dice con una sonrisa sincera el padre Roberto Minora, a quien acabo de conocer y cuya espontaneidad y simpatía son contagiosas. Y continúa, esta vez mirándome por encima de sus gruesos anteojos: «Los combonianos hemos querido tomar una opción preferencial por las realidades más difíciles, vamos a donde pocos quisieran ir a trabajar, por eso escogemos vivir en las periferias de las grandes ciudades, en las áreas rurales más pobres, por eso estamos también aquí, en Vila Embratel, una de las zonas más marginadas de la ciudad. Esta es nuestra misión, esta es nuestra vocación».
Una opción concreta
Los barrios pobres y periféricos de las grandes ciudades de Brasil me recuerdan el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando Pablo habla en el areópago de Atenas sobre la cantidad de «dioses y religiones» que tenían los griegos. En este barrio, tan sólo en tres cuadras, he visto 12 templos de diversa denominación religiosa, cada una con altavoces a todo volumen gritando insistentemente: «¡Arrepiéntete y cree en el nombre de Jesús!». Hay incluso predicadores «callejeros» que, sobre una bicicleta, cargan una batería de carro, una gran bocina y compiten a gritos con «los de dentro» para ganar así más adeptos. «Así es en estos barrios pobres, la necesidad de creer hace que aquí haya clientes para todos», me dice encogiendo los hombros un joven que acabo de conocer.
Por la noche viajo nuevamente. Esta vez en autobús; con miedo de ser asaltado, pues según varias personas que he conocido, es bastante frecuente que detengan autobuses por las noches, se suban individuos armados y «limpien» de sus pertenencias a los viajeros. «Uno de nuestros misioneros ya es experto en que lo asalten», comenta de manera graciosa el padre Carlos. No me queda de otra más que aventurarme.
Al amanecer llego a Timón, pequeño poblado limítrofe con Teresina, capital del estado de Piauí. Aprovecho parte de la mañana para conocer el Centro Manos Dadas de la fundación Daniel Comboni, proyecto educativo que, desde hace varios años, lleva adelante el padre Armindo Denis. ¡Se trata de toda una empresa! Es para maravillar a cualquiera. Bonachón y simpático, el padre Denis, portugués, director del centro, me lleva a conocer las instalaciones.
Me explica que cuando comenzaron a trabajar en Parque Alvorada había muchísima violencia, pobreza e inseguridad en los barrios. Había también gran cantidad de niños de la calle, familias desintegradas y padres de familia que no entendían por qué sus hijos debían ir a la escuela. «Como cristianos, entendimos que debíamos hacer algo, asumimos como misión la educación de la juventud y, desde el inicio, nos empeñamos, con todo el corazón y la mente, a dar vida a este proyecto pedagógico que no se limita sólo a la educación escolarizada, sino que promueve una formación integral. Hoy el centro atiende a más de 800 alumnos de primaria y secundaria, cuenta con 70 colaboradores y tiene sala de cómputo, comedor, biblioteca, laboratorios, campo de futbol, una huerta, cría de animales, talleres de carpintería y herrería... estos últimos, con la intención de que el proyecto llegue a ser autosustentable, esa es nuestra meta», afirma orgullosamente el padre Denis.
En Teresina encuentro a mis hermanos combonianos de esta provincia reunidos en Asamblea. Me impacta ver a misioneros tan diferentes (edades, cultura, color de piel…) congregados para un mismo objetivo: evaluar, programar, orar y compartir experiencias de vida, fruto de una opción –clara y radical– de evangelizar teniendo como eje central de su actividad, la Justicia, la Paz y la Integridad de la Creación. ¿Qué significaba eso? Lo conocería en los próximos días..
Rojo sangre
A medio día emprendo un viaje de 10 horas hacia Açailândia, esta vez, con cuatro misioneros más a bordo de una camioneta: los padres Dario Rossi y Piercarlo Mazza y los hermanos Antonio Soffientini y Polycarpe Pyabalo; los primeros tres italianos, éste último, togolés. Durante el largo trayecto por una carretera semi-destruida o semi-arreglada –no sabría decir–, cada uno de ellos contribuye para explicarme un poco la historia del lugar. El poblado se llama Açailândia debido a que, antiguamente, antes de la llegada de las grandes siderúrgicas, había en la región muchos árboles de açaí, una deliciosa fruta amazónica color rojo sangre, que ahora corre el riesgo de desaparecer debido a la desertificación progresiva del lugar. «Hubo un tiempo en que hasta acá llegaba la selva, ahora son sólo pastizales», me dice Piercarlo.
«Si rojo es el açaí, rojo también es el aire que se respira en Açailândia, aire lleno de humo y cenizas que despiden los cientos de hornos que producen carbón para las siderúrgicas, esas mismas cenizas se depositan sin piedad sobre cosas, animales y personas –dice con impotencia Dario mientras conduce–. Roja también es la tierra que se está convirtiendo en desierto; erosionada y reseca por los miles de eucaliptos para hacer carbón y utilizarlo para la fundición del hierro...».
A la entrada de Açailândia, el viajero se topa frente a un monumento extraño: aparentemente se trata de dos «troncos de concreto», simulando una gran cruz, uno horizontal empotrado sobre uno vertical. Hay quienes dicen que es un monumento al trabajo de los más de 60 aserraderos que se enriquecieron cortando toda la madera preciosa que encontraron a su paso; sin embargo, me explica Antonio, «muchos de los 90 mil pobladores de esta ciudad, lo consideran un monumento a “los caídos”, a los millones de árboles sacrificados sobre el altar de un –mal llamado– “desarrollo”, destructor imparable».
Justicia sobre rieles
Los días sucesivos en Açailândia y en Piquía (poblado a 30 kilómetros del primero) son sumamente ricos en experiencias. Visito y entrevisto a diversas personas para entender la magnitud del problema ecológico y social que subyace en esta región y que ha dado vida a uno de los proyectos de mayor relevancia de los misioneros combonianos en Brasil: el proyecto Justiça nos Trilhos (Justicia sobre los Rieles).
Una de las personas más carismáticas y conocidas por su trayectoria de compromiso con el proyecto, es el señor Edvar Dantes Cardeal, del barrio de Piquiá de Baixo, quien, de manera sencilla, me explica el contexto: «Los que vivimos en esta tierra llegamos antes que las siderúrgicas. Pero estas compañías son poderosas y comenzaron a comprar los terrenos de la gente a un precio ridículo, muchas personas los vendieron por presiones, por miedo, o debido a la pobreza que asola a esta población. Inmediatamente después, comenzó la contaminación y la destrucción de nuestro ambiente. En ese laguito que está allá abajo, por ejemplo, antes pescábamos para comer, luego, sus aguas contaminadas mataron todos los peces. Pero empezamos a organizarnos en el barrio gracias también a la ayuda de los misioneros; al principio sufrimos mucho porque nadie nos escuchaba, aunque poco a poco la gente fue solidarizándose y ahora seguimos luchando con más fuerza para que se nos haga justicia».
Afuera del poblado, el hermano Antonio me lleva a conocer algunos hornos y me explica, con números, la magnitud del problema: Actualmente, la empresa metalúrgica Vale do Río Doce es el complejo minero más grande del mundo. A lo largo de las vías del tren (más de 800 kilómetros) se han construido 14 acereras y decenas de minas de carbón (oficiales y clandestinas). Cada fábrica consume más de 300 toneladas de carbón por día, lo que contribuye enormemente a la deforestación de la región. Este modelo económico es sumamente destructivo porque emplea trabajo esclavo, concentra el dinero en las manos de poca gente y afecta la salud de miles de personas porque emite diariamente cantidades enormes de gases contaminantes.
Por la tarde de ese día, me reúno con algunas personas de las comunidades eclesiales de base de la parroquia. En una pequeña capilla hecha con madera de segunda clase, los participantes, después de un momento de oración y reflexión de la Palabra de Dios, comparten sus experiencias de trabajar juntos a favor de la justicia y la paz. Ellos mismos llegan a la conclusión de que no es suficiente rezar para que las cosas cambien, «es necesario actuar» –comenta entusiasmada Marilia, mujer anciana que aprendió a leer hace poco tiempo, y agrega: «no puede haber paz donde no hay justicia». Por su parte, João, joven obrero que participa en el grupo desde hace varios años junto con su esposa Teresa, enfatiza: «Pero tampoco puede haber justicia sin compromiso social».
Al día siguiente conozco a dos jóvenes increíblemente entusiastas, Edilane y Adriana, ambas de 19 años y que forman parte del grupo JUPAZ (Jóvenes por la Paz). Me comparten su experiencia: «Desde niñas participamos en las actividades de la parroquia, pero no era suficiente reunirnos para venir a cantar, rezar o socializar. Sentíamos necesidad de un compromiso más serio a favor de la paz, que no podía ser sólo un motivo de estudio. Con la ayuda del Centro de Derechos Humanos, que fundó una misionera española, nacieron diferentes proyectos de teatro, en los cuales reflexionábamos sobre nuestra situación, entrevistábamos algunas personas y luego escribíamos guiones de piezas teatrales. Nos divertimos mucho y ayudamos a otros jóvenes a tomar conciencia de su compromiso socio-ecológico».
Indios en el desierto
El tiempo «pasa volando» y aún debemos llegar a Grajaú. El viaje es incómodo, monótono y caluroso, atravesamos diversos parajes del Sertão brasileño, zona escarpada y semidesértica, la más pobre del país. En Grajaú me espera el padre Claudio Bombieri, comboniano sui generis, muy particular. Simpático y metodológicamente crítico de las estructuras, fundó junto con otros misioneros, la Asociación Carlo Ubbiali que trabaja para promover los derechos de los pueblos indígenas del noreste brasileño, especialmente los tenetehara, guajajara, ka´apor y awá-guajá.
Claudio me invita a visitar algunas «reservas de indios» en medio de zonas desertificadas por la tala inclemente de la selva por parte de los madereros. Me explica que el gobierno «les ha otorgado» un pedazo de tierra a los diferentes grupos étnicos que viven en la zona con el pretexto de «protegerlos y preservarlos» (como si se tratara de fauna exótica); yo, personalmente, pienso que más bien lo hacen para que no se vean, donde no «incomoden» a nadie. «Con estos grupos indígenas encontré una realidad totalmente nueva –me dice Claudio– aprendí que no puedo estar con ellos como alguien que enseña, sino como eterno aprendiz que descubre las señales de Dios en sus culturas. A estos indios, la tierra no sólo los alimenta, sino que les da identidad y, arrebatándoselas, también desaparece su identidad».
Salud mental
Al día siguiente me espera la última etapa del viaje: Fortaleza. Ciudad sorprendentemente grande (casi 2 millones y medio de habitantes) que rivaliza con Recife como principal puerto pesquero del noreste. Junto a su flamante aeropuerto internacional hay poblaciones costeras en las que la gente sigue yendo a pescar en jangadas (pequeñas barcas lugareñas), durmiendo en hamacas y viviendo en casas con techos de paja.
Me hospedo en el seminario de los combonianos, donde el formador es un antiguo amigo mío, compañero de estudios, el padre mexicano Gustavo Covarrubias, a quien su amabilidad y sencillez inigualables lo caracterizan. Después de mostrarme «los contrastes» de la ciudad promete llevarme a conocer el centro Bom Jardin, proyecto «colosal» en sus pretensiones, aunque humilde y sencillo en sus estructuras. Se trata de un centro de recuperación de salud mental que atiende el psiquiatra y sacerdote comboniano Ottorino Bonvini, mejor conocido por todos como el padre Rino.
Para ejemplificar la labor que se realiza en este barrio (uno de los más violentos de la ciudad), el padre Rino nos cuenta la historia de Juraci Lisboa, mujer de 36 años que pasaba la vida tendida en la cama por causa de una gran depresión. «El esposo la abandonó junto con sus siete hijos, el mayor de 14 años. Nosotros acabábamos de inaugurar este centro de salud mental. Ella llegó e inmediatamente la tratamos con “terapias comunitarias”, un método innovador desarrollado por un colega psiquiatra, el doctor Adalberto Barreto».
Hoy, Juraci es otra persona, se ve totalmente optimista y libre (se ha convertido en la cocinera del centro) y ella misma da testimonio: «Aguanté muchos años el alcoholismo de mi marido y sus humillaciones porque creía que era mi obligación de esposa. Superar la depresión no fue fácil, pero finalmente me convencí de que no fui abandonada por mi marido, sino liberada. Hoy mi vida tiene sentido, y me siento tan feliz aquí que a veces hasta en vacaciones y días libres vengo a trabajar porque me gusta».
Inaugurado en 2005 y con 43 trabajadores fijos y 120 voluntarios, el centro Bom Jardim es el único centro de terapia comunitaria en la ciudad. El movimiento que se ha generado en torno a este proyecto tiene una política contraria al hospital psiquiátrico establecida en Brasil en 2001, «nuestro proyecto –a diferencia del de gobierno– evita internar a las personas, estimula el regreso al hogar y promueve la participación social en la prevención y asistencia de trastornos mentales», explica el padre Rino.
El regreso
Los días se acaban y es necesario regresar. Han sido días bastante intensos en todo sentido (actividades, desplazamientos, inclemencia del clima, experiencias, emociones, aprendizaje...). Me llevo de este país todo un bagaje de espiritualidad comboniana nacida de las exigencias donde viven los misioneros: contextos ambientales totalmente destruidos, trabajo esclavo de gente que come una vez por día, proyectos mineros que «chupan la sangre y las vísceras de la tierra», indios que han perdido su tierra y su identidad, tráfico de drogas y prostitución infantil, enfermos mentales que necesitan apoyo y cariño, etcétera.
También me quedo con la voz de mis hermanos que, en labios de Luigi Codianni, superior provincial, se condensa: «No nos sentimos “extra-ordinarios”; todos los combonianos de este grupo simplemente nos hemos dejado conquistar por la Palabra de Dios y por el amor a este pueblo, por eso hemos asumido como prioridad la lucha por la justicia y la paz, así como por los derechos de la creación, es decir, por el compromiso serio también con la ecología. Nos hemos dejado conducir al corazón de las contradicciones para –provocados por ellas– buscar nuevos caminos de liberación. Un misionero solo no resistiría en situaciones tan desafiantes como éstas, hace falta la comunidad, y por eso estamos aquí como grupo».
«Creo que esta frase de la Biblia es la base de muchas vocaciones misioneras, y creo también que este comportamiento de Dios está inspirando la opción de nuestra provincia comboniana aquí en Brasil. La desafiante realidad en este país me ha enseñado, no sólo a no taparme los oídos ante del grito de su gente, sino a escuchar el ensordecedor silencio de la vida que ya no existe...», me dice el padre Dario Bossi con cierto dejo de nostalgia en la mirada, mientras conduce su camioneta 4x4 por los caminos que alguna vez fueron selva amazónica, y que ahora, convertidos en estepa árida, albergan un enorme cementerio de árboles caídos.
Capacidad de escuchar el grito del pobre, voluntad de inserirse en su mundo, verdaderos deseos de liberación..., son algunas de las características de un grupo de misioneros que vive una demandante «situación de frontera» en el noreste brasileño. No son «héroes de película», son personas «de carne y hueso» que, por amor a Dios y a su proyecto de amor, se «juegan la vida» al anunciar el Evangelio, al denunciar las injusticias y al acompañar el destino de «los olvidados de la historia». He aquí un testimonio...
Brasil, mucho más que carnaval...
Son las tres de la mañana y el calor es asfixiante en el aeropuerto de São Luís Maranhão, en el extremo norte de Brasil. Cuatro horas de vuelo y más de 3 mil kilómetros de distancia hacen que las temperaturas sean tan distintas en el sur y en el norte de este enorme país-continente: ¡En São Paulo, 2 grados centígrados; en São Luís, 36!
Una de las primeras cosas que impactan al visitante que llega por primera vez a esta calurosa ciudad –una de las más bellas y con más historia colonial en toda Sudamérica– es ver la cantidad de letreros de advertencia pegados en las puertas corredizas de la terminal aérea, donde se lee: «Se les avisa a los turistas que llegan a Brasil que la explotación sexual y el tráfico de niñas y niños es severamente penado por las leyes brasileñas». ¡Vaya forma de dar la bienvenida! Me pregunto: ¿Qué tan grave será este problema social por estas latitudes que por doquier se encuentran las mismas rúbricas?
Afuera me espera el padre Carlos Bianchi, visiblemente desvelado, pero con una enorme sonrisa de bienvenida. Durante el trayecto a casa –ubicada en uno de los barrios más marginados de São Luís–, me platica que, en efecto, durante las últimas décadas, todo el norte de Brasil ha sido destino turístico sexual de miles de europeos y americanos que vienen a «divertirse» –nótese el eufemismo– en un país donde, por desgracia, la corrupción y el dinero les permiten toda clase de atropellos.
Primer día. «Cuando piensa en Brasil, la mayor parte de las personas se imagina sólo el carnaval, el futbol o la selva amazónica; pero aquí conocerás la otra cara de la moneda», me dice con una sonrisa sincera el padre Roberto Minora, a quien acabo de conocer y cuya espontaneidad y simpatía son contagiosas. Y continúa, esta vez mirándome por encima de sus gruesos anteojos: «Los combonianos hemos querido tomar una opción preferencial por las realidades más difíciles, vamos a donde pocos quisieran ir a trabajar, por eso escogemos vivir en las periferias de las grandes ciudades, en las áreas rurales más pobres, por eso estamos también aquí, en Vila Embratel, una de las zonas más marginadas de la ciudad. Esta es nuestra misión, esta es nuestra vocación».
Una opción concreta
Los barrios pobres y periféricos de las grandes ciudades de Brasil me recuerdan el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando Pablo habla en el areópago de Atenas sobre la cantidad de «dioses y religiones» que tenían los griegos. En este barrio, tan sólo en tres cuadras, he visto 12 templos de diversa denominación religiosa, cada una con altavoces a todo volumen gritando insistentemente: «¡Arrepiéntete y cree en el nombre de Jesús!». Hay incluso predicadores «callejeros» que, sobre una bicicleta, cargan una batería de carro, una gran bocina y compiten a gritos con «los de dentro» para ganar así más adeptos. «Así es en estos barrios pobres, la necesidad de creer hace que aquí haya clientes para todos», me dice encogiendo los hombros un joven que acabo de conocer.
Por la noche viajo nuevamente. Esta vez en autobús; con miedo de ser asaltado, pues según varias personas que he conocido, es bastante frecuente que detengan autobuses por las noches, se suban individuos armados y «limpien» de sus pertenencias a los viajeros. «Uno de nuestros misioneros ya es experto en que lo asalten», comenta de manera graciosa el padre Carlos. No me queda de otra más que aventurarme.
Al amanecer llego a Timón, pequeño poblado limítrofe con Teresina, capital del estado de Piauí. Aprovecho parte de la mañana para conocer el Centro Manos Dadas de la fundación Daniel Comboni, proyecto educativo que, desde hace varios años, lleva adelante el padre Armindo Denis. ¡Se trata de toda una empresa! Es para maravillar a cualquiera. Bonachón y simpático, el padre Denis, portugués, director del centro, me lleva a conocer las instalaciones.
Me explica que cuando comenzaron a trabajar en Parque Alvorada había muchísima violencia, pobreza e inseguridad en los barrios. Había también gran cantidad de niños de la calle, familias desintegradas y padres de familia que no entendían por qué sus hijos debían ir a la escuela. «Como cristianos, entendimos que debíamos hacer algo, asumimos como misión la educación de la juventud y, desde el inicio, nos empeñamos, con todo el corazón y la mente, a dar vida a este proyecto pedagógico que no se limita sólo a la educación escolarizada, sino que promueve una formación integral. Hoy el centro atiende a más de 800 alumnos de primaria y secundaria, cuenta con 70 colaboradores y tiene sala de cómputo, comedor, biblioteca, laboratorios, campo de futbol, una huerta, cría de animales, talleres de carpintería y herrería... estos últimos, con la intención de que el proyecto llegue a ser autosustentable, esa es nuestra meta», afirma orgullosamente el padre Denis.
En Teresina encuentro a mis hermanos combonianos de esta provincia reunidos en Asamblea. Me impacta ver a misioneros tan diferentes (edades, cultura, color de piel…) congregados para un mismo objetivo: evaluar, programar, orar y compartir experiencias de vida, fruto de una opción –clara y radical– de evangelizar teniendo como eje central de su actividad, la Justicia, la Paz y la Integridad de la Creación. ¿Qué significaba eso? Lo conocería en los próximos días..
Rojo sangre
A medio día emprendo un viaje de 10 horas hacia Açailândia, esta vez, con cuatro misioneros más a bordo de una camioneta: los padres Dario Rossi y Piercarlo Mazza y los hermanos Antonio Soffientini y Polycarpe Pyabalo; los primeros tres italianos, éste último, togolés. Durante el largo trayecto por una carretera semi-destruida o semi-arreglada –no sabría decir–, cada uno de ellos contribuye para explicarme un poco la historia del lugar. El poblado se llama Açailândia debido a que, antiguamente, antes de la llegada de las grandes siderúrgicas, había en la región muchos árboles de açaí, una deliciosa fruta amazónica color rojo sangre, que ahora corre el riesgo de desaparecer debido a la desertificación progresiva del lugar. «Hubo un tiempo en que hasta acá llegaba la selva, ahora son sólo pastizales», me dice Piercarlo.
«Si rojo es el açaí, rojo también es el aire que se respira en Açailândia, aire lleno de humo y cenizas que despiden los cientos de hornos que producen carbón para las siderúrgicas, esas mismas cenizas se depositan sin piedad sobre cosas, animales y personas –dice con impotencia Dario mientras conduce–. Roja también es la tierra que se está convirtiendo en desierto; erosionada y reseca por los miles de eucaliptos para hacer carbón y utilizarlo para la fundición del hierro...».
A la entrada de Açailândia, el viajero se topa frente a un monumento extraño: aparentemente se trata de dos «troncos de concreto», simulando una gran cruz, uno horizontal empotrado sobre uno vertical. Hay quienes dicen que es un monumento al trabajo de los más de 60 aserraderos que se enriquecieron cortando toda la madera preciosa que encontraron a su paso; sin embargo, me explica Antonio, «muchos de los 90 mil pobladores de esta ciudad, lo consideran un monumento a “los caídos”, a los millones de árboles sacrificados sobre el altar de un –mal llamado– “desarrollo”, destructor imparable».
Justicia sobre rieles
Los días sucesivos en Açailândia y en Piquía (poblado a 30 kilómetros del primero) son sumamente ricos en experiencias. Visito y entrevisto a diversas personas para entender la magnitud del problema ecológico y social que subyace en esta región y que ha dado vida a uno de los proyectos de mayor relevancia de los misioneros combonianos en Brasil: el proyecto Justiça nos Trilhos (Justicia sobre los Rieles).
Una de las personas más carismáticas y conocidas por su trayectoria de compromiso con el proyecto, es el señor Edvar Dantes Cardeal, del barrio de Piquiá de Baixo, quien, de manera sencilla, me explica el contexto: «Los que vivimos en esta tierra llegamos antes que las siderúrgicas. Pero estas compañías son poderosas y comenzaron a comprar los terrenos de la gente a un precio ridículo, muchas personas los vendieron por presiones, por miedo, o debido a la pobreza que asola a esta población. Inmediatamente después, comenzó la contaminación y la destrucción de nuestro ambiente. En ese laguito que está allá abajo, por ejemplo, antes pescábamos para comer, luego, sus aguas contaminadas mataron todos los peces. Pero empezamos a organizarnos en el barrio gracias también a la ayuda de los misioneros; al principio sufrimos mucho porque nadie nos escuchaba, aunque poco a poco la gente fue solidarizándose y ahora seguimos luchando con más fuerza para que se nos haga justicia».
Afuera del poblado, el hermano Antonio me lleva a conocer algunos hornos y me explica, con números, la magnitud del problema: Actualmente, la empresa metalúrgica Vale do Río Doce es el complejo minero más grande del mundo. A lo largo de las vías del tren (más de 800 kilómetros) se han construido 14 acereras y decenas de minas de carbón (oficiales y clandestinas). Cada fábrica consume más de 300 toneladas de carbón por día, lo que contribuye enormemente a la deforestación de la región. Este modelo económico es sumamente destructivo porque emplea trabajo esclavo, concentra el dinero en las manos de poca gente y afecta la salud de miles de personas porque emite diariamente cantidades enormes de gases contaminantes.
Por la tarde de ese día, me reúno con algunas personas de las comunidades eclesiales de base de la parroquia. En una pequeña capilla hecha con madera de segunda clase, los participantes, después de un momento de oración y reflexión de la Palabra de Dios, comparten sus experiencias de trabajar juntos a favor de la justicia y la paz. Ellos mismos llegan a la conclusión de que no es suficiente rezar para que las cosas cambien, «es necesario actuar» –comenta entusiasmada Marilia, mujer anciana que aprendió a leer hace poco tiempo, y agrega: «no puede haber paz donde no hay justicia». Por su parte, João, joven obrero que participa en el grupo desde hace varios años junto con su esposa Teresa, enfatiza: «Pero tampoco puede haber justicia sin compromiso social».
Al día siguiente conozco a dos jóvenes increíblemente entusiastas, Edilane y Adriana, ambas de 19 años y que forman parte del grupo JUPAZ (Jóvenes por la Paz). Me comparten su experiencia: «Desde niñas participamos en las actividades de la parroquia, pero no era suficiente reunirnos para venir a cantar, rezar o socializar. Sentíamos necesidad de un compromiso más serio a favor de la paz, que no podía ser sólo un motivo de estudio. Con la ayuda del Centro de Derechos Humanos, que fundó una misionera española, nacieron diferentes proyectos de teatro, en los cuales reflexionábamos sobre nuestra situación, entrevistábamos algunas personas y luego escribíamos guiones de piezas teatrales. Nos divertimos mucho y ayudamos a otros jóvenes a tomar conciencia de su compromiso socio-ecológico».
Indios en el desierto
El tiempo «pasa volando» y aún debemos llegar a Grajaú. El viaje es incómodo, monótono y caluroso, atravesamos diversos parajes del Sertão brasileño, zona escarpada y semidesértica, la más pobre del país. En Grajaú me espera el padre Claudio Bombieri, comboniano sui generis, muy particular. Simpático y metodológicamente crítico de las estructuras, fundó junto con otros misioneros, la Asociación Carlo Ubbiali que trabaja para promover los derechos de los pueblos indígenas del noreste brasileño, especialmente los tenetehara, guajajara, ka´apor y awá-guajá.
Claudio me invita a visitar algunas «reservas de indios» en medio de zonas desertificadas por la tala inclemente de la selva por parte de los madereros. Me explica que el gobierno «les ha otorgado» un pedazo de tierra a los diferentes grupos étnicos que viven en la zona con el pretexto de «protegerlos y preservarlos» (como si se tratara de fauna exótica); yo, personalmente, pienso que más bien lo hacen para que no se vean, donde no «incomoden» a nadie. «Con estos grupos indígenas encontré una realidad totalmente nueva –me dice Claudio– aprendí que no puedo estar con ellos como alguien que enseña, sino como eterno aprendiz que descubre las señales de Dios en sus culturas. A estos indios, la tierra no sólo los alimenta, sino que les da identidad y, arrebatándoselas, también desaparece su identidad».
Salud mental
Al día siguiente me espera la última etapa del viaje: Fortaleza. Ciudad sorprendentemente grande (casi 2 millones y medio de habitantes) que rivaliza con Recife como principal puerto pesquero del noreste. Junto a su flamante aeropuerto internacional hay poblaciones costeras en las que la gente sigue yendo a pescar en jangadas (pequeñas barcas lugareñas), durmiendo en hamacas y viviendo en casas con techos de paja.
Me hospedo en el seminario de los combonianos, donde el formador es un antiguo amigo mío, compañero de estudios, el padre mexicano Gustavo Covarrubias, a quien su amabilidad y sencillez inigualables lo caracterizan. Después de mostrarme «los contrastes» de la ciudad promete llevarme a conocer el centro Bom Jardin, proyecto «colosal» en sus pretensiones, aunque humilde y sencillo en sus estructuras. Se trata de un centro de recuperación de salud mental que atiende el psiquiatra y sacerdote comboniano Ottorino Bonvini, mejor conocido por todos como el padre Rino.
Para ejemplificar la labor que se realiza en este barrio (uno de los más violentos de la ciudad), el padre Rino nos cuenta la historia de Juraci Lisboa, mujer de 36 años que pasaba la vida tendida en la cama por causa de una gran depresión. «El esposo la abandonó junto con sus siete hijos, el mayor de 14 años. Nosotros acabábamos de inaugurar este centro de salud mental. Ella llegó e inmediatamente la tratamos con “terapias comunitarias”, un método innovador desarrollado por un colega psiquiatra, el doctor Adalberto Barreto».
Hoy, Juraci es otra persona, se ve totalmente optimista y libre (se ha convertido en la cocinera del centro) y ella misma da testimonio: «Aguanté muchos años el alcoholismo de mi marido y sus humillaciones porque creía que era mi obligación de esposa. Superar la depresión no fue fácil, pero finalmente me convencí de que no fui abandonada por mi marido, sino liberada. Hoy mi vida tiene sentido, y me siento tan feliz aquí que a veces hasta en vacaciones y días libres vengo a trabajar porque me gusta».
Inaugurado en 2005 y con 43 trabajadores fijos y 120 voluntarios, el centro Bom Jardim es el único centro de terapia comunitaria en la ciudad. El movimiento que se ha generado en torno a este proyecto tiene una política contraria al hospital psiquiátrico establecida en Brasil en 2001, «nuestro proyecto –a diferencia del de gobierno– evita internar a las personas, estimula el regreso al hogar y promueve la participación social en la prevención y asistencia de trastornos mentales», explica el padre Rino.
El regreso
Los días se acaban y es necesario regresar. Han sido días bastante intensos en todo sentido (actividades, desplazamientos, inclemencia del clima, experiencias, emociones, aprendizaje...). Me llevo de este país todo un bagaje de espiritualidad comboniana nacida de las exigencias donde viven los misioneros: contextos ambientales totalmente destruidos, trabajo esclavo de gente que come una vez por día, proyectos mineros que «chupan la sangre y las vísceras de la tierra», indios que han perdido su tierra y su identidad, tráfico de drogas y prostitución infantil, enfermos mentales que necesitan apoyo y cariño, etcétera.
También me quedo con la voz de mis hermanos que, en labios de Luigi Codianni, superior provincial, se condensa: «No nos sentimos “extra-ordinarios”; todos los combonianos de este grupo simplemente nos hemos dejado conquistar por la Palabra de Dios y por el amor a este pueblo, por eso hemos asumido como prioridad la lucha por la justicia y la paz, así como por los derechos de la creación, es decir, por el compromiso serio también con la ecología. Nos hemos dejado conducir al corazón de las contradicciones para –provocados por ellas– buscar nuevos caminos de liberación. Un misionero solo no resistiría en situaciones tan desafiantes como éstas, hace falta la comunidad, y por eso estamos aquí como grupo».
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