A veces se piensa que la culpa es algo introducido en el mundo por la religión: si no existiera Dios, desaparecería el sentimiento de culpa, pues no habría «mandamientos» y cada uno podría hacer lo que quisiera según lo afirmado por Dostoiewski: «Si Dios no existe, todo está permitido».
Nada más lejos de la realidad. Ya Freud vio con claridad meridiana que la culpa acompaña siempre a la libertad y es una de las experiencias más primitivas del ser humano, pues aparece antes de que aflore la moral o la religión. Ateos y creyentes, todos experimentan la responsabilidad y la culpa. Todos han de luchar por igual contra la fuerza de su egoísmo.
La diferencia está no en la experiencia de la culpa, sino en el modo de afrontarla. El ateo vive su culpa de forma solitaria. El creyente la vive ante Dios. Esto da a la culpa una «seriedad absoluta», pero, al mismo tiempo, abre la posibilidad de enfrentarse a ella de forma positiva y esperanzada.
Lo importante es ver en qué Dios se cree. Siempre hay que recordar lo que advierte el teólogo Torres Queiruga: «Dime cómo es tu Dios, y te diré cómo es tu pecado». Si la persona vive ante un Dios justiciero que clava su mirada escrutadora e implacable sobre nuestro pecado, nada hay con mayor capacidad de culpabilizar, deprimir y destruir. Si, por el contrario, la persona siente sobre sí la mirada de un Dios perdonador, siempre dispuesto a comprender y ayudar, es difícil pensar en algo más sanante, liberador y constructivo.
Estoy convencido de que una de las tareas más urgentes en el cristianismo actual es liberarlo de no pocos malentendidos acumulados a lo largo de los siglos, para captar el verdadero rostro de Dios revelado en Jesucristo como «misericordia absoluta y perdón sin condiciones».
No es fácil, pues la psicología humana proyecta continuamente miedos, resentimientos y angustias oscureciendo su amor infinito al ser humano. Por algo un artículo fundamental del Credo nos llama a «creer en el perdón de los pecados» sin rebajarlo ni deformarlo.
La celebración de la Pasión y Muerte del Señor estos días de Semana Santa nos puede ayudar a ahondar en el amor perdonador de Dios. San Pablo resume su visión de Jesús Crucificado en esta síntesis inolvidable: «En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo y no imputando a los hombres sus transgresiones» (2 Corintios 5, 19).
Nada más lejos de la realidad. Ya Freud vio con claridad meridiana que la culpa acompaña siempre a la libertad y es una de las experiencias más primitivas del ser humano, pues aparece antes de que aflore la moral o la religión. Ateos y creyentes, todos experimentan la responsabilidad y la culpa. Todos han de luchar por igual contra la fuerza de su egoísmo.
La diferencia está no en la experiencia de la culpa, sino en el modo de afrontarla. El ateo vive su culpa de forma solitaria. El creyente la vive ante Dios. Esto da a la culpa una «seriedad absoluta», pero, al mismo tiempo, abre la posibilidad de enfrentarse a ella de forma positiva y esperanzada.
Lo importante es ver en qué Dios se cree. Siempre hay que recordar lo que advierte el teólogo Torres Queiruga: «Dime cómo es tu Dios, y te diré cómo es tu pecado». Si la persona vive ante un Dios justiciero que clava su mirada escrutadora e implacable sobre nuestro pecado, nada hay con mayor capacidad de culpabilizar, deprimir y destruir. Si, por el contrario, la persona siente sobre sí la mirada de un Dios perdonador, siempre dispuesto a comprender y ayudar, es difícil pensar en algo más sanante, liberador y constructivo.
Estoy convencido de que una de las tareas más urgentes en el cristianismo actual es liberarlo de no pocos malentendidos acumulados a lo largo de los siglos, para captar el verdadero rostro de Dios revelado en Jesucristo como «misericordia absoluta y perdón sin condiciones».
No es fácil, pues la psicología humana proyecta continuamente miedos, resentimientos y angustias oscureciendo su amor infinito al ser humano. Por algo un artículo fundamental del Credo nos llama a «creer en el perdón de los pecados» sin rebajarlo ni deformarlo.
La celebración de la Pasión y Muerte del Señor estos días de Semana Santa nos puede ayudar a ahondar en el amor perdonador de Dios. San Pablo resume su visión de Jesús Crucificado en esta síntesis inolvidable: «En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo y no imputando a los hombres sus transgresiones» (2 Corintios 5, 19).
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