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Vienen a Jesús dos hermanos de los primeros que se unieron a Él en el camino del discipulado. Son Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo. Por Mc 1, 19-20 ya conocemos su parentesco con Zebedeo, probablemente una especie de empresario marítimo del Mar de Galilea, con algunas barcas y empleados a su cargo. Quizás una empresa pequeña y familiar, lo que no quita que esta familia se diferencie del resto de las familias galileas, las cuales apenas si podían sobrevivir a diario. Es difícil trasladar las categorías sociales actuales a la Palestina de aquella época, pero podemos hablar de que pertenecerían a una clase media, con más holgura económica que la gran clase baja pobre constituida por campesinos, jornaleros y trabajadores manuales.
Cuando se unen al camino de Jesús, Santiago y Juan aparecen muy ligados a Pedro. Son los tres discípulos privilegiados que presencian eventos únicos junto al Maestro: el milagro de la hija del jefe de la sinagoga (cf. Mc 5, 37), la transfiguración (cf. Mc 9, 2), la explicación sobre los signos de los últimos tiempos (cf. Mc 13, 3, en este caso junto a Andrés) y la oración agónica en Getsemaní (cf. Mc 14, 33). Creer que estamos ante los privilegiados frente al resto puede resultar un error de hermenéutica. Posiblemente estemos ante los tres más duros de entendimiento, que deben ser instruidos con más ahínco para comprender el sentido de la cruz, de la muerte-vida. En la perspectiva del Jesús histórico y de la Iglesia primitiva, quizás sí sea correcto hablar de estos tres como los pilares de fe, como las cabezas apostólicas, pero en el relato de Marcos son las cabezas duras. La hija del jefe de la sinagoga pasa de la muerte a la vida, la transfiguración trasciende la vida mostrando reflejos de resurrección, el discurso escatológico del capítulo 13 envuelve la existencia en una atmósfera de final entre tribulaciones que despierta a la nueva creación, y en Getsemaní el Hijo de Dios agoniza en el portón de su pasión. Todos estos eventos son una enseñanza clave para los discípulos que no quieren asumir la cruz como camino mesiánico.
Esto vale también para las escenas de Pedro solo, y para esta escena que analizamos ahora, donde Santiago y Juan vienen con un pedido fuera de contexto en el proyecto del Reino de Dios. Estos tres discípulos necesitan aprender constantemente que no se trata de éxito, sino de fidelidad al proceso; no se trata de tomar el trono y reinar sobre los demás, sino destruir los tronos para que todos sirvan.
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Ante una petición que se avecina, Jesús pregunta qué quieren que Él haga. Hay una pregunta similar de Jesús unos versículos más adelante, dirigida al ciego de Jericó (cf. Mc 10, 51), lo cual tiene sentido, porque analizando la escena de este ciego descubriremos que es un personaje representativo del camino que deben hacer los discípulos. El ciego pedirá ver, pedirá luz. Los hijos de Zebedeo pedirán algo muy distinto, cuando en realidad deberían haber pedido como el ciego.
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Este es el pedido: sentarse uno de los hermanos a la derecha y otro a la izquierda cuando Jesús esté glorioso, cuando tenga todo su honor. Podemos inferir que los hijos de Zebedeo están pensando terrenalmente y militarmente. Para ellos, como lo es para Pedro, el Reino de Dios tiene una inmediatez y una configuración igual a los reinos imperiales, por ejemplo Roma. Entonces, cuando Jesús obtenga la victoria mesiánica, habrá un trono para que Él lo ocupe como rey, y habrá puestos cercanos a Él, ministerios, consejeros, funcionarios. Así se manejan los imperios y los gobiernos. Pues bien, estos hermanos quieren los mejores puestos del gobierno. La derecha del rey es para el que está segundo al mando, y la izquierda para el que le sigue en importancia. Al lado del rey están los hombres de confianza, los dos brazos del rey para atender asuntos.
Nosotros entendemos la palabra gloria (doxa en griego) como una proyección trans-terrenal, pero en la interpretación del Reino militarmente, la gloria es el honor de la batalla vencida, es la coronación del nuevo rey que ha derrocado al Imperio. Así lo ven los hijos de Zebedeo. Jesús tendrá la gloria de los emperadores, y hay una posibilidad de participar en esa gloria, una posibilidad de tener también honor tras la batalla, tener dignidad real.
Este es un tema que Marcos conoce de primera mano en su comunidad. La lucha por los honores y los puestos está patente, es cotidiana. Hay una puja por decidir quién debe dirigir las comunidades eclesiales. ¿Deben hacerlo los carismáticos itinerantes? ¿Deben hacerlo las comunidades locales eligiendo sus propios jefes? ¿Debe haber jefes? Este es el comienzo de la discusión. Unos versículos más adelante, Marcos dará su solución teológica. No será una solución práctica, como veremos: no dirá que hay que votar ni que se debe echar las suertes. Propondrá una manera de poder que atraviesa sí o sí el servicio. Pero sabemos que esas propuestas teológicas, a la hora de aplicarse, se disuelven. Siguen habiendo hermanos ávidos de los puestos de honor, hambrientos de ser reconocidos como hombres de poder, hombres más cercanos a Dios que el resto. Marcos sabe que, en el Reino de Dios, estos honores no significan nada y ni siquiera son compatibles con el proyecto del Reino, pero eso no quita que los mismos cristianos, perseguidos por un mundo de mayores y menores, de unos sobre otros, intenten reproducir el mismo modelo antropológico hacia adentro.
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La primera expresión en labios de Jesús es genial: no saben lo que piden. Realmente no lo saben. Están pidiendo honor en el Reino sin considerar lo que implica ese honor: abajamiento, servicio, entrega, martirio. Creen que están ante la posibilidad de un ministerio, de una secretaría, de ser funcionarios de Dios, viviendo en palacios, comiendo las mejores comidas, dirigiendo, dando órdenes, siendo servidos. Pero en realidad están pidiendo lo contrario en el paradigma del Reino de Dios: servir, no tener un lugar donde reposar, ser perseguidos, vivir lejos de los palacios, estar con los súbditos y oprimidos. Dos imágenes resumen y hacen metáfora de lo que les espera a los que quieren ser honrados en el Reino de Dios: el cáliz y el bautismo. Pero no cualquier cáliz ni cualquier bautismo, sino los mismos de Jesús.
El cáliz para beber es más fácil de entender si nos reducimos a la literatura bíblica, inclusive si nos limitamos al mismo Marcos: en la última cena ofrece Jesús la copa como sangre de alianza que se derrama por muchos (cf. Mc 14, 24) y en Getsemaní ruega al Padre que le aparte la copa (cf. Mc 14, 36). El cáliz está asociado directamente a la pasión, a la muerte que se avecina, a la sangre derramada, a los tormentos de la cruz. Jesús bebe finalmente de esa copa, y por eso puede decirse que el vino es su sangre. La pregunta aquí es si Santiago y Juan pueden beber la copa, si pueden derramar la sangre, si pueden atreverse a la cruz. Ese es el verdadero camino a los honores del Reino.
Junto al cáliz está el bautismo. Ahora sí la imagen es más difícil de rastrear. El cristianismo posterior a Jesús asociará el bautismo a la pascua, y podrá entenderse que sumergirse en las aguas es sumergirse en la muerte, pero Marcos no es tan explícito con el tema del sacramento bautismal. Una posible referencia puede ser la asociación entre las tempestades acuáticas y los desastres para el ser humano, como podría inferirse de 2Sam 22, 5. Recordemos que muchas casas construidas en terrenos arenosos podían ser arrasadas por crecimientos de ríos, y muchos pescadores conocían los peligros de los mares en su tarea. La muerte asociada al agua es del inconsciente colectivo palestino. Unida al cáliz, la imagen se clarifica en la misma dirección: bautizarse es dejarse sumergir en las aguas catastróficas, en la muerte y la tribulación. No hay manera de elevarse, de alcanzar los mejores puestos, si no se pasa por lo más bajo, por las profundidades y abismos.
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Los hermanos, firmes en su convicción, sea ésta cual fuera, aceptan ciegamente. Ellos pueden beber el cáliz y ser bautizados. Entonces, Jesús les asegura que, a partir de su convencimiento, beberán y serán bautizados. A simple vista, parece que los hijos de Zebedeo siguen pensando en los honores imperiales.
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El remate que hace Jesús de la frase también es genial. Pasarán por cáliz y bautismo, pasarán por martirio y tribulación, pero el resultado final no depende de Jesús, Él no lo concede. Los hermanos han pedido algo, Jesús ha pedido a cambio cáliz y bautismo, y finalmente les concede lo que Él ofreció y no lo que ellos pidieron. Se ha cambiado el orden de los factores, el orden de los que piden y reciben. Dios permanece imposible de manipular. No lo convencen con buenas caras y pedidos elegantes.
Hablar de lugares a la derecha y a la izquierda remite a Mc 15, 27: “Con él crucificaron a dos salteadores, uno a su derecha y otro a su izquierda”. Los lugares de honor, paradójicamente, están en la deshonra absoluta del Imperio, en la crucifixión. No son ministros ni altos magistrados los que están a cada lado de Jesús, sino la paria de Roma, condenados, expulsados para siempre de la sociedad con el destino de la muerte violenta y pública. Allí está la aparente meta del camino que quieren recorrer Santiago y Juan para convertirse en gente importante dentro de los reinados. Es un camino inverso al usual de coimas, acomodos, arreglos bajo la mesa y muerte de los demás; aquí, para el honor hay que morir uno mismo sin aplastar a la competencia.
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Los otros discípulos, lógicamente, se irritaron con los dos hermanos ventajeros. Están haciendo tratativas por su cuenta, arreglando con el Maestro quién sabe qué. Han dejado lo corporativo de los Doce por una individualización (en pareja) para diferenciarse, para ser superiores, para conseguir algo mejor que el resto.
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Jesús procederá a la enseñanza discipular. Se repite el esquema literario de Marcos donde a un anuncio de la pasión le sucede una escena de discípulos equivocados y, finalmente, el Maestro da la nota precisa corrigiendo las malas actitudes. Esta será la última enseñanza antes de ingresar a Jerusalén. Aquí se resumirá gran parte de la esencia ética del cristianismo (ética como comportamiento general, como estilo de vida, como actitud frente a la existencia).
Se parte de una constatación política que hasta hoy causa escozor al leerla con detenimiento. Los gobernantes y poderosos del mundo y de las sociedades dominan y oprimen. Presidentes, dictadores, emperadores, diputados, senadores, legisladores, dueños de empresas, grandes inversores, grandes accionistas… parece una generalización que no es justa, y mucho menos en labios de Jesús, pero tiene su potencia real. El poder destruye lo que está debajo de él, le hace sentir su peso. Hay una sola manera de construir poder, y esa forma es violenta. De lo contrario, un nuevo poderoso se hace presente y destrona al que estaba. Quien desea permanecer en las altas esferas sociales debe convertirse en opresor, de lo contrario caerá a la categoría de la gran mayoría: oprimidos. Aclaremos que Jesús no está haciendo una alusión anarquista, ni una invitación a separarse de la política; Jesús plantea una realidad de la política poderosa y ofrece el Reino de Dios como alternativa; Jesús ha hecho política toda su vida sin estar en la corte, sin ser sacerdote del Templo y sin participar en ningún movimiento político-religioso; lo cual demuestra que la alternativa es válida y posible.
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Entre los discípulos no puede ser así, como sucede con los gobernantes y poderosos. Es evidente la contraposición. El Reino de Dios no tiene nada que ver con los manejos turbios de los pasillos de los palacios, y por lo tanto, nada que ver con el pedido de Santiago y Juan. Al contrario, en el extremo opuesto, el Reino se trata de honestidad y claridad, de no oprimir, sino liberar, de no favorecerse del pobre, sino de favorecer al pobre. Es muy difícil que el Reino de Dios encaje en la esfera política del mundo. Se debe hacer el intento, pero siempre desde la alternativa, porque el sistema político es corrupto en su constitución. El Reino de Dios es honesto y liberador en su esencia. Son opuestos. Pero se desarrollan en el mismo mundo, y tienen puntos de contacto inevitables.
La paradoja es la siguiente: el que quiera ser grande, que se haga servidor. Nótese que no se opone el grande al pequeño, sino al servidor. Se asume que en los cánones sociales mundanos se interpreta el servidor como un pequeño, un insignificante. Para ser alguien hay que ser servido, tener servidumbre. Es lo que querían Santiago y Juan: tener muchos súbditos. Pues bien, como nos tiene acostumbrado Jesús, la paradoja lo cambia todo: para ser grande, enorme, gigante, hay que servir.
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Comparando la paradoja anterior, en una segunda oración que refuerza la primera, esta vez se pone en un extremo al primero y en el otro extremo al servidor. Nuevamente, en contra de lo esperado, no se opone el primero al último, sino el primero al servidor, precisamente al doulos, el esclavo en griego. Entre la servidumbre, el esclavo es el último de todos. De esta forma queda patente la oposición y bien gráfica. Ser primero en el Reino no es tener muchos esclavos, sino estar con los esclavos.
Recordemos que interpretar estas referencias como validación o no de la esclavitud es un anacronismo. Jesús no se está expresando a favor o en contra de la esclavitud, ni tampoco está invitando a la degradación humana o a la pérdida de la dignidad para que sus discípulos se esclavicen. Hay una diferencia entre la esclavitud obligada y la esclavitud por elección, que deja de ser esclavitud para convertirse en entrega y servicio. Es la misma diferencia entre el pobre por obligación y el que se hace pobre por convicción. En el primero hay una violación de su dignidad, pero en el segundo hay una dignidad profunda que le permite tomar la situación de los atropellados y asumir su condición deliberadamente. Para los discípulos, la invitación del Reino es a convertirse en servidores, últimos y esclavos, deliberadamente, por amor, como lo hace el Hijo del Hombre.
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Para muchos biblistas, este versículo es uno de los más importantes del Evangelio según Marcos, ya que se expresa allí una teología hondísima: Jesús es el rescatador de la humanidad, es el que salva en la paradoja, sirviendo, el que libera de la muerte muriendo. La idea de la muerte vicaria tiene como trasfondo a Is 53, 10-12. No es un concepto extraño al Antiguo Testamento, pero sí es un concepto que necesita ser comprendido para no malentenderlo y transformar a Dios en un sádico. La frase no dice que alguien obligue a Jesús a entregarse, ni que esto sea una exigencia de Dios Padre. Se habla del servicio y de la consecuencia del servicio, que es la vida entregada hasta las últimas consecuencias.
La palabra que traducimos como rescate en español es lutron en griego. Es un vocablo que Marcos sólo menciona en este versículo y en ninguna parte más de su libro. En la literatura griega, lutron es el precio de la libertad, lo que se pagaba por un esclavo o por un prisionero de guerra para que dejara esa condición y recobrara su condición de humano libre. En el Antiguo Testamento la idea del rescate ha estado vinculada a la liberación de una situación penosa o desfavorable, como por ejemplo Lv 21, 47-55 que estipula el rescate de un israelita que ha sido vendido a un forastero, lo cual puede hacer algún familiar del esclavo pagando un determinado precio. Sin embargo, el rescate tiene un límite, y es que “no puede un hombre redimirse ni pagar a Dios por su rescate” (Sal 49, 8), pues nadie tiene manera de escapar a la muerte, nadie tiene dinero suficiente como para pagarle al Señor por una vida eterna.
La muerte aparece como lo único que no tiene solución, ni siquiera con un pago a Dios. Y la vida eterna y plena aparece como un anhelo que no puede comprarse, por lo tanto, es algo que sólo puede llegar de la gratuidad, de la gracia. Combinando ambos elementos de la dicotomía muerte-vida, el Hijo del Hombre viene a vencer la muerte, aparentemente indestructible, y a trae vida en plenitud, imposible de comprar. Mediante el servicio hasta el martirio, el Hijo del Hombre no revierte la muerte (que sucederá indefectiblemente), pero la incorpora a un proceso de plenificación de la vida. La muerte es parte de una vitalidad progresiva, que se vitaliza (valga la redundancia) en el servicio. La resurrección no es la consecuencia del servicio, pero ciertamente es su desenlace esperado y lógico en la lógica del Reino de Dios: la vida entregada es recobrada, es gratuidad por gratuidad, gracia por gracia.
La vida que da el Hijo del Hombre es por muchos (polus polos en griego). En cantidad, la expresión designa un gran número de personas, pero en calidad, designaría la plenitud de las personas, lo que podría entenderse como todos los seres humanos. Hay una universalidad del servicio de Jesús Humano, porque en su servicio concreto histórico está sirviendo a todas las épocas y todas las poblaciones. Su rescate tiene que ver con una revelación del carácter y personalidad de Dios. Conociendo a Dios a través de Jesús es posible vivir una vida proyectada hacia lo trascendente, que se objetiva en el prójimo. Jesús nos rescata de imágenes pervertidas de Dios y de una vida vacía.
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