Por J. Garrido
Palabra
La fiesta de la Asunción, en medio de las vacaciones veraniegas, nos recuerda nuestra vocación más alta y definitiva, la fiesta de los resucitados en Cristo, de la victoria final de toda la humanidad sobre su principal enemigo, la muerte.
Estamos tan volcados en aprovechar las migajas de la vida, los restos de felicidad que nos concede el bienestar, que tenemos el peligro de olvidar el banquete al que hemos sido llamados.
Una vez más, los únicos que se enteran son los pobres:
— o bien, porque de ellos nadie se preocupa, sino su Dios Salvador, cantado por María (Evangelio de hoy);
— o bien, porque han descubierto, incluso en medio de la abundancia, la caducidad de todo.
María es la pobre en ambos sentidos. Nunca tuvo gran cosa, excepto su fe («Dichosa tú que has creído»). Pero su corazón rebosa de alegría.
En medio de las vacaciones, revisemos la calidad de nuestra alegría. Es triste esperar la alegría de unos días de evasión, cuando ella brota cada mañana. ¿Dónde?
En tu corazón, si tu mirada se vuelve a Dios-Padre, «en quien nos movemos y por quien existimos», misericordia entrañable.
En tus lazos afectivos: tu familia, tus amigos... Si no estás satisfecho, ¿no será porque no sabes recibir o recibes mal?, ¿no será porque quieres recibir más de lo que estás dispuesto a dar?
En tus pobrezas. Sí, lo que nos empobrece nos abre la puerta regia a la alegría esencial: Dios.
En esa situación conflictiva o desagradable, que te obliga a amar, a pesar de todo, sabiendo que no tienes otra salida.
En los momentos tranquilos, que te llevan de la mano, suavemente, a la presencia de Dios, al gozo de la interioridad, al contacto con la naturaleza, a la contemplación de los acontecimientos con un horizonte más ancho...
En María, la mujer de la esperanza, que siempre tiene el don de serenar nuestros miedos y ansiedades.
Estamos tan volcados en aprovechar las migajas de la vida, los restos de felicidad que nos concede el bienestar, que tenemos el peligro de olvidar el banquete al que hemos sido llamados.
Una vez más, los únicos que se enteran son los pobres:
— o bien, porque de ellos nadie se preocupa, sino su Dios Salvador, cantado por María (Evangelio de hoy);
— o bien, porque han descubierto, incluso en medio de la abundancia, la caducidad de todo.
María es la pobre en ambos sentidos. Nunca tuvo gran cosa, excepto su fe («Dichosa tú que has creído»). Pero su corazón rebosa de alegría.
Vida
En medio de las vacaciones, revisemos la calidad de nuestra alegría. Es triste esperar la alegría de unos días de evasión, cuando ella brota cada mañana. ¿Dónde?
En tu corazón, si tu mirada se vuelve a Dios-Padre, «en quien nos movemos y por quien existimos», misericordia entrañable.
En tus lazos afectivos: tu familia, tus amigos... Si no estás satisfecho, ¿no será porque no sabes recibir o recibes mal?, ¿no será porque quieres recibir más de lo que estás dispuesto a dar?
En tus pobrezas. Sí, lo que nos empobrece nos abre la puerta regia a la alegría esencial: Dios.
En esa situación conflictiva o desagradable, que te obliga a amar, a pesar de todo, sabiendo que no tienes otra salida.
En los momentos tranquilos, que te llevan de la mano, suavemente, a la presencia de Dios, al gozo de la interioridad, al contacto con la naturaleza, a la contemplación de los acontecimientos con un horizonte más ancho...
En María, la mujer de la esperanza, que siempre tiene el don de serenar nuestros miedos y ansiedades.
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