Por Marta Heleno, aci
No olvidaré jamás esos ojos verdes, enormes, que me encontré el otro día en la estación de Entrevías. Ella era negra, yo blanca; yo bajaba y ella subía, y nuestras miradas se cruzaron por un instante. Noté que lloraba, pero desvié los ojos, algo incómoda por haber entrado inadvertidamente en su intimidad.
Cuando el tren se fue, esas lágrimas gordas de los grandes ojos verdes se quedaron conmigo en el andén. Me vino a la memoria un poema de Antonio Gedeão - poeta portugués y también catedrático de Química - llamado “lágrima de negra”. El poeta cuenta, en versos sencillos y agudos, que un día le pidió a una negra una de sus lágrimas, para analizar. Después de varios ensayos y experimentos, concluye: “Ni pizca de negro / ni vestigios de odio / Agua (tan sólo) / y cloruro de sodio”…
Así de sencillo: las lágrimas nos hermanan en esta gran aventura de ser HUMANOS. Ignoro si la mujer de los ojos verdes lloraba de alegría o de tristeza, pero sé que sus lágrimas despertaron las mías, me sacaron de mi “pequeño mundo” y me llamaron a lo que realmente soy: una más, “una de tantas” entre las hijas e hijos de Dios.
Es bonito descubrir que las lágrimas – que justamente impiden una visión clara del exterior – nos ayudan a conocernos mejor internamente: ya he llorado de alegría y de dolor, de tristeza y de agradecimiento; he llorado de compasión y de arrepentimiento; ante la Vida y ante la Muerte. En general, lloro ante todo lo que me abruma, me desconcierta y me sobrepasa. Y en esas lágrimas encuentro siempre –aunque a veces mucho tiempo después– una gran alegría al descubrirme frágil y pequeña, necesitada del otro (¡y del Otro!), pero también profundamente VIVA, despierta, capaz de vibrar por dentro con lo que pasa a mi alrededor.
Algo así ha debido de pasar con los discípulos que, metidos en el Cenáculo, no acababan de creer en la Resurrección de Jesús. De repente, vino un ruido del cielo y sintieron que les invadía –como lenguas de fuego– un fuerte deseo de "conectar" con los demás, de hacerse uno con ellos, de hablarles en su propia lengua; de anunciarles un Dios que se hizo HOMBRE, profundamente humano, un Hombre que se conmovía y se turbaba, que hablaba el lenguaje de los humildes y los sencillos, que vibraba intensamente con la Vida y lloró amargamente la muerte de su amigo Lázaro… ¡Es Pentecostés!
Es verdad: todos esperamos el día en el que Dios “enjugará toda lágrima, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas” [Ap.21,4]…Pero, mientras me siento llamada a colaborar con Cristo para que llegue el Reino, prefiero dejarme conmover y acercarme a la Vida y al Dolor ajenos con lágrimas en los ojos…Porque, ¿sabéis?, el otro día, unos ojos verdes, enormes, me han enseñado una GRAN VERDAD: que, en las lágrimas, nos descubrimos HERMANOS, y también HIJOS, frágiles y pequeños.
Cuando el tren se fue, esas lágrimas gordas de los grandes ojos verdes se quedaron conmigo en el andén. Me vino a la memoria un poema de Antonio Gedeão - poeta portugués y también catedrático de Química - llamado “lágrima de negra”. El poeta cuenta, en versos sencillos y agudos, que un día le pidió a una negra una de sus lágrimas, para analizar. Después de varios ensayos y experimentos, concluye: “Ni pizca de negro / ni vestigios de odio / Agua (tan sólo) / y cloruro de sodio”…
Así de sencillo: las lágrimas nos hermanan en esta gran aventura de ser HUMANOS. Ignoro si la mujer de los ojos verdes lloraba de alegría o de tristeza, pero sé que sus lágrimas despertaron las mías, me sacaron de mi “pequeño mundo” y me llamaron a lo que realmente soy: una más, “una de tantas” entre las hijas e hijos de Dios.
Es bonito descubrir que las lágrimas – que justamente impiden una visión clara del exterior – nos ayudan a conocernos mejor internamente: ya he llorado de alegría y de dolor, de tristeza y de agradecimiento; he llorado de compasión y de arrepentimiento; ante la Vida y ante la Muerte. En general, lloro ante todo lo que me abruma, me desconcierta y me sobrepasa. Y en esas lágrimas encuentro siempre –aunque a veces mucho tiempo después– una gran alegría al descubrirme frágil y pequeña, necesitada del otro (¡y del Otro!), pero también profundamente VIVA, despierta, capaz de vibrar por dentro con lo que pasa a mi alrededor.
Algo así ha debido de pasar con los discípulos que, metidos en el Cenáculo, no acababan de creer en la Resurrección de Jesús. De repente, vino un ruido del cielo y sintieron que les invadía –como lenguas de fuego– un fuerte deseo de "conectar" con los demás, de hacerse uno con ellos, de hablarles en su propia lengua; de anunciarles un Dios que se hizo HOMBRE, profundamente humano, un Hombre que se conmovía y se turbaba, que hablaba el lenguaje de los humildes y los sencillos, que vibraba intensamente con la Vida y lloró amargamente la muerte de su amigo Lázaro… ¡Es Pentecostés!
Es verdad: todos esperamos el día en el que Dios “enjugará toda lágrima, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas” [Ap.21,4]…Pero, mientras me siento llamada a colaborar con Cristo para que llegue el Reino, prefiero dejarme conmover y acercarme a la Vida y al Dolor ajenos con lágrimas en los ojos…Porque, ¿sabéis?, el otro día, unos ojos verdes, enormes, me han enseñado una GRAN VERDAD: que, en las lágrimas, nos descubrimos HERMANOS, y también HIJOS, frágiles y pequeños.
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