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viernes, 4 de septiembre de 2009

Palabra de Misión: Vigésimotercero Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo B - Mc. 7, 31-37


El texto que hoy leemos no se ubica, en el Evangelio según Marcos, inmediatamente a continuación de lo que leímos la semana pasada. En medio nos hemos salteado el encuentro con la mujer sirofenicia (Mc. 7, 24-30), que ocurre en la región de Tiro, una de las ciudades más importantes de Fenicia, territorio pagano, al noroeste de Galilea. Desde allí, Jesús pasa por Sidón y hoy nos lo encontramos en la Decápolis, una confederación de diez ciudades (según su etimología) al este del Jordán, también territorio pagano. El Maestro ya había estado en aquella zona, cuando ocurre la curación del endemoniado geraseno (Mc. 5, 1-20). En aquella oportunidad, la incursión en ámbitos gentiles aparece aislada, pero aquí ya nos encontramos en un recorrido propiamente externo a los lugares judíos que da comienzo en Tiro (cf. Mc. 7, 24), continúa por Sidón y la Decápolis (cf. Mc. 7, 31), se traslada momentáneamente a Dalmanuta (cf. Mc. 8, 10), un sitio con el que los arqueólogos no pueden dar fehacientemente y que muchos sitúan al sureste del lago de Genesaret, luego aparece Betsaida (cf. Mc. 8, 22), suscitando también el problema arqueológico que algunos interpretan como la existencia de dos Betsaida, una en Galilea y otra al este del Jordán, siendo ésta última la del pasaje que estamos refiriendo; finalmente llegamos a Cesarea de Filipo (cf. Mc. 8, 27), donde Pedro realiza su confesión de fe (cf. Mc. 8, 29). Por lo tanto, desde Mc. 7, 24 hasta Mc. 8, 30 nos relata el autor la travesía de Jesús entre paganos, entre gentiles, fuera de su patria.

Si bien este relato es propio de Marcos, no encontrándose en los demás Evangelios, es el mismo autor el que nos ofrece una especie de paralelo en la curación del ciego de Betsaida (Mc. 8, 22-26), también relato propio del Evangelio marquiano. En primer lugar, en ambas escenas, somos situados geográficamente (cf. Mc. 7, 31 y 8, 22a). Luego, le presentan al que debe ser curado con la misma construcción literaria en griego: kai ferousin (cf. Mc. 7, 32 y 8, 22b), sin especificar el sujeto. En otras oportunidades, el autor ha utilizado el sujeto anónimo, cuando narra, por ejemplo, la curación de la suegra de Simón Pedro, y dice que “le hablan de ella” (Mc. 1, 30b), o cuando “le trajeron todos los enfermos y endemoniados” (Mc. 1, 32b). El sujeto anónimo parece relacionado al acercamiento de enfermos para que Jesús los cure. No sabemos quiénes los acercan, si su identidad se oculta porque carecen de importancia narrativamente o porque significan, en profundidad, aquellos seguidores ocultos de Jesús, los desconocidos del Reino, que en silencio realizan su tarea de acercar oprimidos al Maestro. Tras presentar al sordo con dificultad en el habla y al ciego, respectivamente, vuelven a coincidir las escenas en la construcción literaria en griego: kai parakaleo (cf. Mc. 7, 32b y 8, 22b), que algunas versiones traducen como “y le ruegan” o “y le suplican”. En la escena de hoy piden una imposición de manos (cf. Mc. 7, 32b), y en la del ciego que lo toque (cf. Mc. 8, 22b), o sea, imploran un contacto físico sanador de Jesús. El Maestro los aparta de la gente o de la aldea (cf. Mc. 7, 33a y 8, 23a) e invierte las acciones solicitadas por quienes se los habían presentado: al sordo con dificultad en el habla, a quien debía imponer las manos, lo toca en sus oídos y en su lengua; al ciego, a quien debía tocar, le impone las manos. Para los dos milagros utiliza saliva (cf. Mc. 7, 33 y 8, 23), la cual sólo es narrada como medio milagroso, por fuera de Marcos, en Jn. 9, 6. Finalmente, Jesús prohíbe algo: difundir el milagro en el caso de hoy (cf. Mc. 7, 36) y volver a la aldea en la escena del ciego (cf. Mc. 8, 26).

Este paralelo interno del Evangelio tiene un sentido. La sordera y la ceguera son, universalmente, símbolo de la dureza de entendimiento. Se puede tener un órgano auditivo intacto, pero una capacidad de escucha francamente disminuida sin otra causa que la falta de atención, el desinterés, el despiste o el rechazo a priori. Se puede tener un órgano visual excelente, pero no ver lo más obvio de las cuestiones, las verdades que están en la superficie, pero que contrarían nuestros esquemas mentales. La ceguera y la sordera, en los Evangelios, se aplican a las actitudes que rechazan realidades mesiánicas patentes. Marcos hace una primera referencia al respecto en Mc. 4, 11-12, cuando los discípulos le preguntan en privado a Jesús acerca de la parábola de la semilla: “A vosotros se os ha dado el misterio del Reino de Dios, pero a los que están fuera todo se les presenta en parábolas, para que por mucho que miren no vean, por mucho que oigan no entiendan, no sea que se conviertan y se les perdone”. Jesús cita libremente Is. 6, 9-10, dando a entender que sus palabras causan el mismo efecto que las palabras pronunciadas por el profeta. Cuando el mensaje de Dios cae en terreno estéril (los versículos anteriores contienen la parábola del sembrador), paradójicamente, más estéril se vuelve, pues se empecina el pueblo en cerrar con mayor ahínco sus oídos e incrementar su ceguera. Los mismos discípulos son víctimas de la no comprensión, y así se los hace saber el Maestro en la barca, cuando les inquiere: “¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís?” (Mc. 8, 18). La Palabra es dada para salvación y para iluminación, pero quien la resiste, se enceguece y ensordece por demás. Al mismo tiempo, y en contraposición, quien acepta gustoso la Palabra, recibe los beneficios de la acción mesiánica, como lo había anunciado también el profeta Isaías: “Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán” (Is. 35, 5), “Oirán aquel día los sordos palabras de un libro, y desde la tiniebla y desde la oscuridad los ojos de los ciegos las verán” (Is. 29, 18). Así, las curaciones del sordo y del ciego, en Marcos, cumplen esta doble función. Por un lado, representan la dureza de corazón del pueblo y, más íntimamente, de los discípulos, quienes no pueden reconocer el sonido auténtico y la luz de la Palabra que proclama Jesús. Por otro lado, son signos de que ha llegado la época mesiánica, porque los sordos pueden escuchar y los ciegos comienzan a ver, es decir, es derrotada la oscuridad que sume a la humanidad en la incomunicación, aquello que no deja percibir las cosas como lo son en realidad, lo que distorsiona el mensaje divino e, inclusive, la mismísima imagen de Dios.

La relación de esta escena con el hecho liberador del mesianismo de Jesús, ha llevado a muchos biblistas a identificarla como una referencia velada a las prácticas cultuales de la comunidad marquiana, sobre todo al bautismo. Según estos estudiosos, el esquema de presentación del sordo, momento privado con Jesús, gestos sacramentales y nueva condición del sanado, podrían equivaler a la presentación por parte de la comunidad del catecúmeno, momento privado con Jesús que sería el bautismo en sí mismo, utilización de gestos sacramentales en la ceremonia y nueva condición del ya bautizado, transformado por la acción personal de Jesús. La palabra en arameo, effatá, habría sido utilizada ya por las primeras comunidades en la ceremonia bautismal, y por eso su conservación en la forma aramea, debido a su importancia, como también sucedió con la conservación de talitá kum en Mc. 5, 41 (palabras de resurrección) y con abbá en Mc. 14, 36 (palabra de oración confiada al Padre). En la misma línea, el gesto de Jesús de levantar los ojos al cielo se puede encontrar en la primera multiplicación de los panes (cf. Mc. 6, 41). En ambos episodios sacramentales, la invocación al Padre solemniza la situación y la envuelve con un aura distinta, como remarcando episodios especiales de íntima comunión con Dios. No se trata tanto del Hijo pidiendo fuerzas extraordinarias al cielo, como de la comunión que se establece, mediante la multiplicación/eucaristía y la curación del sordo/bautismo, entre lo terreno y lo divino, entre lo inmanente y lo trascendente, entre Dios y los seres humanos. Vale como dato curioso que el verbo anablepo, utilizado en las frases griegas de la multiplicación y la lectura de hoy, puede significar levantar los ojos al cielo, y también recobrar la vista, como es utilizado en la curación del ciego de Jericó (cf. Mc. 10, 51). Se establece un juego de palabras y etimologías que parece hallar sustento en el relato de la tumba vacía (Mc. 16, 1-8), cuando las mujeres van al sepulcro el domingo por la mañana y levantando los ojos (anablepo) ven la piedra retirada. Es que la resurrección exige un corazón que vea, la resurrección es la destrucción de la ceguera, es la apertura definitiva de los oídos a la Palabra. Los hechos sacramentales, el bautismo y la eucaristía, tienen sentido en cuanto la certeza de la tumba vacía los sostiene, de lo contrario, son meros gestos y rituales. La comunión que se establece cuando Jesús levanta los ojos al cielo, es la comunión de la pascua que las comunidades cristianas experimentan al levantar los ojos y hallar el hecho de la resurrección.

El hecho pascual destruye la sordera y las dificultades en el habla. La pascua libera al ser humano de su encierro en la oscuridad del no oír, en la privacidad de no poder comunicarse. La pascua da la posibilidad a los hombres y mujeres del mundo para que sean comunidad, para que se relacionen. A veces, somos sordos desde el nacimiento, porque nos hemos criado en ambientes donde no se habla, o donde se nos educa a no escuchar. Otras veces, nos vamos volviendo sordos con el tiempo, cuando descubrimos por nuestros propios medios que parece más conveniente no prestar atención. Pero también puede suceder que nos hayan ensordecido, que nos hayan ocultado información, verdades, posibilidades. Hay sorderas que no tienen principio, pero muchas otras comenzaron en un momento determinado. De cualquier forma, la resultante es el aislamiento, y por lo tanto, el ahogamiento del ser personal que se pierde más y más en la privacidad, en la oscuridad.

El misionero tiene la doble tarea de abrir sus oídos y ayudar a que los oídos de los otros se abran. En primer lugar, abrir el oído a Dios, prestar corazón dócil a su decir, a su mensaje, cueste lo que cueste su contenido. Abrir el oído para entrar en comunión, para levantar los ojos y ver la tumba vacía. Esa escucha debiese llevarnos a oír al pueblo, escuchar el clamor de los oprimidos, de los pobres, de los marginados; gritos que a veces son mudos, audibles sólo para el misionero que se ha tomado el atrevimiento de prestarles atención. Y finalmente, consistirá la misión en facilitar la apertura de otros oídos, llevando los sordos al Maestro, realizando gestos concretos, gestos con fuerza. Deberíamos encontrar las acciones pequeñas y de cercanía que liberen del aislacionismo, las acciones que, abriendo los oídos, den voz. Un compromiso misionero con la realidad no puede estar al margen de las informaciones que se ocultan para dominar a los pueblos. Las gentes necesitan oír para expresar su opinión, necesitan escuchar para formular su propuesta. Si la evangelización en lugares ensordecidos se concentra en la celebración de sacramentos separados de la vida diaria, entonces es cómplice de un sistema de exclusión. Si, en cambio, el bautismo se expresa en la formación de bautizados con noticias de la actualidad, noticias que les incumben, realidades sobre las que tienen que decidir, entonces estamos caminando hacia esa liberación de la pascua que abre los oídos para hablar, que vence la oscuridad del aislacionismo para construir en comunión.

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WebJCP | Abril 2007