El texto de hoy de Marcos tiene sus paralelos en Mt. 20, 20-28 y, más lejano, en Lc. 22, 24-27. En el texto del Evangelio está precedido por el tercer anuncio de la pasión (cf. Mc. 10, 32-34), y como ya sabemos, en el esquema propuesto por el autor, tras cada anuncio de la pasión sucede una escena de desentendimiento discipular y una catequesis específica de corrección y profundización de actitudes. Tras el primer anuncio (cf. Mc. 8, 31), Pedro será quien lo retire aparte para reprenderlo por sus palabras (cf. Mc. 8, 32), y a continuación hallaremos el segundo llamado vocacional que dirige Jesús a sus seguidores, invitándolos a tomar la cruz (cf. Mc. 8, 34-38). Tras el segundo anuncio (cf. Mc. 9, 31), nos enteramos que los discípulos habían discutido por el camino quién era el mayor entre ellos (cf. Mc. 9, 34), entonces los reúne y sentencia que si uno quiere ser el primero, debe ser el último y servidor de todos (cf. Mc. 9, 35). Finalmente, tras el último anuncio, narrado en los versículos previos a la perícopa del día, Santiago y Juan se acercan con una clara ambición de poder que desata la indignación del resto. Jesús culminará indicando el servicio como vía inequívoca para el Reino. Así, los tres anuncios de la pasión desarrollan tres actitudes básicas del discipulado: conciencia de cruz (con todo lo que esto significa), humildad (interpretada correctamente) y servicio (como entrega que implica la vida misma). En la estructura geográfica del Evangelio según Marcos, que hemos detallado en varias oportunidades, el episodio de hoy representa la última enseñanza del camino de subida a Jerusalén (Mc. 8, 27 – 10, 45). A continuación, y lo que será lectura litúrgica del domingo siguiente, tenemos al ciego Bartimeo (Mc. 10, 46-52), conclusión y marco de la sección del camino, y modelo de discipulado para el relato marquiano.
Esto quiere decir que las últimas palabras del Maestro en esta perícopa son importantísimas, pues representan la cumbre de la enseñanza desarrollada durante el camino, símbolo del discipulado. Estas palabras hablan de servicio y de rescate, en el versículo 45. Pero veamos primero cómo arribamos allí. Primero se acercan Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo. Ya sabíamos su parentesco con Zebedeo por Mc. 1, 19-20, cuando se narra su vocación. Aparentemente, pertenecían a una clase medianamente acomodada, pues según el relato vocacional, al dejar a su padre, dejaron también barcas y jornaleros. Si poseían empleados, entonces poseían una posición económica superior a la media de Galilea. Ambos, entonces, llegan para hacer una petición a Jesús. La versión de Mateo sobre estos hechos difiere notablemente aquí, situando a la madre de ellos como aquella que se acerca para pedir los primeros puestos (cf. Mt. 20, 20). Santiago y Juan, junto con Pedro tras el primer anuncio de la pasión, son los tres que, en primera persona, protagonizan actitudes contrarias al discipulado. Son, también, los tres que comparten en intimidad situaciones significativas con el Maestro: el milagro de la hija del jefe de la sinagoga (cf. Mc. 5, 37), la transfiguración (cf. Mc. 9, 2), la explicación sobre los signos de los últimos tiempos (cf. Mc. 13, 3) y la oración agónica en Getsemaní (cf. Mc. 14, 33). ¿Por qué son privilegiados con estos acontecimientos? Porque son los tres discípulos que necesitan entender el significado de la cruz, y en mayor dimensión, el significado del camino elegido por Jesús para el Reino de Dios. Con la hija de Jairo son partícipes de un milagro que vence la muerte, en la transfiguración se encuentran con la visión gloriosa de lo que será la resurrección, en la explicación de los últimos tiempos reciben una enseñanza sobre la época inaugurada por el Mesías, y en la oración de Getsemaní perciben al hombre Jesús dispuesto a cumplir la voluntad del Padre, aunque eso implique morir por la utopía del Reino. Todos estos episodios hablan de la muerte en perspectiva divina, hablan de la cruz en el amplio contexto de la historia de la salvación. Lo que Pedro, Santiago y Juan no entienden (probablemente porque están cegados esperando el mesianismo militar) es que el camino de la cruz verdaderamente salva, que la vida se manifiesta sirviendo, que Jesús realmente transmite vida con sus obras (episodio de la hija de Jairo), que Él ha triunfado de antemano (transfiguración), que han comenzado los últimos tiempos (discurso escatológico del capítulo 13) y que dar la vida es parte del plan salvífico (oración en Getsemaní).
Por esa falta de comprensión es que los dos hermanos solicitan, cuando llegue la gloria, sentarse a la derecha e izquierda del Mesías, respectivamente. Esta gloria de la que ellos hablan está expresada en términos terrenales y mundanos, puesto que consideran que la llegada a Jerusalén se resolverá con la entronización político-militar de su Maestro. En esa gloria monárquica, ellos desean ocupar los primerísimos puestos de la nobleza. Jesús no les promete nada, sino que les repregunta si pueden beber la copa que Él beberá y ser bautizados como Él lo será. Estas dos expresiones se refieren al hecho de su muerte violenta. Jesús volverá a hablar de la copa en la última cena, cuando compartiéndola con sus comensales, dirá que “ésta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos” (Mc. 14, 24), y en la oración de Getsemaní, cuando rogará a su Padre: “Aparta de mí esta copa” (Mc. 14, 36). Es evidente que la copa es figura de lo que le acontecerá, de la cruz, de la muerte. La imagen del bautismo, que no podemos desentramar por completo con el relato marquiano, se nos clarifica si acudimos al siguiente versículo de Lucas con palabras de Jesús: “Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!” (Lc. 12, 50). Nuevamente, la figura remite al sufrimiento final, a la muerte. Entonces, la propuesta para Santiago y Juan es el camino de la cruz. Ante su petición de gloria, majestad y poder, se les ofrece la humillación, la muerte y la desvalidez.
Los hermanos aceptan esta propuesta. Jesús, entonces, les asegura que beberán la misma copa que Él y que serán bautizados con su bautismo (o sea, que sufrirán como Él sufrió y morirán marginados como Él), pero estar a la derecha y a la izquierda no es decisión de ellos, ni de Jesús ni de Santiago ni de Juan. La tendencia común al leer este texto es interpretar que se está hablando de la vida eterna, y que corresponde al Padre decidir quiénes están más cerca de Jesús en el cielo. En el texto mateano, esa interpretación es más sostenible, pero en Marcos es casi imposible; en primer lugar, porque no se habla del Padre, y en una segunda instancia, porque los lugares de la derecha y de la izquierda parecen estar ocupados por los malhechores crucificados con Él, según Mc. 15, 27: “Con él crucificaron a dos salteadores, uno a su derecha y otro a su izquierda”. Los cuatro Evangelios hablan de una crucifixión de Jesús compartida con otros, pero sólo en los Sinópticos se explica que había uno precisamente a la derecha y otro precisamente a la izquierda, con una construcción gramatical en griego similar a la que usan Santiago y Juan al hacer la petición (Mc. 10, 36) y Jesús cuando les explica la imposibilidad (Mc. 10, 40). En el Evangelio según Juan, por ejemplo, la frase es distinta: “Allí le crucificaron y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio” (Jn. 19, 18), sin hablar de derechas e izquierdas. Podemos interpretar, entonces, que el Jesús de Marcos no habla del momento de la vida eterna, sino de la cruz, porque la gloria del Mesías no se encuentra en la militarización de su carrera, sino en dar la vida. Santiago y Juan, pensando en clave mundana, no advierten que son los mismos poderes mundanos los que eligen quién está a la derecha y a la izquierda en la cruz, porque son los poderes mundanos los que matan. Ellos serán bautizados y tomarán la copa, pero cuando hayan servido lo suficiente como para desatar la violencia del poder terrenal.
En esa clave es posible llegar mejor a la comprensión de las últimas palabras de la perícopa de hoy, que son las últimas palabras del camino de discipulado del Evangelio según Marcos. Habíamos dicho que se habla allí de servicio y de rescate (cf. Mc. 10, 45):
- Servicio (diakonía): las referencias a esta actitud en Marcos son cuatro: cuando la suegra de Simón, repuesta de su fiebre, se pone a servirlos (cf. Mc. 1, 31), cuando Jesús enseña que para ser primero hay que hacerse último y servidor (cf. Mc. 9, 35), en la perícopa de hoy cuando reformula la enseñanza anterior (cf. Mc. 10, 43) y cuando habla del Hijo del Hombre (cf. Mc. 10, 45), finalmente cuando describe a las mujeres que están al pie de la cruz, quienes lo habían servido desde que estaba en Galilea (cf. Mc. 15, 41). Como vemos, la primera y última referencia es a las mujeres discípulas. En el centro, en el corazón mismo del libro, encontramos una misma propuesta discipular formulada de dos maneras diferentes, y la conclusión de esa propuesta es el ejemplo del Hijo del Hombre, quien ha venido a servir. El resumen del discipulado, entonces, no es otra cosa que el servicio, el cual se expresa dando la vida.
- Rescate (lutron): en este caso, la palabra es propia de este versículo de Marcos y no la encontramos de nuevo en el libro. En las obras griegas clásicas, lutron significa precio de la libertad. Para mejorar el entendimiento del término debemos recurrir al Antiguo Testamento. La idea del rescate ha estado vinculada a la liberación de una situación penosa o desfavorable. En Lev. 21, 47-55 se estipula el rescate de un israelita que ha sido vendido a un forastero. Algún familiar del esclavo tiene derecho al rescate, pagando un determinado precio, y devolviéndole así la libertad. Sin embargo, “no puede un hombre redimirse ni pagar a Dios por su rescate” (Sal. 49, 8), dice el salmista, pues nadie tiene manera de escapar a la muerte, nadie tiene dinero suficiente como para pagarle al Señor por una vida eterna. Queda establecido así que el rescate es un acto salvador, liberador, pero en el Antiguo Testamento, aún está en tinieblas la posibilidad del mayor rescate, que es el rescate de la muerte. Por eso dicen muchos biblistas que Mc. 10, 45 es uno de los versículos más importantes del Evangelio según Marcos, ya que se expresa allí una teología profunda: Jesús es el rescatador de la humanidad, es el que salva en la paradoja, el que salva desde abajo, sirviendo, el que libera de la muerte muriendo.
El camino del servicio es el único camino de la misión, el único camino del Reino. Cuando se establecen planes pastorales, cuando se realizan reuniones para planificar las estrategias de evangelización, cuando se diagraman cronogramas misioneros, todo debe pensarse en clave de servicio. No significa esto que el servicio deba ser acomodación a los intereses mundanos; todo lo contrario; el servicio del Reino es el que da la vida por la convicción de un proyecto de amor, que es amor de Dios Padre. La vida puede darse en el día a día, en lo cotidiano, entre tiempos y labores; la vida puede darse entre los pobres, entre los marginales; la vida puede darse rechazando el modelo neoliberal y consumista, optando por la comunitariedad; la vida puede darse en las luchas sociales, en la defensa de los derechos, en la construcción de la justicia y de la paz; la vida puede darse desangrándose, desangrándonos, muriendo por causa del Evangelio. De una u otra manera, si la vida no se da, si se entierra, si se guarda, si se privatiza, entonces muere de verdad, se hace podredumbre, se hace miserable. El servicio es la actitud fundamental para vencer las barreras sociales, para mostrar una alternativa válida y ciertamente revolucionaria. El servicio comunica vida muriendo, el poder comunica muerte explotando la vida. Al ahogo de las estructuras poderosas políticas, clasistas, económicas, sociales, la única respuesta que puede salirles al paso es el servicio que cree ser fecundo aún muriendo.
Por eso la Iglesia no puede evangelizar con esquemas jerárquicos, ni tampoco exigir a los Estados, a las sociedades, a las culturas o cualquier grupo humano que viva los valores del Reino. El Reino no se impone como constitución sagrada, sino que se propone viviéndolo. Los signos del Reino no se manifiestan desde la imposición, desde los mandatos, desde la extrañísima idea de que el mundo sería mejor si todo fuésemos cristianos al estilo de nuestra Iglesia. Los signos del Reino se hacen manifiestos cuando los hombres y las mujeres empiezan a vivir sirviendo, cuando dan su vida por un proyecto de amor, cuando creen que dándose por completo son capaces de generar algo distinto y novedoso. El Reino es una utopía, es un sueño que tiene Dios, y por eso nadie lo hará realidad decretándolo; como para cualquier sueño, hacerlo realidad depende de animarse a vivirlo. En este caso, vivir el sueño de Dios es atreverse a morir sirviendo, porque el sueño de Dios crece cuando los seres humanos se sirven los unos a los otros.
Esto quiere decir que las últimas palabras del Maestro en esta perícopa son importantísimas, pues representan la cumbre de la enseñanza desarrollada durante el camino, símbolo del discipulado. Estas palabras hablan de servicio y de rescate, en el versículo 45. Pero veamos primero cómo arribamos allí. Primero se acercan Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo. Ya sabíamos su parentesco con Zebedeo por Mc. 1, 19-20, cuando se narra su vocación. Aparentemente, pertenecían a una clase medianamente acomodada, pues según el relato vocacional, al dejar a su padre, dejaron también barcas y jornaleros. Si poseían empleados, entonces poseían una posición económica superior a la media de Galilea. Ambos, entonces, llegan para hacer una petición a Jesús. La versión de Mateo sobre estos hechos difiere notablemente aquí, situando a la madre de ellos como aquella que se acerca para pedir los primeros puestos (cf. Mt. 20, 20). Santiago y Juan, junto con Pedro tras el primer anuncio de la pasión, son los tres que, en primera persona, protagonizan actitudes contrarias al discipulado. Son, también, los tres que comparten en intimidad situaciones significativas con el Maestro: el milagro de la hija del jefe de la sinagoga (cf. Mc. 5, 37), la transfiguración (cf. Mc. 9, 2), la explicación sobre los signos de los últimos tiempos (cf. Mc. 13, 3) y la oración agónica en Getsemaní (cf. Mc. 14, 33). ¿Por qué son privilegiados con estos acontecimientos? Porque son los tres discípulos que necesitan entender el significado de la cruz, y en mayor dimensión, el significado del camino elegido por Jesús para el Reino de Dios. Con la hija de Jairo son partícipes de un milagro que vence la muerte, en la transfiguración se encuentran con la visión gloriosa de lo que será la resurrección, en la explicación de los últimos tiempos reciben una enseñanza sobre la época inaugurada por el Mesías, y en la oración de Getsemaní perciben al hombre Jesús dispuesto a cumplir la voluntad del Padre, aunque eso implique morir por la utopía del Reino. Todos estos episodios hablan de la muerte en perspectiva divina, hablan de la cruz en el amplio contexto de la historia de la salvación. Lo que Pedro, Santiago y Juan no entienden (probablemente porque están cegados esperando el mesianismo militar) es que el camino de la cruz verdaderamente salva, que la vida se manifiesta sirviendo, que Jesús realmente transmite vida con sus obras (episodio de la hija de Jairo), que Él ha triunfado de antemano (transfiguración), que han comenzado los últimos tiempos (discurso escatológico del capítulo 13) y que dar la vida es parte del plan salvífico (oración en Getsemaní).
Por esa falta de comprensión es que los dos hermanos solicitan, cuando llegue la gloria, sentarse a la derecha e izquierda del Mesías, respectivamente. Esta gloria de la que ellos hablan está expresada en términos terrenales y mundanos, puesto que consideran que la llegada a Jerusalén se resolverá con la entronización político-militar de su Maestro. En esa gloria monárquica, ellos desean ocupar los primerísimos puestos de la nobleza. Jesús no les promete nada, sino que les repregunta si pueden beber la copa que Él beberá y ser bautizados como Él lo será. Estas dos expresiones se refieren al hecho de su muerte violenta. Jesús volverá a hablar de la copa en la última cena, cuando compartiéndola con sus comensales, dirá que “ésta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos” (Mc. 14, 24), y en la oración de Getsemaní, cuando rogará a su Padre: “Aparta de mí esta copa” (Mc. 14, 36). Es evidente que la copa es figura de lo que le acontecerá, de la cruz, de la muerte. La imagen del bautismo, que no podemos desentramar por completo con el relato marquiano, se nos clarifica si acudimos al siguiente versículo de Lucas con palabras de Jesús: “Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!” (Lc. 12, 50). Nuevamente, la figura remite al sufrimiento final, a la muerte. Entonces, la propuesta para Santiago y Juan es el camino de la cruz. Ante su petición de gloria, majestad y poder, se les ofrece la humillación, la muerte y la desvalidez.
Los hermanos aceptan esta propuesta. Jesús, entonces, les asegura que beberán la misma copa que Él y que serán bautizados con su bautismo (o sea, que sufrirán como Él sufrió y morirán marginados como Él), pero estar a la derecha y a la izquierda no es decisión de ellos, ni de Jesús ni de Santiago ni de Juan. La tendencia común al leer este texto es interpretar que se está hablando de la vida eterna, y que corresponde al Padre decidir quiénes están más cerca de Jesús en el cielo. En el texto mateano, esa interpretación es más sostenible, pero en Marcos es casi imposible; en primer lugar, porque no se habla del Padre, y en una segunda instancia, porque los lugares de la derecha y de la izquierda parecen estar ocupados por los malhechores crucificados con Él, según Mc. 15, 27: “Con él crucificaron a dos salteadores, uno a su derecha y otro a su izquierda”. Los cuatro Evangelios hablan de una crucifixión de Jesús compartida con otros, pero sólo en los Sinópticos se explica que había uno precisamente a la derecha y otro precisamente a la izquierda, con una construcción gramatical en griego similar a la que usan Santiago y Juan al hacer la petición (Mc. 10, 36) y Jesús cuando les explica la imposibilidad (Mc. 10, 40). En el Evangelio según Juan, por ejemplo, la frase es distinta: “Allí le crucificaron y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio” (Jn. 19, 18), sin hablar de derechas e izquierdas. Podemos interpretar, entonces, que el Jesús de Marcos no habla del momento de la vida eterna, sino de la cruz, porque la gloria del Mesías no se encuentra en la militarización de su carrera, sino en dar la vida. Santiago y Juan, pensando en clave mundana, no advierten que son los mismos poderes mundanos los que eligen quién está a la derecha y a la izquierda en la cruz, porque son los poderes mundanos los que matan. Ellos serán bautizados y tomarán la copa, pero cuando hayan servido lo suficiente como para desatar la violencia del poder terrenal.
En esa clave es posible llegar mejor a la comprensión de las últimas palabras de la perícopa de hoy, que son las últimas palabras del camino de discipulado del Evangelio según Marcos. Habíamos dicho que se habla allí de servicio y de rescate (cf. Mc. 10, 45):
- Servicio (diakonía): las referencias a esta actitud en Marcos son cuatro: cuando la suegra de Simón, repuesta de su fiebre, se pone a servirlos (cf. Mc. 1, 31), cuando Jesús enseña que para ser primero hay que hacerse último y servidor (cf. Mc. 9, 35), en la perícopa de hoy cuando reformula la enseñanza anterior (cf. Mc. 10, 43) y cuando habla del Hijo del Hombre (cf. Mc. 10, 45), finalmente cuando describe a las mujeres que están al pie de la cruz, quienes lo habían servido desde que estaba en Galilea (cf. Mc. 15, 41). Como vemos, la primera y última referencia es a las mujeres discípulas. En el centro, en el corazón mismo del libro, encontramos una misma propuesta discipular formulada de dos maneras diferentes, y la conclusión de esa propuesta es el ejemplo del Hijo del Hombre, quien ha venido a servir. El resumen del discipulado, entonces, no es otra cosa que el servicio, el cual se expresa dando la vida.
- Rescate (lutron): en este caso, la palabra es propia de este versículo de Marcos y no la encontramos de nuevo en el libro. En las obras griegas clásicas, lutron significa precio de la libertad. Para mejorar el entendimiento del término debemos recurrir al Antiguo Testamento. La idea del rescate ha estado vinculada a la liberación de una situación penosa o desfavorable. En Lev. 21, 47-55 se estipula el rescate de un israelita que ha sido vendido a un forastero. Algún familiar del esclavo tiene derecho al rescate, pagando un determinado precio, y devolviéndole así la libertad. Sin embargo, “no puede un hombre redimirse ni pagar a Dios por su rescate” (Sal. 49, 8), dice el salmista, pues nadie tiene manera de escapar a la muerte, nadie tiene dinero suficiente como para pagarle al Señor por una vida eterna. Queda establecido así que el rescate es un acto salvador, liberador, pero en el Antiguo Testamento, aún está en tinieblas la posibilidad del mayor rescate, que es el rescate de la muerte. Por eso dicen muchos biblistas que Mc. 10, 45 es uno de los versículos más importantes del Evangelio según Marcos, ya que se expresa allí una teología profunda: Jesús es el rescatador de la humanidad, es el que salva en la paradoja, el que salva desde abajo, sirviendo, el que libera de la muerte muriendo.
El camino del servicio es el único camino de la misión, el único camino del Reino. Cuando se establecen planes pastorales, cuando se realizan reuniones para planificar las estrategias de evangelización, cuando se diagraman cronogramas misioneros, todo debe pensarse en clave de servicio. No significa esto que el servicio deba ser acomodación a los intereses mundanos; todo lo contrario; el servicio del Reino es el que da la vida por la convicción de un proyecto de amor, que es amor de Dios Padre. La vida puede darse en el día a día, en lo cotidiano, entre tiempos y labores; la vida puede darse entre los pobres, entre los marginales; la vida puede darse rechazando el modelo neoliberal y consumista, optando por la comunitariedad; la vida puede darse en las luchas sociales, en la defensa de los derechos, en la construcción de la justicia y de la paz; la vida puede darse desangrándose, desangrándonos, muriendo por causa del Evangelio. De una u otra manera, si la vida no se da, si se entierra, si se guarda, si se privatiza, entonces muere de verdad, se hace podredumbre, se hace miserable. El servicio es la actitud fundamental para vencer las barreras sociales, para mostrar una alternativa válida y ciertamente revolucionaria. El servicio comunica vida muriendo, el poder comunica muerte explotando la vida. Al ahogo de las estructuras poderosas políticas, clasistas, económicas, sociales, la única respuesta que puede salirles al paso es el servicio que cree ser fecundo aún muriendo.
Por eso la Iglesia no puede evangelizar con esquemas jerárquicos, ni tampoco exigir a los Estados, a las sociedades, a las culturas o cualquier grupo humano que viva los valores del Reino. El Reino no se impone como constitución sagrada, sino que se propone viviéndolo. Los signos del Reino no se manifiestan desde la imposición, desde los mandatos, desde la extrañísima idea de que el mundo sería mejor si todo fuésemos cristianos al estilo de nuestra Iglesia. Los signos del Reino se hacen manifiestos cuando los hombres y las mujeres empiezan a vivir sirviendo, cuando dan su vida por un proyecto de amor, cuando creen que dándose por completo son capaces de generar algo distinto y novedoso. El Reino es una utopía, es un sueño que tiene Dios, y por eso nadie lo hará realidad decretándolo; como para cualquier sueño, hacerlo realidad depende de animarse a vivirlo. En este caso, vivir el sueño de Dios es atreverse a morir sirviendo, porque el sueño de Dios crece cuando los seres humanos se sirven los unos a los otros.
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