a) Al servicio de la funcionalidad
El mundo actual se rige, en gran medida, por el mercado, y por lo tanto, los valores y leyes de la economía parecen aplicarse a todos los ámbitos. La oferta y la demanda, la compra-venta, la competencia, la utilidad como valor primero, parecen haber afectado las relaciones humanas y los espacios donde estas relaciones se desarrollan. Los ámbitos de encuentro parecen reducidos a la funcionalidad, según el concepto utilitarista de los mercados, pues si algo no me sirve, lo desecho o ignoro, pero si puedo sacar provecho, lo utilizo explotándolo y luego, como en el caso anterior, cuando pierde utilidad, lo desecho o ignoro.
La post-modernidad tiene poco de encuentro profundo e íntimo entre seres humanos, como mencionamos más arriba, pero también tiene mucho de utilitarismo en estos mínimos encuentros. Ya no nos acercamos al otro por lo que el otro es, sino por lo que puedo obtener de él, como en una transacción, como en una explotación. El otro es, en el momento de entablar relación, un esclavo o un competidor. Será lo primero si puedo robarle algo, tiempo o recursos, si tiene ofrecimiento útiles para mi existencia. Será lo segundo, un competidor, si quiere lo mismo que yo, o si se resiste a mi concepto de utilidad. De cualquiera de las dos maneras, el otro pierde la dignidad real que debiese tener por ser mi igual, por ser mi sujeto de comunicación. Partiendo de esta falta de reconocimiento de la dignidad, nada se puede construir encima, porque falta la base fundamental. La post-modernidad, con seguridad afirmamos, es la desilusión del hombre consigo mismo y con sus pares. El hombre y la mujer post-modernos están desilusionados, y a partir de esa desilusión, su existencia es sobrevivir al día a día, al trabajo, al pensamiento, a las relaciones. El hombre y la mujer post-modernos tienen en común con sus pares la desilusión, la tristeza, nada más. Las alegrías compartidas suelen ser montajes teatrales predeterminados, como fiestas tradicionales, cumpleaños o recepciones. Se encuentran los familiares y conocidos sabiendo de antemano qué dirán y qué estereotipos sociales deben cubrir. Se encuentran porque están obligados a hacerlo y porque es un momento funcional que sirve al buen orden de la sociedad.
Tanto utilitarismo mercantilista redujo los tiempos de encuentro y los subordinó a espacios administrativos. Nos encontramos con los otros para organizar, planificar o producir. Y lo hacemos a la mayor velocidad posible, porque creemos que somos eficientes si consumimos la menor cantidad de horas en relación. No podemos demorarnos en sentimientos, sensaciones, experiencias o movilizaciones internas; eso es desperdicio, no tiene utilidad. Así, los otros ya no son seres humanos, sino extraños con quienes se comparte una rutina fría, metódica y calculada. No cabe la posibilidad de la comunitariedad, pues no se puede formar comunidad entre extraños. El hombre y la mujer post-modernos se van sumiendo, de este modo, en una espiral descendente de desolación y tristeza difícil de consolar, porque dedicar tiempo a la consolación sería desperdiciarlo, perderlo. Entonces, solos contra el mundo que construimos, pero que nos entristece, continuamos aislándonos y desuniéndonos.
b) Sin lugar al interior
La falta de espacios cálidos es contundente. En América Latina, particularmente, parecen ser desplazados por espacios de discusión acalorada entre posturas políticas o económicas. Son tan fuertes los debates sobre estos temas, que separan y dividen a conocidos en bandos opuestos. Puede que en otros lugares del planeta, la falta de espacios cálidos se deba a otro asunto, pero aquí abunda la discusión partidista o la lucha de clases. Es difícil pararse frente a otro sin catalogarlo como liberal, derechista, izquierdista, marxista, conservador, neo-liberal, socialista, y miles de rótulos más de acuerdo al país o región. Los espacios, entonces, al estar signados por divisiones, impiden la intimidad, y crean una competencia donde revelar una verdad interna es dar ventaja, es facilitar un arma al enemigo.
En pocas instituciones puede hallarse un espacio para compartir libremente, sin intereses secundarios, sin otro objetivo que el de la fraternidad. Esa falta de vida comunitaria se ha ido supliendo con la individualidad de la terapia psicológica, donde hombres y mujeres revelan su interior, sus sentimientos y sus miedos, bajo un condicionamiento profesional y el previo pago de una sesión. Lo que debiese ocurrir espontáneamente, en espacios sociales y sin desembolso económico, se trasladó a consultorios, en perspectiva de oficializar el compartir, de manera que el facultativo, obligado por el deber del secreto profesional, no pueda tomar la información como arma. Es casi una fobia social generalizada que, de generación en generación, enseña a los más pequeños a no dar importancia a los sentimientos, a no prestarles atención, a desatenderlos, tanto los propios como los ajenos. El crecimiento se va señalizando progresivamente en una dirección de ignorancia de lo más profundo, de las esencias personales. Rechazamos lo humano hasta desconocerlo en nosotros y desconocerlo en los demás, de manera que quien, arriesgadamente, comparte algo de su interior, es mirado de manera rara, transformándose más en extraño.
La falta de espacios cálidos es un obstáculo enorme para la comunitariedad. El extraño sigue siendo extraño porque desconocemos su historia y su manera de verla e interpretarla. Conocer a una persona es más difícil que trabajar a su lado día a día, inclusive planificando proyectos. Conocer a una persona para formar comunidad es escucharlo y darle tantos espacios como tiempos de expresión. La comunitariedad tiene mucho de expresión, y es la trama que va uniendo a los seres humanos. Lo oral, lo escrito, los gestos como el abrazo o el saludo, un llamado telefónico en el momento oportuno, una carta. Es necesario relacionarse para ser comunidad, y para vivir en esa comunidad que aleja de la soledad y la tristeza, que nos enseña a confiar, que combate los enemigos más acérrimos del hombre y la mujer post-modernos. Un espacio cálido, aunque nos cansemos diciendo que son sandeces o ideas románticas, es el deseo íntimo de muchos, que no revelan su historia ni preguntan sobre la historia de los otros por acomodarse a la práctica fría del mundo. Miles desesperan por hallar un oído donde revelarse libremente, sin tapujos, sin simulaciones; un lugar donde no sea necesario fingir es el alivio de la gran mayoría que, acabada la jornada, llegan a sus hogares para dormitarse más tristes que ayer y anteayer, pues siguen vacíos en medio de una sociedad que les quiere hacer creer que están llenos.
En América Latina, el varón es el más perjudicado en este sentido. La fuerte impronta machista de la cultura continental no admite que un hombre pueda hablar de sus sentimientos, pueda llorar o emocionarse. Eso debiera ser propiedad exclusiva de las mujeres. El varón, de esta manera, queda doblemente marginado: en primer lugar, no tiene espacios cálidos donde insertarse; en segundo lugar, si llegase a acercarse a otros entablando una conversación profunda de intimidad, sería visto y catalogado como raro. Ciertamente, el hombre latinoamericano es presionado para ser el macho, en su condición más despectiva, carente de emociones, ente productivo, obrero y cabeza de familia. Escapar a este modelo de ser, es para el hombre latinoamericano renunciar a los cánones culturales, arriesgando la posibilidad de ser despreciado y marginado.

La post-modernidad tiene poco de encuentro profundo e íntimo entre seres humanos, como mencionamos más arriba, pero también tiene mucho de utilitarismo en estos mínimos encuentros. Ya no nos acercamos al otro por lo que el otro es, sino por lo que puedo obtener de él, como en una transacción, como en una explotación. El otro es, en el momento de entablar relación, un esclavo o un competidor. Será lo primero si puedo robarle algo, tiempo o recursos, si tiene ofrecimiento útiles para mi existencia. Será lo segundo, un competidor, si quiere lo mismo que yo, o si se resiste a mi concepto de utilidad. De cualquiera de las dos maneras, el otro pierde la dignidad real que debiese tener por ser mi igual, por ser mi sujeto de comunicación. Partiendo de esta falta de reconocimiento de la dignidad, nada se puede construir encima, porque falta la base fundamental. La post-modernidad, con seguridad afirmamos, es la desilusión del hombre consigo mismo y con sus pares. El hombre y la mujer post-modernos están desilusionados, y a partir de esa desilusión, su existencia es sobrevivir al día a día, al trabajo, al pensamiento, a las relaciones. El hombre y la mujer post-modernos tienen en común con sus pares la desilusión, la tristeza, nada más. Las alegrías compartidas suelen ser montajes teatrales predeterminados, como fiestas tradicionales, cumpleaños o recepciones. Se encuentran los familiares y conocidos sabiendo de antemano qué dirán y qué estereotipos sociales deben cubrir. Se encuentran porque están obligados a hacerlo y porque es un momento funcional que sirve al buen orden de la sociedad.
Tanto utilitarismo mercantilista redujo los tiempos de encuentro y los subordinó a espacios administrativos. Nos encontramos con los otros para organizar, planificar o producir. Y lo hacemos a la mayor velocidad posible, porque creemos que somos eficientes si consumimos la menor cantidad de horas en relación. No podemos demorarnos en sentimientos, sensaciones, experiencias o movilizaciones internas; eso es desperdicio, no tiene utilidad. Así, los otros ya no son seres humanos, sino extraños con quienes se comparte una rutina fría, metódica y calculada. No cabe la posibilidad de la comunitariedad, pues no se puede formar comunidad entre extraños. El hombre y la mujer post-modernos se van sumiendo, de este modo, en una espiral descendente de desolación y tristeza difícil de consolar, porque dedicar tiempo a la consolación sería desperdiciarlo, perderlo. Entonces, solos contra el mundo que construimos, pero que nos entristece, continuamos aislándonos y desuniéndonos.
b) Sin lugar al interior
La falta de espacios cálidos es contundente. En América Latina, particularmente, parecen ser desplazados por espacios de discusión acalorada entre posturas políticas o económicas. Son tan fuertes los debates sobre estos temas, que separan y dividen a conocidos en bandos opuestos. Puede que en otros lugares del planeta, la falta de espacios cálidos se deba a otro asunto, pero aquí abunda la discusión partidista o la lucha de clases. Es difícil pararse frente a otro sin catalogarlo como liberal, derechista, izquierdista, marxista, conservador, neo-liberal, socialista, y miles de rótulos más de acuerdo al país o región. Los espacios, entonces, al estar signados por divisiones, impiden la intimidad, y crean una competencia donde revelar una verdad interna es dar ventaja, es facilitar un arma al enemigo.
En pocas instituciones puede hallarse un espacio para compartir libremente, sin intereses secundarios, sin otro objetivo que el de la fraternidad. Esa falta de vida comunitaria se ha ido supliendo con la individualidad de la terapia psicológica, donde hombres y mujeres revelan su interior, sus sentimientos y sus miedos, bajo un condicionamiento profesional y el previo pago de una sesión. Lo que debiese ocurrir espontáneamente, en espacios sociales y sin desembolso económico, se trasladó a consultorios, en perspectiva de oficializar el compartir, de manera que el facultativo, obligado por el deber del secreto profesional, no pueda tomar la información como arma. Es casi una fobia social generalizada que, de generación en generación, enseña a los más pequeños a no dar importancia a los sentimientos, a no prestarles atención, a desatenderlos, tanto los propios como los ajenos. El crecimiento se va señalizando progresivamente en una dirección de ignorancia de lo más profundo, de las esencias personales. Rechazamos lo humano hasta desconocerlo en nosotros y desconocerlo en los demás, de manera que quien, arriesgadamente, comparte algo de su interior, es mirado de manera rara, transformándose más en extraño.
La falta de espacios cálidos es un obstáculo enorme para la comunitariedad. El extraño sigue siendo extraño porque desconocemos su historia y su manera de verla e interpretarla. Conocer a una persona es más difícil que trabajar a su lado día a día, inclusive planificando proyectos. Conocer a una persona para formar comunidad es escucharlo y darle tantos espacios como tiempos de expresión. La comunitariedad tiene mucho de expresión, y es la trama que va uniendo a los seres humanos. Lo oral, lo escrito, los gestos como el abrazo o el saludo, un llamado telefónico en el momento oportuno, una carta. Es necesario relacionarse para ser comunidad, y para vivir en esa comunidad que aleja de la soledad y la tristeza, que nos enseña a confiar, que combate los enemigos más acérrimos del hombre y la mujer post-modernos. Un espacio cálido, aunque nos cansemos diciendo que son sandeces o ideas románticas, es el deseo íntimo de muchos, que no revelan su historia ni preguntan sobre la historia de los otros por acomodarse a la práctica fría del mundo. Miles desesperan por hallar un oído donde revelarse libremente, sin tapujos, sin simulaciones; un lugar donde no sea necesario fingir es el alivio de la gran mayoría que, acabada la jornada, llegan a sus hogares para dormitarse más tristes que ayer y anteayer, pues siguen vacíos en medio de una sociedad que les quiere hacer creer que están llenos.
En América Latina, el varón es el más perjudicado en este sentido. La fuerte impronta machista de la cultura continental no admite que un hombre pueda hablar de sus sentimientos, pueda llorar o emocionarse. Eso debiera ser propiedad exclusiva de las mujeres. El varón, de esta manera, queda doblemente marginado: en primer lugar, no tiene espacios cálidos donde insertarse; en segundo lugar, si llegase a acercarse a otros entablando una conversación profunda de intimidad, sería visto y catalogado como raro. Ciertamente, el hombre latinoamericano es presionado para ser el macho, en su condición más despectiva, carente de emociones, ente productivo, obrero y cabeza de familia. Escapar a este modelo de ser, es para el hombre latinoamericano renunciar a los cánones culturales, arriesgando la posibilidad de ser despreciado y marginado.
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