No es un lugareño, es un artesano, casi un campesino nazareno. Cumple como todo varón judío la asistencia sabatina a la sinagoga ahí en la Cafarnaúm del mar de Galilea, de pescadores y publicanos, de escribas y fariseos.
Si se hubiera limitado como todos los demás a participar sumisamente del Shabbat, no estaríamos aquí discurriendo. Pero Él, en abierto desafío y para escándalo de acartonadas almas, se pone a enseñar.
Seguramente habla de Dios como Abbá!, habla desde lo que conoce en las honduras de su ser, a partir de su identidad plena, enseña desde lo que vive y respira, y entonces se desatan los asombros: se expresa con autoridad, no como los fariseos y los escribas. Ellos citaban -haciendo gala de una profusa erudición- las diversas interpretaciones que otros habían hecho de la Ley de Moisés, llevando su análisis a zonas demasiado intrincadas, que poco tenían de humanidad y mucho menos de Dios. Pura doctrina, habían resignado todo afecto y corazón en pos de la pureza fundamentalista.
Pero Jesús de Nazareth es Palabra Viva, y su autoridad -augere, esa fuerza que hace crecer- nace de sus entrañas mismas, de su corazón sagrado.
No tiene que referirse a puntillosos intérpretes de la ley, porque Él expresa a Aquel que es la vida misma, y así su relato es la mejor y más nueva de las noticias.
Allí entre la gente había un hombre poseído por un espíritu impuro, un espíritu despreciable; alienado de sí mismo, está reducido al silencio impuesto y se vuelve un objeto sin comunidad y sin Dios. Esa misma habla coartada es la que permite que grite su queja fiera ese estigma que lo hace diferente, anormal, enfermo.
Su queja es extraña: desde la singularidad de un hombre enajenado, arrecia su grito en tono plural.
Los alaridos en realidad son la rabia quejumbrosa de un sistema opresor e inhumano que retrocede frente a la presencia liberadora del Maestro. Pero siempre, indefectiblemente han de prevalecer la vida y la salud, en horizonte de plenitud. Así el Maestro acalla la brutalidad de la exclusión, la pretendida normalidad de unos pocos para que haya vida abundante para todos.
Quizás se nos haya adormecido el hambre de cierto silencio, el silencio de la tierra fértil que permite que germina y crezca fiel la semilla de eternidad, la sed insaciable de que finalice todo silencio impuesto y que por fin, en un mundo renovado, se llamen al silencio y al olvido tantos demonios de dolor y soledad.
Paz y Bien
Si se hubiera limitado como todos los demás a participar sumisamente del Shabbat, no estaríamos aquí discurriendo. Pero Él, en abierto desafío y para escándalo de acartonadas almas, se pone a enseñar.
Seguramente habla de Dios como Abbá!, habla desde lo que conoce en las honduras de su ser, a partir de su identidad plena, enseña desde lo que vive y respira, y entonces se desatan los asombros: se expresa con autoridad, no como los fariseos y los escribas. Ellos citaban -haciendo gala de una profusa erudición- las diversas interpretaciones que otros habían hecho de la Ley de Moisés, llevando su análisis a zonas demasiado intrincadas, que poco tenían de humanidad y mucho menos de Dios. Pura doctrina, habían resignado todo afecto y corazón en pos de la pureza fundamentalista.
Pero Jesús de Nazareth es Palabra Viva, y su autoridad -augere, esa fuerza que hace crecer- nace de sus entrañas mismas, de su corazón sagrado.
No tiene que referirse a puntillosos intérpretes de la ley, porque Él expresa a Aquel que es la vida misma, y así su relato es la mejor y más nueva de las noticias.
Allí entre la gente había un hombre poseído por un espíritu impuro, un espíritu despreciable; alienado de sí mismo, está reducido al silencio impuesto y se vuelve un objeto sin comunidad y sin Dios. Esa misma habla coartada es la que permite que grite su queja fiera ese estigma que lo hace diferente, anormal, enfermo.
Su queja es extraña: desde la singularidad de un hombre enajenado, arrecia su grito en tono plural.
Los alaridos en realidad son la rabia quejumbrosa de un sistema opresor e inhumano que retrocede frente a la presencia liberadora del Maestro. Pero siempre, indefectiblemente han de prevalecer la vida y la salud, en horizonte de plenitud. Así el Maestro acalla la brutalidad de la exclusión, la pretendida normalidad de unos pocos para que haya vida abundante para todos.
Quizás se nos haya adormecido el hambre de cierto silencio, el silencio de la tierra fértil que permite que germina y crezca fiel la semilla de eternidad, la sed insaciable de que finalice todo silencio impuesto y que por fin, en un mundo renovado, se llamen al silencio y al olvido tantos demonios de dolor y soledad.
Paz y Bien
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