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jueves, 29 de octubre de 2009

Ser cristiano en América Latina: Palabra para iluminar


a) Una samaritana (Jn. 4, 1-30)

Cuando Jesús se encuentra con la samaritana, en el capítulo cuatro del Evangelio según Juan, hallamos desde el principio una asimetría abrumadora para nosotros, y mucho más para un lector oriental contemporáneo de la Iglesia primitiva. Jesús es hombre, rabí o maestro, y judío. La interlocutora es mujer, con una historia de amoríos tumultuosa, y samaritana. La asimetría de los personajes, en los parámetros sociales de siempre, determina una asimetría relacional, usualmente de uno sobre otro, del mayor encima del menor. En la escena junto al pozo de Jacob, si bien la asimetría está presente y patente, y es elemento constituyente del pasaje, se diluye y casi desaparece por la actitud de cercanía de Jesús, que no se ubica por encima de la samaritana, sino que, sentado junto al pozo, como bien lo remarca el versículo 6, se pone a su misma altura para dialogar. Inclusive, apenas comienza el diálogo, en el versículo 7, es Jesús quien pide algo que en ese momento no posee y que le ayudará a sobrellevar su cansancio. “Dame de beber” le dice. Y comienza la famosa conversación en la que, magistralmente, partiendo de una necesidad básica, de una sustancia común, de una situación cotidiana, se arriba al planteo profundo y trascendente del agua que calma la sed más intensa del ser humano, el agua de la Vida Eterna, el agua que sólo puede dar el Mesías, Jesucristo.

¿Cuál es la primera reacción de la mujer al acercamiento de Jesús? Sorpresa absoluta. Por eso le pregunta cómo puede ser que un judío le hable, escondiendo en esa pregunta las cuestiones sobre todas las asimetrías: cómo puede ser que un hombre le dirija la palabra, cómo puede ser que un rabí le pida algo. La samaritana, en lugar de sentirse halagada por el derecho que se adjudica un varón maestro judío de hablarle, siente sorpresa y hasta cuestiona con su pregunta la cercanía. ¿No captó acaso el halago? ¿No quería el contacto? ¿O le molestó la alteración del orden pre-establecido? Ciertamente, acercarse es romper alguna barrera, y en este caso específico, una barrera socio-religiosa, que suelen ser terribles. La mujer se sorprendió y se asustó por lo que significa esa rotura o por el peligro de que alguien viese esa rotura. Llama aún más la atención que la samaritana ha tenido cinco maridos y ahora vive con otro hombre (versículo 18), o sea, es una mujer de quien seguramente circulaban abundantes chismes en la ciudad, y si vivía en flagrante pecado, poco debiesen interesarle las habladurías. Pero responde con sorpresa y miedo a la cercanía de Jesús, a la rotura de la barrera socio-religiosa, a la alteración del orden establecido.

Los encuentros en la vida de Jesús se estructuran bajo el modelo de la samaritana, rompiendo las asimetrías para crear contacto, para unir lo intocable. La misma Encarnación en el seno de María realiza este contacto entre lo separado, entre lo divino y lo humano. La doble naturaleza del Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, naturalezas juntas, pero no mezcladas, ya realizan la misión que Él desarrolla en su ministerio en Palestina. Durante años, la Iglesia ha buscado en el pasaje de la samaritana, y posteriormente en el misterio de la Encarnación, un paradigma para la tarea pastoral, para acercarse al ser humano, y hacerlo a la manera del Maestro. Y muchas veces ocurrió el fracaso. Quizás, el problema estuvo en las posiciones extremas: algunos quisieron acercarse al ser humano desde una posición muy superior, como inmaculados entes que hacen un favor tocando a los gentiles impuros; otros, optaron por desprenderse por completo de la verdad del Evangelio para entrar en diálogo sin presentar nada que irrite al otro, callando la Buena Noticia del Reino en ocasiones. Ambas posturas terminan fracasando, porque la esencia del encuentro con la samaritana está en lo que mencionamos al principio, en que la asimetría se diluye, pero permanece como telón de fondo, porque Jesús no deja de ser judío ni hombre ni rabí, y no reniega de esas carátulas; lo que sí hace es evitar utilizarlas como arma de opresión. El diálogo con la mujer es posible y fructífero porque Jesús no la aplasta ni oculta nada, sino que dialoga en sinceridad buscando liberarla en la Verdad.

b) Setenta veces siete (Mt. 18, 21-22)

El mundo antiguo daba gran importancia al simbolismo, y dentro de éste al simbolismo de los números. Así, cuando leemos algún texto compuesto en la antigüedad y hallamos números, no podemos quedarnos meramente con el valor matemático aritmético del mismo, sino que debemos abordar su significado simbólico. En el Nuevo Testamento los números también están diciéndonos algo más. En el Evangelio según Mateo, los números nos hablan según el pensamiento semita, admitiendo la hipótesis de que el autor de este Evangelio fue un judío convertido al cristianismo que escribió para lectores de su misma condición. A nuestra mente acostumbrada al canon de literatura actual le cuesta leer detrás del número, pero para el judío no había mayor complicación en esta tarea, porque su mente veía el número y el significado que escondía como por transparencia.

Mateo nos conserva un pasaje en el que podemos apreciar el simbolismo. Leemos: “Pedro se acercó entonces y le dijo: `Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?´. Dícele Jesús: `No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete´” (Mt. 18, 21-22). De más está señalar el número preponderante en la cita. El siete es, en simbología semita, la cifra de la plenitud o totalidad. Algunos estudiosos creen que debe a la percepción cósmica astral judía, según la cual habría sólo siete planetas, y esos siete planetas serían la totalidad del cosmos. Otros, aseguran también que se debe a una percepción cósmica, pero no astral, sino lunar, según la cual cada fase de la luna que dura siete días habla de un período completo. La semana tiene siete días y culmina en el sábbat, día pleno y completo, según el esquema de Gen. 1, 1–2, 3. Una tercera opinión, mezclada ya con ideas helenistas, obtiene el número siete de la suma del tres (totalidad del tiempo: pasado, presente y futuro) y el cuatro (totalidad del espacio: este, oeste, norte y sur), logrando abarcar el universo. Sea de lo forma que fuese, el siete es todo y es pleno.

Cuando Pedro se acerca para preguntar a Jesús sobre el perdón, su propuesta ya es de por sí amplia y, nos atrevemos a decir, generosa. Propone perdonar hasta siete veces al mismo hermano. Jesús replica que el perdón debe llegar hasta setenta veces siete. La respuesta numérica no puede calcularse aritméticamente, asegurando que sólo debo perdonar cuatrocientas noventa veces al mismo hermano, porque estaríamos cayendo en el olvido del simbolismo semita, según el cual, cuando un número es multiplicado por un múltiplo, su simbolismo se exacerba exponencialmente. Si el siete es la totalidad, al multiplicarlo por un múltiplo (setenta), se está queriendo decir lo infinito, pues es la totalidad exacerbada. La respuesta de Jesús no es perdonar cuatrocientas noventa veces, sino perdonar infinitamente, siempre. Pedro no era tacaño con su oferta, sólo le faltaba entender el perdón en términos del Reino de Dios, o sea, en términos de gratuidad. Esta cifra que habla de infinitud, habla también de plenitud, porque quien perdona sólo hasta siete veces corre el riesgo de quedarse en la mediocridad al no poder perdonar una octava vez, limitándose al rencor, la venganza y el enojo.

Jesús se opone a esa limitación y a la venganza, arrastrada desde los primeros tiempos y expresada, en términos numéricos similares, por Lámec: “Caín será vengado siete veces, mas Lámec lo será setenta y siete” (Gen. 4, 24). La vorágine de la historia humana cae y recae en ciclos de asesinato y furia, de sangre derramada y guerras, por viejos y nuevos rencores, con las mismas excusas recicladas. A las setenta y siete venganzas de Lámec, Jesús contesta con el perdón setenta veces siete. Al ciclo infinito de violencia entre hermanos desatado en Génesis con el asesinato de Abel (cf. Gen. 4, 8), el Hijo del Hombre lo enfrenta con la frágil y, a la vez, poderosa arma del perdón. ¿Qué tipo de Reino se instaura desde esa premisa poco bélica? ¿Qué Rey triunfa sin violencia desmedida? La propuesta de Jesús, más que corregir la apreciación de Pedro, está corrigiendo el pensar y el sentir del mundo, está ofreciendo una plenitud que es difícil divisar, porque el camino del perdón no es fácil, porque no todos están dispuestos a perdonar ni a pedir perdón.

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WebJCP | Abril 2007