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sábado, 20 de agosto de 2011

Palabra de Misión: ¿Pedro Papa o Pedro Iglesia? / Vigésimoprimero Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo A – Mt. 16, 13-20 / 21.08.11



Este es un texto con dos afirmaciones: quién es Jesús y quién es Pedro. La primera afirmación, a simple vista, es más fácil. Para nosotros, cristianos, Jesús es el Hijo de Dios, el Mesías. La segunda, sobre la persona de Pedro, es más complicada. Clásicamente, esta perícopa fue un argumento histórico de validación papal. El papado católico tiene, como piedra fundamental, este texto. A partir de la declaración de Jesús hacia Simón se ha elaborado una doctrina que, a lo largo de los años, ha ido aumentando. Pero la cuestión no es tan simple. Pedro no es, así sin más, el primer Papa. Ni siquiera podemos arriesgarnos a individualizar a Simón como único heredero de una jerarquía organizada para dirigir la comunidad cristiana. ¿A quién habla, específicamente, Jesús? ¿Al discípulo Simón, hijo de Jonás? ¿A la comunidad que confiesa por boca de Simón una fe común? ¿Al símbolo que representa Pedro? Porque, en el Evangelio según Mateo, más allá de la historicidad de Simón Pedro, está el símbolo que representa su persona. Pedro es, para el relato mateano, el discípulo modelo. En él, en sus vivencias, en sus interpretaciones, en sus acciones, el lector puede verse reflejado. Pedro es el primero de los Doce porque es una figura representativo-simbólica de los Doce, y a la larga, es figura para los cristianos que vienen después. La comunidad mateana tiene algún tipo de recuerdo de la figura del apóstol. Un buen recuerdo, seguramente. Por eso la posición privilegiada que tiene aquí y no en el Evangelio según Juan, por ejemplo. Pero ese recuerdo ha sido actualizado en vistas a la representatividad. La comunidad mateana puede verse personificada por el Pedro del Evangelio. Cuando Pedro habla es ella la que habla. Cuando Pedro se equivoca son sus errores eclesiales los que se traslucen. Cuando Pedro afirma con fe es la comunidad la que proclama su credo. Por esto, no es tan simple asociar esta escena en Cesarea de Filipo con el papado.

Además, si pensamos en el componente político del papado (jefe de Estado, con embajadores/nuncios en los otros países), difícilmente podamos congeniarlo con el sentido anti-imperial de este relato. El escenario es ya un indicador: estamos en la región que domina la ciudad Cesarea de Filipo. A unos 32km al norte del Mar de Galilea. Es territorio pagano. Cesarea, como bien lo indica su nombre, fue una ciudad construida en honor al Cesar Augusto por Herodes. Luego, Filipo la ensanchó y embelleció. Más adelante, Agripa le cambió el nombre y la llamó Neronías, en honor al emperador Nerón. Como resulta elocuente, se trata de una ciudad que es símbolo imperial. Lleva el nombre de los emperadores y nace como homenaje de reyes vasallos que le deben a Roma su puesto. Es emblema de la decadencia política judía y de la esclavitud Palestina. Es un monumento a la opresión. No podemos suponer que es casual la situación escénica. Frente a la sociedad imperial, con todo lo que ello implica, un pequeño grupo de discípulos, una comunidad, confesará abiertamente que hay un Hijo de Dios (que no es el emperador romano) que viene para ser Mesías (lo que puede entenderse como libertador, como rey del pueblo). Se trata de la confesión anti-imperial. No hay otro rey que el Hijo de Dios. No hay otro imperio que el Reino de Dios. Roma puede construir grandes edificios y ciudades hermosas, puede aplastar con sus legiones romanas, puede cobrar impuestos altísimos y someter a la población al culto al emperador, pero eso no es más que un espejismo. El verdadero Reino es el de Dios, y el que su Mesías trae.

En este contexto aparece la figura de Pedro y la Iglesia. Estamos ante el único evangelista capaz de utilizar el término Iglesia. Ni Marcos, ni Lucas ni Juan lo escriben. El término, en griego, es ekklesía, que puede traducirse por asamblea convocada. La traducción griega del Antiguo Testamento, la Septuaginta (LXX), utiliza el vocablo para traducir la qahal hebrea, asamblea de los santos que constituyen el pueblo de Dios, los justos de Israel. Pero ekklesía no es un término derivado específicamente del ámbito religioso o litúrgico. El Imperio Romano utilizaba la palabra para designar la asamblea del pueblo debidamente convocada que, junto con la boulé (consejo), expresaban la voluntad del pueblo (demos). Podemos ver la asociación, aunque germinal, con la democracia. La ekklesía era la posibilidad que tenían las gentes para expresarse sobre el gobierno de las ciudades, sobre las situaciones a resolver, sobre las decisiones que afectaban a todos. Recordando que estamos ante un símbolo imperial (Cesarea de Filipo), la mención a una Iglesia, una asamblea del pueblo convocado, es sugerente. R. A. Horsley, estudiando los escritos paulinos y, específicamente, el uso que hace Pablo del término ekklesía, concluye que el apóstol está proponiendo una sociedad alternativa. Junto a las ekklesías de las ciudades imperiales romanas debían existir las ekklesías cristianas, como opción de vida diferente, tomando el modelo de la asamblea romana, pero bajo la perspectiva cristiana. De esa forma, existiría un imperio terrenal, una Roma, pero al mismo tiempo una sociedad que viviría bajo las consignas del Reino de Dios. Este es el alcance político de la Iglesia. Una alternativa de vida, un anti-imperialismo, un modelo de participación igualitaria, desde la dignidad de los marginados.

Para Mateo, la Iglesia no puede ser derrotada por las puertas del Hades (pule Hades según el texto original griego que algunas versiones traducen como el poder de la muerte). Esta expresión es una sinécdoque. En este caso, las puertas designan la totalidad del Hades, como sucedía con las ciudades antiguas que, al tener grandes pórticos de entrada (por ser amuralladas), podían ser identificadas por sus puertas. La puerta de la ciudad era el símbolo de la ciudad misma. También, en un segundo nivel, las puertas son la fuerza de la ciudad. Cuando se atacaba un lugar, el hecho de derribar las puertas era la certeza de que la batalla estaba ganada y ese lugar iba a ser conquistado. Una puerta fuerte, difícil de derribar, corresponde a una ciudad fuerte. Las puertas del Hades son el Hades con toda su fuerza. Hades (el infierno de la mitología griega) es el vocablo que la LXX eligió para traducir el hebreo Sheol, sitio de la cosmogonía hebrea donde terminaban todos los humanos al morir, lugar de oscuridad debajo de los mares, donde los muertos están concientes de la sombra que los rodea como en un estado de suspensión. El Sheol es la cueva final donde la esperanza se acaba. Allí sólo resta esperar, a tientas, que Dios se digne a visitar a los muertos para sacarlos de su estado. La Iglesia, según Mateo, es más fuerte que eso. Está para prevalecer sobre esa fuerza de la desesperanza. La Iglesia es más poderosa que la muerte. Por eso puede ser una alternativa a la sociedad imperial que propaga la opresión con sus legiones militares. Pedro, y con él toda la comunidad eclesial, tiene las llaves del Reino, para que muchos puedan ingresar a esta forma de vida alternativa. Un texto clave para entender el significado de las llaves es Is. 22, 22, en el oráculo que habla sobre Eliaquím: “Pondré sobre sus hombros la llave de la casa de David: lo que él abra, nadie lo cerrará; lo que él cierre, nadie lo abrirá”. Eliaquím recibe las llaves davídicas, por lo tanto, tiene autoridad para abrir y para cerrar. Pedro, por la revelación de Jesús como Mesías e Hijo de Dios, ha podido abrir la comprensión al Reino y puede abrir esa comprensión a los demás. Hay un reino que es de muerte (el reino del Hades), pero la Iglesia tiene las llaves para abrir el Reino de la vida, mucho más poderoso. Del mismo modo, el poder de atar y desatar (relacionado al poder de abrir y cerrar) está en oposición a la destrucción que disemina el Hades. Así como Pedro recibe aquí el encargo, en Mt. 18, 18 es toda la comunidad eclesial la que recibe el mismo poder de atar-desatar. Toda la Iglesia tiene una responsabilidad comunional, de atar a las personas entre sí y ellas a Cristo. Atando, y no desatando, será que la Iglesia propondrá un Reino anti-imperial. La tarea de Roma es desunir a los pueblos bajo la falsa apariencia de globalización, para que parezcan conectados en la oikumene, pero en el fondo están desarmados, destruidos por dentro. El Reino de Dios, al contrario, busca la comunión verdadera, donde no hay provecho para el emperador solamente (que amplía sus territorios), sino provecho para todos.

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Cuando la Iglesia y el papado se vuelven imperialistas, este texto que leemos hoy se vuelve violentado. Cuando hay más noticias de excomuniones que de comuniones, más sesgos autoritarios, más libertad coartada, la figura de Pedro se lamenta. El anti-imperialismo que se proclama frente a Cesarea de Filipo debiese ser paradigmático para la práctica eclesial de todos los tiempos. Jesús no pensó la asamblea de sus discípulos como un espacio de poder jerárquico, donde la palabra democracia es mala palabra. La Iglesia de Jesús está pensada y sentida desde la participación igualitaria, donde vale más la expresión comunitaria que los monólogos desde las cátedras. ¿Qué diría Jesús de una comunidad que, en su nombre, posee un país y un monarca? ¿Qué diría Jesús de una comunidad que no se anima a la democracia?

Las llaves y el poder de atar-desatar no son una excusa para elevarse sobre los demás. Al contrario: son un peso, una obligación. Pedro es bienaventurado porque tiene una responsabilidad grandísima: abrir el Reino a los varones y mujeres del mundo, y realizar la comunión. Pedro tiene una tarea tan inmensa que, por lógica y sentido común, no puede ser tarea de una sola persona. No se trata de Pedro contra Roma, sino de la Iglesia toda proponiendo un modelo alternativo, una ekklesía distinta a lo conocido, parecida al Reino que predicó Jesús. No recibió Pedro unos honores principescos, ni fue constituido rey de los Doce. Pedro fue el portavoz y el símbolo de una situación que compromete a todos los discípulos: porque todos estamos llamados a abrir las puertas del Reino para que entre el que quiera, y todos estamos llamados a hacer comunión. Todos somos miembros plenos de la Iglesia, aunque no vistamos túnicas litúrgicas ni seamos monarcas de un Estado.

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WebJCP | Abril 2007