LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ (FIESTA)

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 3, 13-17

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 3, 13-17
Jesús dijo:
«Nadie ha subido al cielo,
sino el que descendió del cielo,
el Hijo del hombre que está en el cielo.
De la misma manera, que Moisés
levantó en alto la serpiente en el desierto,
también es necesario
que el Hijo del hombre sea levantado en alto,
para que todos los que creen en Él
tengan Vida eterna.
Sí, Dios amó tanto al mundo,
que entregó a su Hijo único
para que todo el que cree en Él no muera,
sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo
para juzgar al mundo,
sino para que el mundo se salve por Él».
Una fiesta como la de hoy, la “Exaltación de la Santa Cruz”, puede dar pie a una de esas frecuentes acusaciones contra el cristianismo: de “dolorismo”, culto al sufrimiento y enemistad con las alegrías de la vida. Por otro lado, a este propósito se alza una nueva objeción, esta vez directamente contra Dios: ¿qué hace Dios contra el mal? ¿Por qué lo consiente? ¿No es cierto que, según defienden incluso algunos creyentes, Dios se sirve del mal (las catástrofes naturales, las enfermedades, el sufrimiento, en suma) para castigarnos por nuestros pecados? Es lo que parece dar a entender hoy la primera lectura. ¿Es posible creer en un Dios así? Las situaciones extremas de infortunio y sufrimiento dan pie, a veces, para volverse a Dios, pero también, como vemos, para volverse contra Él. ¿Qué nos dice a este respecto la fiesta de hoy? ¿Cómo responde a estos graves interrogantes la cruz de Jesucristo?
Ante todo hay que decir que los textos bíblicos deben ser leídos en el contexto de toda la revelación. Y la clave decisiva para entender textos difíciles del Antiguo Testamento, como el de hoy, es la Palabra y definitiva revelación que es Jesucristo. Jesús nos dice, también hoy, que Dios no quiere condenar al mundo, sino salvarlo, es decir, que Dios no castiga a nadie: es el hombre el que se castiga a sí mismo y se pone en trance de autodestrucción cuando se aleja de Dios, esto es, de su verdad más íntima. Ante el mal y el pecado Dios reacciona sólo con el poder de su acción creadora (y nunca destructiva), restableciendo y sanando y, para ello, en Cristo se abaja y se acerca al hombre, asume sus limitaciones, sufre con los que sufren, muere con los que mueren. Así, precisamente en la cruz, hace presente en el corazón mismo del misterio del mal y del sufrimiento ese amor con el que “tanto amó Dios al mundo”, y rehace pacientemente (en el doble sentido de la palabra: con paciencia y con padecimiento) los vínculos que el hombre ha roto por el pecado.
No es dolorismo y gusto por el sufrimiento lo que celebra esta “exaltación de la Santa Cruz”, sino la afirmación de un amor más fuerte que el pecado, el sufrimiento y la muerte. Acoger la cruz de Cristo significa acoger al Cristo que se ha abajado hasta la muerte, y acoger a Cristo significa a su vez inclinarse con solicitud hacia el Cristo que sufre en los que sufren hoy de tantas maneras, reproduciendo en nosotros el movimiento de Dios hacia la humanidad.
«Nadie ha subido al cielo,
sino el que descendió del cielo,
el Hijo del hombre que está en el cielo.
De la misma manera, que Moisés
levantó en alto la serpiente en el desierto,
también es necesario
que el Hijo del hombre sea levantado en alto,
para que todos los que creen en Él
tengan Vida eterna.
Sí, Dios amó tanto al mundo,
que entregó a su Hijo único
para que todo el que cree en Él no muera,
sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo
para juzgar al mundo,
sino para que el mundo se salve por Él».
Una fiesta como la de hoy, la “Exaltación de la Santa Cruz”, puede dar pie a una de esas frecuentes acusaciones contra el cristianismo: de “dolorismo”, culto al sufrimiento y enemistad con las alegrías de la vida. Por otro lado, a este propósito se alza una nueva objeción, esta vez directamente contra Dios: ¿qué hace Dios contra el mal? ¿Por qué lo consiente? ¿No es cierto que, según defienden incluso algunos creyentes, Dios se sirve del mal (las catástrofes naturales, las enfermedades, el sufrimiento, en suma) para castigarnos por nuestros pecados? Es lo que parece dar a entender hoy la primera lectura. ¿Es posible creer en un Dios así? Las situaciones extremas de infortunio y sufrimiento dan pie, a veces, para volverse a Dios, pero también, como vemos, para volverse contra Él. ¿Qué nos dice a este respecto la fiesta de hoy? ¿Cómo responde a estos graves interrogantes la cruz de Jesucristo?
Ante todo hay que decir que los textos bíblicos deben ser leídos en el contexto de toda la revelación. Y la clave decisiva para entender textos difíciles del Antiguo Testamento, como el de hoy, es la Palabra y definitiva revelación que es Jesucristo. Jesús nos dice, también hoy, que Dios no quiere condenar al mundo, sino salvarlo, es decir, que Dios no castiga a nadie: es el hombre el que se castiga a sí mismo y se pone en trance de autodestrucción cuando se aleja de Dios, esto es, de su verdad más íntima. Ante el mal y el pecado Dios reacciona sólo con el poder de su acción creadora (y nunca destructiva), restableciendo y sanando y, para ello, en Cristo se abaja y se acerca al hombre, asume sus limitaciones, sufre con los que sufren, muere con los que mueren. Así, precisamente en la cruz, hace presente en el corazón mismo del misterio del mal y del sufrimiento ese amor con el que “tanto amó Dios al mundo”, y rehace pacientemente (en el doble sentido de la palabra: con paciencia y con padecimiento) los vínculos que el hombre ha roto por el pecado.
No es dolorismo y gusto por el sufrimiento lo que celebra esta “exaltación de la Santa Cruz”, sino la afirmación de un amor más fuerte que el pecado, el sufrimiento y la muerte. Acoger la cruz de Cristo significa acoger al Cristo que se ha abajado hasta la muerte, y acoger a Cristo significa a su vez inclinarse con solicitud hacia el Cristo que sufre en los que sufren hoy de tantas maneras, reproduciendo en nosotros el movimiento de Dios hacia la humanidad.
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