Publicado por Esquila Misional
Con 73 años de edad, el padre José Mochetta nos reseña la manera como Dios se ha hecho presente en su sosegado peregrinar misionero. Desde Centroamérica, él nos cuenta cómo nació su vocación misionera comboniana y nos comparte su experiencia desde estas tierras.
Gracias a la lectura de una colección de libros llamada «Vidas de Jesucristo» y al descubrimiento de la vida y teología de san Pablo, nació en mí un sentimiento profundo hacia Cristo y de ahí surgió mi vocación misionera. En ese entonces me cuestioné: Si en Cristo se encuentra la plena realización, ¿por qué no asumo la tarea de anunciarlo a los que no lo conocen?, ¿estaré capacitado para asumir el reto de la vida misionera? Estas interrogantes me forzaron a dar el salto de la «quietud» de la Iglesia diocesana de aquel tiempo al mundo desconocido de la misión. A un año de ordenarme sacerdote entré con los combonianos. Años más tarde, me encontraba de misión en México, y luego en Centroamérica.
Experiencia en Centroamérica
Los nueve años de trabajo misionero en Puerto Limón, Costa Rica, fueron bellísimos. Casi la totalidad de la población se componía de «bautizados no evangelizados». La única ocasión para acercarse a la Iglesia era cuando llegaba el sacerdote a bautizar. Nuestro lema siempre fue: venimos a evangelizar, no a bautizar.
Ofrecimos a todos los centroamericanos el kerigma en forma de experiencias de fe, acomodadas al ambiente, a la cultura y a las edades de las personas. La unidad del equipo misionero, la claridad en los objetivos y la constancia en el trabajo, en un marco de pobreza gozosa, fueron los ingredientes humanos de esta experiencia misionera. E1 resto lo puso la gracia de Dios y nosotros fuimos testigos de su eficacia. Se formaron las comunidades de fe y aún somos testigos de que la mayoría de los que recibieron el «anuncio» siguen perseverando a la distancia de los años y a pesar de los cambios de personas y de métodos pastorales.
La etapa final
Yo no camino solo, por eso agradezco a Dios la vida comunitaria; creo que no podría vivir sin ella. Quiero subrayar un aspecto importante del que Dios se ha servido para marcar mi vida: el encuentro con personas que han compartido su vivencia cristiana a través de sus vidas y de sus libros. Creo que más allá de «beber del propio pozo» he bebido de «otros pozos», esa agua fresca y sabrosa que es la espiritualidad, y que me ha hecho muchísimo bien. Podría enumerar varios libros, pero sólo citaré uno: el del cardenal Carlos María Martini, que, con los textos de sus ejercicios espirituales, desde hace más de 30 años me ha guiado al encuentro vivo con la Palabra de Dios.
Ahora me encuentro en la etapa final de mi vida misionera. Al mirar atrás puedo afirmar que no me arrepiento; sé en quien he puesto mi confianza. Mientras más voy avanzando en la vida y acercándome a la cima, más me lleno de asombro y agradecimiento.
Aún no he llegado a la meta, no soy perfecto, pero hoy puedo mirar con humorismo hasta mis defectos, porque no me voy a ganar la salvación «con la justicia que viene del cumplimiento de la ley, sino con la que me viene de Dios, por la fe en Cristo Jesús», como decía san Pablo.
No quiero jubilarme. Le pido al Señor poder vivir con alegre radicalidad estos momentos finales, en espera de que se manifieste en plenitud el kerigma evangélico: la Vida, que es Cristo Jesús. Doy gracias a Dios porque él ha guiado mi vida con mucho amor, con muchísima paciencia y con infinita misericordia. También doy gracias a toda la gente que he encontrado en mi camino.
Gracias a la lectura de una colección de libros llamada «Vidas de Jesucristo» y al descubrimiento de la vida y teología de san Pablo, nació en mí un sentimiento profundo hacia Cristo y de ahí surgió mi vocación misionera. En ese entonces me cuestioné: Si en Cristo se encuentra la plena realización, ¿por qué no asumo la tarea de anunciarlo a los que no lo conocen?, ¿estaré capacitado para asumir el reto de la vida misionera? Estas interrogantes me forzaron a dar el salto de la «quietud» de la Iglesia diocesana de aquel tiempo al mundo desconocido de la misión. A un año de ordenarme sacerdote entré con los combonianos. Años más tarde, me encontraba de misión en México, y luego en Centroamérica.
Experiencia en Centroamérica
Los nueve años de trabajo misionero en Puerto Limón, Costa Rica, fueron bellísimos. Casi la totalidad de la población se componía de «bautizados no evangelizados». La única ocasión para acercarse a la Iglesia era cuando llegaba el sacerdote a bautizar. Nuestro lema siempre fue: venimos a evangelizar, no a bautizar.
Ofrecimos a todos los centroamericanos el kerigma en forma de experiencias de fe, acomodadas al ambiente, a la cultura y a las edades de las personas. La unidad del equipo misionero, la claridad en los objetivos y la constancia en el trabajo, en un marco de pobreza gozosa, fueron los ingredientes humanos de esta experiencia misionera. E1 resto lo puso la gracia de Dios y nosotros fuimos testigos de su eficacia. Se formaron las comunidades de fe y aún somos testigos de que la mayoría de los que recibieron el «anuncio» siguen perseverando a la distancia de los años y a pesar de los cambios de personas y de métodos pastorales.
La etapa final
Yo no camino solo, por eso agradezco a Dios la vida comunitaria; creo que no podría vivir sin ella. Quiero subrayar un aspecto importante del que Dios se ha servido para marcar mi vida: el encuentro con personas que han compartido su vivencia cristiana a través de sus vidas y de sus libros. Creo que más allá de «beber del propio pozo» he bebido de «otros pozos», esa agua fresca y sabrosa que es la espiritualidad, y que me ha hecho muchísimo bien. Podría enumerar varios libros, pero sólo citaré uno: el del cardenal Carlos María Martini, que, con los textos de sus ejercicios espirituales, desde hace más de 30 años me ha guiado al encuentro vivo con la Palabra de Dios.
Ahora me encuentro en la etapa final de mi vida misionera. Al mirar atrás puedo afirmar que no me arrepiento; sé en quien he puesto mi confianza. Mientras más voy avanzando en la vida y acercándome a la cima, más me lleno de asombro y agradecimiento.
Aún no he llegado a la meta, no soy perfecto, pero hoy puedo mirar con humorismo hasta mis defectos, porque no me voy a ganar la salvación «con la justicia que viene del cumplimiento de la ley, sino con la que me viene de Dios, por la fe en Cristo Jesús», como decía san Pablo.
No quiero jubilarme. Le pido al Señor poder vivir con alegre radicalidad estos momentos finales, en espera de que se manifieste en plenitud el kerigma evangélico: la Vida, que es Cristo Jesús. Doy gracias a Dios porque él ha guiado mi vida con mucho amor, con muchísima paciencia y con infinita misericordia. También doy gracias a toda la gente que he encontrado en mi camino.
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