Hay quienes afirman que la tragedia más grave de la sociedad contemporánea es la crisis de la relación educativa. Los padres cuidan a sus hijos y los maestros enseñan a sus alumnos, pero en no pocos hogares y colegios se ha perdido «el espíritu de la educación».
Y, sin embargo, si una sociedad no sabe educar a las nuevas generaciones no conseguirá ser más humana, por muchos que sean sus avances tecnológicos y sus logros económicos. Para el crecimiento humano, los educadores son más importantes y decisivos que los políticos, los técnicos o los economistas.
Educar no es instruir, adoctrinar, mandar, obligar, imponer o manipular. Educar es el arte de acercarse al niño, con respeto y amor, para ayudarle a que se despliegue en él una vida verdaderamente humana.
La educación está siempre al servicio de la vida. Verdadero educador es el que sabe despertar toda la riqueza y las posibilidades que hay en el niño. El que sabe estimular y hacer crecer en él, no sólo sus aptitudes físicas y mentales, también lo mejor de su mundo interior y el sentido gozoso y responsable de la vida. La célebre educadora M Danielou decía que «el niño más humilde tiene derecho a una cierta iniciación a la vida interior y a la reflexión personal».
Cuando en las instituciones educativas se ahoga «el gusto por la vida», y los enseñantes se limitan a transmitir de manera disciplinada el conjunto de materias que a cada uno se le han asignado (asignaturas), allí se pierde «el espíritu de la educación».
Por otra parte, la relación educativa exige verdad. Se equivocan los educadores que para ganarse el respeto y la admiración de sus alumnos se presentan como dioses. Lo que los niños necesitan es encontrarse con personas reales, sencillas, cercanas y profundamente buenas.
Asimismo, el verdadero educador respeta al niño, no lo humilla, no destruye su autoestima. Una de las maneras más sencillas y nefastas de bloquear su crecimiento es repetirle constantemente: «no hay quien te aguante», «eres un desastre», «serás un desgraciado el día de mañana».
En la relación educativa hay además un clima de alegría, pues la alegría es siempre «signo de creación» y, por ello, uno de los principales estímulos del acto educativo. Así escribía Simone Weil: «La inteligencia no puede ser estimulada sino por la alegría. Para que haya deseo tiene que haber placer y alegría. La alegría de aprender es tan necesaria para los estudios como la respiración para los corredores».
Hace unos días se han abierto los colegios y centros de enseñanza. Miles de niños han vuelto de nuevo a sus maestros y enseñantes. ¿Quién tendrá la suerte de encontrarse con un verdadero educador o educadora? ¿Quién los acogerá con el respeto y la solicitud de aquél que un día en Cafarnaum abrazó a uno de ellos diciendo: «Quien acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí?»
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