El discurso del pan de vida que estamos leyendo en estos últimos domingos llega a un punto culminante con esta afirmación de Jesús: “El pan que yo voy a dar es mi carne por la vida del mundo”. Con esta afirmación se abre la lectura de hoy. Hay que entenderla bien porque es la frase central de todo el discurso; es la frase que revela el misterio de la Eucaristía en su doble aspecto de sacrificio y banquete sagrado.
Hasta aquí Jesús ha repetido: “Yo soy el pan de la vida... Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”. Pero aquí introduce por primera vez el concepto de “carne”. Debemos observar que en la afirmación de Jesús el sustantivo “carne” tiene dos cualificaciones: el adjetivo posesivo “mi” y la frase circunstancial “por la vida del mundo”. Ambas son fundamentales. Sin embargo, sólo primera de es-tas cualificaciones provocará el rechazo de los judíos, en tanto que la segunda pasará inadvertida.
La carne fue dada por Dios como alimento para el hombre después del diluvio. En esa ocasión Dios dijo a Noé: “Todo lo que se mueve y tiene vida os servirá de alimento... Sólo dejaréis de comer la carne con su alma, es decir, con su sangre” (Gen 9,3-4). Pero Jesús había dicho “mi carne” y es esto lo que provoca la reacción: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. Ante esta objeción Jesús no echa pie atrás, sino que reafirma lo dicho. Reproducimos sus mismas frases y su misma insistencia: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”.
Observamos que Jesús no sólo reafirma lo dicho, sino que introduce el concepto de “su sangre”, y afirma con la misma insistencia que ésta se da a beber. Los judíos no podían ingerir la sangre ni siquiera de los animales, ¡tanto menos la de un hombre! Por eso al afirmar Jesús que él dará su sangre a beber, nos orienta hacia la comprensión profunda de sus palabras. “Carne y sangre” es una expresión que designa al hombre vivo en su condición terrena. Así la usa Jesús cuando aprueba la confesión de Pedro diciendole: “No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17). Lo que Jesús quiere decir es que la comida que él va a dar es toda su Persona divina encarnada, es decir, su cuerpo vivo (según la creencia de los judíos, la vida está en la sangre, cf. Deut 12,23).
Analicemos la segunda cualificación: “por la vida del mundo”. Esta es una expresión sacrificial. Jesús no va a dar a comer su carne simplemente, sino sólo después de haber sido ofrecida en sacrificio. Está hablando entonces de un sacrificio en que la víctima se come, es decir, de un sacrificio de comunión. Los judíos tenían claro lo que era un “sacrificio de comunión”. El Cordero Pascual era un sacrificio de comunión: se ofrece a Dios sobre el altar; el altar santifica la ofrenda, pues significa que Dios la acepta como cosa suya sagrada; luego se comía, y de esta manera los comensales se sentían en comunión entre sí y todos en comunión con Dios. Pero esto no era más que una figura, “pues es imposible que sangre de toros y machos cabríos borre pecados” (Hebr 10,4). La carne y sangre de Cristo inmoladas serán, en cambio, un sacrificio grato a Dios –el único sacrificio grato- y expiará los pecados del mundo. Así se entiende que Jesús sea llamado: “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Su sacrificio procurará entonces la vida al mundo, y entrarán en posesión de esa vida los que coman su carne sacrificada y beban su sangre derramada. Ahora comprendemos el sentido de las palabras con que Jesús definió su misión: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
Todo esto adquirió luz cuando Jesús celebraba la cena pascual con sus discípulos en la víspera de su pasión. En esa ocasión tomó un pan y dijo: “Esto es mi cuerpo entregado por vosotros” (Lc 22,19). Usa la misma expresión sacrificial, que luego aclara más al tomar la copa con el fruto de la vid y decir: “Este es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros, para el perdón de los pecados”. Ese sacrificio tuvo cumplimiento al día siguiente en la cruz.
La última encíclica del Santo Padre Juan Pablo II lleva el título: “Ecclesia de Eucharistia”. Es una magnífica exposición de este misterio que todo fiel debería leer. Allí el Sumo Pontífice resume lo dicho más arriba citando el Catecismo de la Iglesia Católica: “La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión del Cuerpo y la Sangre del Señor” (N. 12).
Jesús concluye con una frase hermosa que no queremos omitir: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él”. Esta frase expresa el efecto de la Eucaristía: “Permanece en mí y yo en él”. Cuando Jesús dice “YO” está indicando su Persona divina. Este es el sujeto de esa frase. Si solamente hubiera dicho: “Permanece en mí”, podría entenderse como si nos sumergieramos en la divinidad y desaparecieramos en ella, como ocurriría si al-guien se sumerge en el mar inmenso. Por eso Jesús agrega esto otro: “Y yo permanezco en él”. ¡El Dios infinito en nosotros! Entonces no desaparecemos en la divinidad sino que mantenemos nuestra individualidad, pero animada por la vida divina que poseemos como propia. ¡Oh inefable misterio!
Hasta aquí Jesús ha repetido: “Yo soy el pan de la vida... Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”. Pero aquí introduce por primera vez el concepto de “carne”. Debemos observar que en la afirmación de Jesús el sustantivo “carne” tiene dos cualificaciones: el adjetivo posesivo “mi” y la frase circunstancial “por la vida del mundo”. Ambas son fundamentales. Sin embargo, sólo primera de es-tas cualificaciones provocará el rechazo de los judíos, en tanto que la segunda pasará inadvertida.
La carne fue dada por Dios como alimento para el hombre después del diluvio. En esa ocasión Dios dijo a Noé: “Todo lo que se mueve y tiene vida os servirá de alimento... Sólo dejaréis de comer la carne con su alma, es decir, con su sangre” (Gen 9,3-4). Pero Jesús había dicho “mi carne” y es esto lo que provoca la reacción: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. Ante esta objeción Jesús no echa pie atrás, sino que reafirma lo dicho. Reproducimos sus mismas frases y su misma insistencia: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”.
Observamos que Jesús no sólo reafirma lo dicho, sino que introduce el concepto de “su sangre”, y afirma con la misma insistencia que ésta se da a beber. Los judíos no podían ingerir la sangre ni siquiera de los animales, ¡tanto menos la de un hombre! Por eso al afirmar Jesús que él dará su sangre a beber, nos orienta hacia la comprensión profunda de sus palabras. “Carne y sangre” es una expresión que designa al hombre vivo en su condición terrena. Así la usa Jesús cuando aprueba la confesión de Pedro diciendole: “No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17). Lo que Jesús quiere decir es que la comida que él va a dar es toda su Persona divina encarnada, es decir, su cuerpo vivo (según la creencia de los judíos, la vida está en la sangre, cf. Deut 12,23).
Analicemos la segunda cualificación: “por la vida del mundo”. Esta es una expresión sacrificial. Jesús no va a dar a comer su carne simplemente, sino sólo después de haber sido ofrecida en sacrificio. Está hablando entonces de un sacrificio en que la víctima se come, es decir, de un sacrificio de comunión. Los judíos tenían claro lo que era un “sacrificio de comunión”. El Cordero Pascual era un sacrificio de comunión: se ofrece a Dios sobre el altar; el altar santifica la ofrenda, pues significa que Dios la acepta como cosa suya sagrada; luego se comía, y de esta manera los comensales se sentían en comunión entre sí y todos en comunión con Dios. Pero esto no era más que una figura, “pues es imposible que sangre de toros y machos cabríos borre pecados” (Hebr 10,4). La carne y sangre de Cristo inmoladas serán, en cambio, un sacrificio grato a Dios –el único sacrificio grato- y expiará los pecados del mundo. Así se entiende que Jesús sea llamado: “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Su sacrificio procurará entonces la vida al mundo, y entrarán en posesión de esa vida los que coman su carne sacrificada y beban su sangre derramada. Ahora comprendemos el sentido de las palabras con que Jesús definió su misión: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
Todo esto adquirió luz cuando Jesús celebraba la cena pascual con sus discípulos en la víspera de su pasión. En esa ocasión tomó un pan y dijo: “Esto es mi cuerpo entregado por vosotros” (Lc 22,19). Usa la misma expresión sacrificial, que luego aclara más al tomar la copa con el fruto de la vid y decir: “Este es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros, para el perdón de los pecados”. Ese sacrificio tuvo cumplimiento al día siguiente en la cruz.
La última encíclica del Santo Padre Juan Pablo II lleva el título: “Ecclesia de Eucharistia”. Es una magnífica exposición de este misterio que todo fiel debería leer. Allí el Sumo Pontífice resume lo dicho más arriba citando el Catecismo de la Iglesia Católica: “La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión del Cuerpo y la Sangre del Señor” (N. 12).
Jesús concluye con una frase hermosa que no queremos omitir: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él”. Esta frase expresa el efecto de la Eucaristía: “Permanece en mí y yo en él”. Cuando Jesús dice “YO” está indicando su Persona divina. Este es el sujeto de esa frase. Si solamente hubiera dicho: “Permanece en mí”, podría entenderse como si nos sumergieramos en la divinidad y desaparecieramos en ella, como ocurriría si al-guien se sumerge en el mar inmenso. Por eso Jesús agrega esto otro: “Y yo permanezco en él”. ¡El Dios infinito en nosotros! Entonces no desaparecemos en la divinidad sino que mantenemos nuestra individualidad, pero animada por la vida divina que poseemos como propia. ¡Oh inefable misterio!
0 comentarios:
Publicar un comentario