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MISIONEROS EN CAMINO: XXIII Domingo del T.O. (Marcos 7,31-37) - Ciclo B: Del milagro al Reino
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sábado, 5 de septiembre de 2009

XXIII Domingo del T.O. (Marcos 7,31-37) - Ciclo B: Del milagro al Reino



El comentario a las lecturas de este domingo se nos puede quedar en una especie de admiración prolongada ante el poder de Dios que se manifiesta en Jesús. Estamos ante una persona capaz de hacer milagros, de romper el orden de la naturaleza para devolver la salud al que sufre. Es obvio que esa persona tiene un poder especial, superior a lo que pueden hacer los que le rodean. Es el signo de que esa persona viene de Dios o es Dios.
Curiosamente, por este camino terminaríamos dejando de lado al sordomudo, al que sufre, para fijarnos casi exclusivamente en Jesús. Él es el que manifiesta su poder, el que nos hace asombrarnos. Se diría que el objetivo del milagro es abrirnos los ojos para que caigamos de rodillas ante su poder divino.
Pero conviene leer el Evangelio desde la segunda lectura, desde la carta de Santiago. El autor de estas cartas tiene una perspectiva muy concreta de los problemas que se dan en la comunidad cristiana y pone ejemplos que todos podemos entender. Afirma que, desde el Evangelio, todos tenemos una radical igualdad. Si hay alguien que tiene la prioridad, es precisamente el pobre. No se refiere a la pobreza espiritual ni nada de eso. En su ejemplo, se centra en la dimensión de la riqueza. Parece que a uno, al rico, le daban en aquella comunidad un puesto reservado mientras que al otro, al andrajoso, le dejaban de pie o lo sentaban en el suelo.


Un ejemplo muy concreto

El elemento que a veces discrimina y rompe la igualdad entre los miembros de la comunidad es la posesión o no posesión de bienes. El texto habla del “pobre andrajoso” en oposición al que va “bien vestido y hasta con anillos en los dedos”. No se puede decir con más claridad.
Pero también podríamos hablar del poder o la autoridad como elemento discriminador. Tendemos a dar los mejores puestos y privilegios a los que tienen el poder, que no es necesariamente lo mismo que autoridad, en la comunidad. Quizá podríamos pensar que eso normal en la comunidad humana pero, con el Evangelio en la mano, de ninguna manera es normal, no debería serlo nunca, en la comunidad cristiana. En ningún caso.
Si leemos desde esta perspectiva el Evangelio de este domingo, quizá el “milagro” de Jesús tenga un nuevo significado. El centro ya no es Jesús sino el pobre “sordo y mudo”. Es un verdadero pobre. Está marginado socialmente. No puede participar en la comunidad. No puede aportar sus ideas. No puede comunicarse. Está echado a un lado. La acción de Jesús, al curarlo, tiene como objetivo precisamente integrarlo en la comunidad. Jesús le posibilita comunicarse, ser uno más. Jesús levanta de su postración a este hombre y lo sitúa al mismo nivel que los demás.
Podemos pensar que el objetivo de Jesús al hacer este milagro no era tanto el mostrar a los que allí estaba su divinidad, su poder por encima del de ellos. Eso posiblemente no le importaba demasiado. Su objetivo era el integrar a aquel hombre marginado. En otras palabras, formar la familia del Reino y dejar en claro que en la casa del Padre nadie queda excluido. Ni siquiera los que son sordos y mudos. Ellos también tienen su palabra. Ellos también tienen algo que aportar. Ellos también son hijos e hijas con derecho a sentarse en torno a la mesa común y compartir todo lo que Dios nos regala en ella.


El Reino, un nuevo orden social

Ahora podemos concluir que lo que Jesús pretende no es provocar nuestra admiración, nuestro espanto, ante su poder maravilloso. Más bien nos está mostrando una forma de actuar. Si queremos seguir a Jesús, también nosotros nos tendremos que dedicar a hacer milagros. Pero nuestros milagros no deben serlo tanto por quebrar el orden natural de las cosas, las leyes de la biología o de la física.
Los milagros que debemos hacer los cristianos han de serlo porque rompen el orden social injusto en que tantas veces se funda nuestra sociedad. Es un orden social que ve como natural que los pobres, en cualquier sentido que se diga, sean marginados.
Ese orden social debe ser quebrado. ¿Cómo? Acogiendo a los excluidos y marginados, devolviéndolos la palabra, haciendo que se sientan uno más en la familia cristiana, que compartan con nosotros el pan de la palabra y de la vida en la mesa del padre común. No como objetos pacientes de nuestra caridad (así los demás verían que el amor de Dios reina en nuestros corazones) sino como sujetos activos al mismo nivel que los demás, que nosotros (así los demás verán cómo se reúne en la vida la familia de los hijos e hijas de Dios. Ese testimonio sería el cumplimiento de la profecía de Isaías que se nos regala en la primera lectura.

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WebJCP | Abril 2007