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MISIONEROS EN CAMINO: XXVIII Domingo del T.O. (Mt 22, 1-14) - Ciclo A: CON TRAJE DE ETIQUETA
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sábado, 8 de octubre de 2011

XXVIII Domingo del T.O. (Mt 22, 1-14) - Ciclo A: CON TRAJE DE ETIQUETA



En las invitaciones o en la publicidad de algunas fiestas aparece al final una indicación como ésta: «Se exigirá traje de etiqueta». Así se nos hace saber a algunos a los que no nos gusta la etiqueta que es mejor que no nos presentemos; y se evita que gente sin clase desentone entre los privilegiados. Pero no es éste el caso del traje de fiesta del que habla el evan­gelio de hoy.

LA FIESTA

Hay una fiesta programada. Una fiesta a la que está invi­tada toda la humanidad. Un gran banquete en el que se po­drán saciar todas las hambres del ser humano.


Sí, es cierto que la situación actual de nuestro planeta es la menos indicada para hablar de fiestas, pero... no se trata de una fiesta más: «Se parece el reinado de Dios a un rey que celebraba la boda de su hijo».

La fiesta de la que habla el evangelio no es de las que sir­ven para olvidarse de los problemas de la vida de cada día. Al contrario: es la fiesta en la que empezamos a celebrar que los problemas de cada día tienen y van a ir encontrando solución; una fiesta con la que se anuncia a la humanidad que es posible superar las causas del aburrimiento y de la desgana de vivir, de la tristeza y de la mayoría de los sufrimientos que padecen los hombres a lo ancho de nuestro mundo.

El banquete -o la fiesta- de bodas es símbolo del reino de Dios, que no es el cielo, sino este mundo organizado según el proyecto de Dios. Es el mundo en el que todos los hombres comparten el alimento y la vida, el pan y la palabra, el amor y la felicidad.


LOS INVITADOS

Este mundo, esta fiesta, no se nos va a organizar por arte de birlibirloque. Estamos invitados, es cierto. Pero lo que eso significa es que Dios nos da, por medio de Jesús, el proyecto y las herramientas para que lo realicemos; pero el trabajo nos corresponde a nosotros. Dios nos invita a colaborar en la cons­trucción de un mundo en el que vayan desapareciendo las ra­zones para la desesperación y en el que, mediante la práctica de la justicia y el progresivo establecimiento de la paz, se em­piece a ver que la felicidad y la alegría van venciendo y expul­sando de una vez por todas a la tristeza; un mundo en el que las razones para vivir son cada vez más numerosas y más fuer­tes que la muerte misma, y en el que la risa no sea una ofensa al sufrimiento de los pobres, sino el anuncio del fin de la po­breza.

Pero no todos están dispuestos a llevar a cabo esta tarea, no todos quieren participar en esta fiesta de bodas. Quizá creen que si se multiplica el número de hombres que son feli­ces puede mermar su bienestar. Son los que han construido o buscan su felicidad a espaldas -o sobre las espaldas- de la mayoría. Son los primeros convidados que rechazaron la invitación, algunos con el pretexto de que estaban ocupados en sus negocios...; y otros sin dar ninguna excusa: el asunto no les convenía y, dejándose de paños calientes, asesi­naron a los mensajeros: «Envió criados para avisar a los que ya estaban convidados a la boda, pero éstos no quisieron acu­dir... Volvió a enviar criados... Pero los convidados no hicie­ron caso: uno se marchó a su finca, otro a sus negocios; los demás echaron mano de los criados y los maltrataron hasta matarlos».


EL TRAJE DE FIESTA

Pero el proyecto no iba a fracasar porque algunos lo re­chazasen; la fiesta no se iba a suspender porque los primeros invitados fueran unos groseros o unos criminales. Y la invita­ción se extendió, como estaba previsto de antemano, a todos los que quisieron aceptarla. Y los criados del Padre del novio salieron a los caminos y reunieron en la sala del banquete a todos los que encontraron, buenos y malos. No se les pedía a ninguno certificado de buena conducta, pero...

Pero uno de los que aceptaron esta nueva invitación se presentó en la sala del banquete sin el traje de fiesta: «Cuan­do entró el rey a ver a los comensales, reparó en uno que no iba vestido de fiesta, y le dijo: Amigo, ¿cómo es que has en­trado aquí sin traje de fiesta? El otro no despegó los labios. Entonces el rey dijo a los servidores: Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechi­nar de dientes. Porque hay más llamados que escogidos».

No se trata del traje de etiqueta que se exige en las fies­tas clásicas. El traje de fiesta simboliza el nuevo modo de vi­vir, es decir, el compromiso de trabajar en la construcción del reino de Dios, en convertir este mundo en una inmensa fami­lia, en hacer que la vida de los hombres sea una permanente fiesta.

La parábola, además de ser una nueva denuncia de los su­mos sacerdotes y senadores, esto es, de los responsables reli­giosos del pueblo de Israel -los primeros convidados que no quisieron aceptar la invitación-, contiene una advertencia para los cristianos: no se puede jugar con dos barajas. No se puede pretender formar parte del reino de Dios y conservar el modo de pensar del mundo este; no se puede decir que Dios es nuestro Padre sin trabajar para organizar el mundo de tal modo que los hombres podamos vivir como hermanos. Ese es el traje de fiesta que se nos exige: no un traje que nos separa a unos de otros, sino un traje que nos iguala como hijos y como hermanos.

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WebJCP | Abril 2007