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jueves, 17 de septiembre de 2009

Palabra de Misión: Vigésimoquinto Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo B - Mc. 9, 30-37



Este domingo, la liturgia nos sitúa en el capítulo 9 de Marcos, tras el exorcismo del niño con el demonio mudo (Mc. 9, 14-29). También nos hemos salteado, siguiendo la narrativa del relato marquiano, la transfiguración (Mc. 9, 1-13), leída el Segundo Domingo de Cuaresma. Como hemos explicado anteriormente, nos hallamos inmersos en la sección del camino (Mc. 8, 27 – 10, 45), por lo tanto, nos encontramos en una sección donde la formación discipular juega un papel preponderante. Los dos grandes ámbitos que Marcos relaciona con el discipulado de la Iglesia aparecen en el pasaje de hoy.

Uno de estos ámbitos es la casa. La curación de la suegra de Simón sucede en una casa (cf. Mc. 1, 29), también la curación del paralítico (cf. Mc. 2, 1), la comida con publicanos y pecadores (cf. Mc. 2, 15), la discusión familiar y con los escribas sobre la autoridad de Jesús (cf. Mc. 3, 20), la curación de la hija del jefe de la sinagoga (cf. Mc. 5, 35.38) y el diálogo con la mujer sirofenicia (cf. Mc. 7, 24). De esta manera, la casa se presenta como lugar abierto para mujeres, enfermos, pecadores y gentiles; lugar donde se establece la nueva familia mesiánica que supera los lazos sanguíneos. En la casa, también, el Maestro explica en intimidad a los discípulos cuestiones propias de su seguimiento, como por ejemplo, el problema de las leyes de pureza/impurza (cf. Mc. 7, 17), la fundamental importancia de la oración para derrotar el demonio de la muerte (cf. Mc. 9, 28), el servicio (cf. Mc. 9, 33) y el tema del divorcio (cf. Mc. 10, 10). En la casa, rodeado de sus discípulos, Jesús responde a las preguntas y dudas de sus seguidores. El otro ámbito que aparece en este pasaje es el camino. El camino, en el Evangelio según Marcos, lleva hacia Jerusalén. Este camino está marcado por tres anuncios de la pasión, justamente, anuncios sobre lo que sucederá cuando se arribe a la ciudad capital de Judea. El primer anuncio fue el que leímos el domingo anterior (cf. Mc. 8, 31), el tercer anuncio está en Mc. 10, 33-34, y el segundo es el de hoy.

La progresión de los tres anuncios lleva un ritmo que desemboca en un dramatismo crudo. En los tres anuncios, Jesús se autodenomina como el Hijo del Hombre y anuncia su muerte y resurrección a los tres días. Ese es el núcleo de los acontecimientos, la esencia de lo que sucederá. Las circunstancias y los actores, en cambio, varían con el progreso de los anuncios, desdoblándose en el primer y segundo pasaje, para completarse en el último. En el anuncio del capítulo 8, los actores son esencialmente judíos; los tres grupos que conforman el Sanedrín (ancianos, sumos sacerdotes y escribas), organismo jurídico que, tras el apresamiento de Jesús, sesionará para sentenciar a muerte al galileo blasfemo (cf. Mc. 15, 43 y Mc. 15, 1). En este mismo anuncio, las acciones previas a la muerte y resurrección son el sufrimiento y la reprobación. El anuncio del capítulo 9, el del pasaje de hoy, tiene como actores a los hombres, en general, y la acción previa es el hecho de ser entregado. La expresión ser entregado en manos de proviene, muy probablemente, de una alusión al profeta Jeremías. En este libro del Antiguo Testamento, nos hallamos que ser entregado en manos de alguien, ya sea un pueblo en manos de otro (cf. Jer. 20, 5; Jer. 32, 25.28; Jer. 34, 20) israelitas en manos de un rey extranjero (cf. Jer. 20, 4; Jer. 29, 21; Jer. 32, 3; Jer. 34, 2), o un hombre en manos de sus enemigos (cf. Jer. 26, 24; Jer. 38, 16; Jer. 39, 17), es una determinación divina marcada por su oráculo. Es Yahvé quien decide quiénes son entregados en las manos de quién, y la historia se realiza en torno a esa voluntad superior. Cuando Jesús anuncia que será entregado en manos de los hombres, deja traslucir una intencionalidad de Dios, que no desea el sufrimiento de su Hijo, pero que lo ha puesto en la tierra con un mensaje claramente molesto para los poderes, por lo tanto, lo ha entregado en manos de los hombres. Este segundo anuncio es el más breve de los tres, pero el más teológico. Así como en Jeremías, el pueblo y el profeta son entregados a situaciones de muerte, o salvados de ella, por disposición del plan salvífico, de la misma manera el Hijo del Hombre, con su dinámica de camino hacia Jerusalén, muerte y resurrección, se inserta en ese plan asumiéndolo. El mensaje teológico no habla de predestinación ni mucho menos, sino que enmarca el hecho kerygmático (Jesús muerto y resucitado) en la historia de la salvación guiada por Dios para llegar a buen puerto. La vida de Jesús no es un acontecimiento más en el devenir humano, sino su centro. Finalmente, el tercer anuncio recapitula los anteriores y expresa, más largamente, lo inminente del libro. Es el único anuncio que menciona Jerusalén, identificándola con el sitio de la ejecución; se establece que primero el Hijo del Hombre será entregado a sumos sacerdotes y escribas (pueblo judío), quienes condenarán y entregarán a los gentiles (pueblo romano), los cuales se burlarán, lo escupirán, azotarán y matarán (cf. Mc. 15, 19-20). A los tres días sucederá la resurrección. En este tercer anuncio aparece el judaísmo como responsable (Jerusalén, sumos sacerdotes y escribas), algo propio del primer anuncio; pero a la par, los gentiles completan el cuadro, formando así el gran grupo responsable de todos los hombres, algo propio del segundo anuncio. La idea teológica de ser entregado se repite, en este tercer anuncio, por partida doble, pues el Hijo del Hombre será entregado a los judíos, quienes a su vez lo entregarán a los gentiles.

En este camino que recorren los discípulos, que es el camino de su seguimiento de Jesús, la incomprensión de ellos se hace manifiesta constantemente. En primer lugar, tras el anuncio de la pasión que leemos hoy, temen preguntar a su Maestro el significado de su profecía. Al cortar esta vía de comunicación con Él, se concentran en la comunicación entre ellos, que termina siendo discusión sobre quién es el mayor. Jesús, entonces, se sienta, según la posición de enseñanza de los rabinos, y como ya lo había hecho a orillas del mar de Galilea para enseñar a la multitud (cf. Mc. 4, 1). Luego convoca a los Doce. Aquí parecería que los Doce son los que han estado discutiendo en el camino, pero en el versículo 30 se habla de discípulos. Ya en el capítulo 6 del Evangelio según Marcos nos encontramos con una sucesión de menciones distintas que dificultan señalizar si los Doce son los mismos que los discípulos o éstos últimos conforman un grupo mayor distinto (cf. Mc. 6,7.30.35). Lo cierto es que la paradoja sobre ser último para ser primero es dirigida a los Doce, presentándoles un estilo de vida, un estilo de discipulado, que parece ilógico ante cualquier planteamiento humano. Quien quiera ser el primero, o sea, quien quiera ser considerado mayor a los demás, debe ser el último, siendo el servidor de todos. El servicio (diakonía en griego) es una característica intrínseca al discípulo de Jesús, y así lo hace notar el relato marquiano cuando menciona que la suegra de Simón se puso a servirles tras ser curada (cf. Mc. 1, 31), cuando Jesús iguala su vida entregada al servicio (cf. Mc. 10, 45), y cuando velada, pero intencionadamente, se nos demuestra que las mujeres que han subido desde Galilea y han permanecido hasta el pie de la cruz, son las que le seguían y servían (cf. Mc. 15, 41). Estas mujeres son discípulas, pues tienen como características que las definen su seguimiento por el camino hacia Jerusalén y su actitud de servicio, de diakonía. No se puede ser discípulo sin acaparar para sí el último lugar, en sentido contrario al mundo que intenta por todos los medios arrebatar los primeros puestos. La lógica del Reino es lógica inversa, lógica que significa hacerse último, como el Maestro se vuelve condenado a muerte, último entre los miserables del Imperio Romano; y significa hacerse servidor, como el Maestro que da la vida para servir a la humanidad, y como las mujeres al pie de la cruz, discípulas fieles, que no sólo sirven a su Maestro en Galilea, cuando todo es alegría y paz, sino que también suben a la Jerusalén de la crucifixión.

En medio de la enseñanza en la casa de Cafarnaún, un niño entra en escena y Jesús lo estrecha entre sus brazos. A primera vista, esta irrupción parece descontextualizada, sobre todo por la frase del Maestro que habla de que recibir a un niño en su nombre es recibir al mismo Jesús y a Aquel que lo envió. ¿Por qué esta frase dentro de la enseñanza sobre el servicio? ¿Por qué en la intimidad de la casa con los Doce aparece de la nada un niño? ¿Cuál es la relación entre la recepción de un niño en el nombre de Jesús y el hecho de hacerse último sirviendo? Probablemente, sea más fácil contextualizarnos si el verbo recibir (decomai en griego) lo traducimos como apropiarse o apoderarse. No se trata de tomar posesión de un niño como si se tratase de una propiedad o un objeto, sino de hacer propia la condición del niño en el ambiente judío, o sea, la condición de relegado, de no tenido en cuenta, de insignificante. Para el judaísmo, el niño vale en cuanto es en potencia un adulto, pero no tiene cuantía en su estado actual. Cuando el Maestro habla de recibir a un niño en su nombre, puede que se refiera a tomar la condición de insignificante en su nombre. Quien reciba gustoso esa situación postrera, recibe al Hijo que la asumió y al Padre que lo envió. De esta manera, la frase de Jesús se contextualiza mejor, y el personaje del pequeño introducido sorpresivamente en la escena cobra sentido como figura plástica para la explicación. ¿Cómo servir siendo último? Tomando la condición del relegado, del que nada se espera, haciéndose niño en cuanto ser despreciado por los adultos que toman las decisiones. El niño/discípulo tiene valor en sí mismo, pero la sociedad cree que no, que no vale, y por eso lo relega. Aún así, el niño/discípulo no desea ser adulto para ingresar al ámbito de las decisiones importantes, porque sabe que su decisión de seguimiento del Hijo del Hombre es la más importante de todas, y aunque nadie repare en él o ella, sigue el camino del Maestro, que desde el servicio dio la vida en abundancia.

La misión es un servicio. Para algunos es la oportunidad de escapar, para otros es un camino de reconocimiento, para muchos es una molestia. El misionero es, le pese a quien le pese, un servidor. No hay evangelización que prescinda del servicio, porque entonces prescindiría del modelo propuesto por Jesús. Y no es una pérdida de tiempo trabajar con las personas para que entiendan que verdaderamente la comunicación de la Buena Noticia no se realiza desde el afán de proselitismo o conquista, sino desde el amor y el ofrecimiento de una realidad que salva y libera. Es muy difícil creer en la misión desde esa perspectiva, pero no hay otra perspectiva posible que sea fiel al Hijo del Hombre, al hombre más hombre, al humano más perfectamente humano. Justamente, la Buena Noticia viene a perfeccionar la humanidad, no en línea evolucionista, sino como luz divina que descubre el origen y el sentido de la existencia. Ninguna mujer ni varón alguno puede hacerse pleno sin pasar por la liberación de la cruz y la resurrección. Se pueden alcanzar estados felices, gozos momentáneos, bienestares, pero nunca plenitud, pues la cumbre del ser humano es el Dios encarnado; esa es la cima, esa es la perfección que, en la carne, nos plenifica. Dar a conocer esa posibilidad de plenitud, a la que todos los corazones aspiran, no puede ser menos que un servicio.

La tarea espiritual del misionero consiste en discernir la intencionalidad con la que asume ese servicio. Así habla Pablo de los sarcásticamente llamados súper-apóstoles (cf. 2Cor. 11, 5), aquellos que “se recomiendan a sí mismos, midiéndose a sí mismos según su opinión y comparándose consigo mismos” (2Cor. 10, 12). El misionero vive el riesgo de exaltarse con su propio egocentrismo a cada instante, animándose con su propia recomendación, y llegando con la misma a puestos de privilegios. A veces, la misma estructura eclesial se ha encargado de crear espacios jerárquicos donde unos son más que otros; más reconocidos, más adulados, con más acceso, con más permisiones. Gran número de misioneros se sienten tentados por esos espacios jerárquicos que hasta resultan lógicos para aquel que se ha fatigado y que ha servido. Lo interesante del planteo de la diakonía en el Evangelio según Marcos, es que las mujeres la demuestran permaneciendo al pie de la cruz tras haber subido a Jerusalén, la sede del poder que asesina a los profetas. Si nuestro servicio tiene un fin que se expresa en llegar a ocupar un lugar de honor, entonces no es servicio cristiano. La medida es estar dispuestos a subir a Jerusalén (enfrentarse con los poderes, mirar la muerte cara a cara, llegar hasta lo íntimo del anti-Reino y seguir predicando el Evangelio) y estar al lado de la cruz (acompañar a los crucificados de la historia, demostrar fidelidad cuando nadie lo hace, exhibir públicamente la cercanía con los marginados del sistema).

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WebJCP | Abril 2007