Esta fiesta de la Trinidad, que hoy celebramos al final de la Pascua, nos invita a pensar en nuestro Dios, e intentar acercarnos algo más al Dios en quien creemos.
Jesús nos ha revelado este misterio, es el misterio del amor, de la relación cordial de Dios con nosotros, el misterio que llamamos de la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Jesús nunca utilizó conceptos filosóficos al hablar de Dios, hablaba de Dios en bellísimas parábolas a gentes sencillas, campesinos, pescadores, pastores y las gentes le comprendían, comprendían cuál era el deseo de Dios sobre nuestra vida, les enseñaba a hablar con Dios. Les decía que Dios es un Padre bueno, Padre de todos, ama a sus hijos, aunque le ofendan, les perdona. Su vida, sus palabras nos revelan el rostro de Dios. En cada mirada, en cada palabra, en cada acción de Jesús se percibe la huella y la semejanza de Dios.
Jesús es el gran regalo de Dios Padre a la humanidad. Siguiendo sus pasos, nos atrevemos a vivir con confianza plena en Dios. Imitando su vida, aprendemos a amar, a ser compasivos como el Padre del cielo. Jesús nos señala el camino de nuestra salvación, nuestra salvación es amar como Él nos ama.
Jesús se sentía Hijo querido del Padre al que llamaba Abbá, la expresión más cariñosa para dirigirse al padre en su lengua materna, le buscaba en la soledad para comunicarse con Él, en cuanto conseguía apartarse de las gentes. Jesús nos ha enseñado a hablar con Dios con la oración más bella que todos aprendemos desde niños, el Padre nuestro.
Jesús decía a sus discípulos entristecidos al anunciarles su despedida: “El Padre y yo somos uno, me voy al Padre, os enviaré mi Espíritu -El Amor eterno entre el Padre amante y el Hijo amado-, volveré, estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”.
Así hablaba Jesús de Dios Padre, Hijo, Espíritu Santo.
Hoy al pensar en nuestro Dios nos hemos de preguntar, qué representa Dios para nuestra vida.
Dios ha hecho al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. Nos ha dicho que la persona humana, cuando ama y cuando piensa, es su mejor imagen. No hay imagen alguna más fiel, ni de mayor belleza, ni obras artísticas, ni el firmamento, ni ninguna de las maravillas que podemos contemplar. Nos ha hecho capaces de amar, como Él ama. Es su deseo, que amemos así. Nos destina a ser sus hijos. Jesús nos dice que todos los seres humanos somos hermanos suyos, hijos de Dios. Es nuestro destino, vivir un día en la felicidad de su ser.
Dios nos ha hecho responsables de su creación, de cuanto somos, de cuanto nos da, de cuanto hacemos, responsables de este mundo. Dios ha dejado bienes, riquezas, para que todos sus hijos podamos vivir con dignidad y exige que sea así. Hemos de trabajar por construir un mundo justo, de hijos suyos, de hermanos, es el destino de su gran obra, la creación. Así lo quiere Dios de nosotros.
No puede aceptar que criaturas suyas contradigan el destino de su creación, que arruinen y expolien y maltraten para su propio beneficio a personas humanas que tienen también la dignidad que Él nos ha dado de ser hijos suyos. Dios nos ama a todos sus hijos, por eso el precepto de Jesús: “amaos como Dios os ama, como yo os amo”.
La palabra que Jesús nos deja está relacionada directamente con nuestra forma de vivir, que aunque alguien pueda creer que no tiene relación directa con la religión, tiene siempre relación con la dignidad de la persona humana, con la voluntad de Dios sobre nosotros sus hijos.
Nuestras relaciones entre nosotros y con Dios están unidas estrechamente. No podemos llamar a Dios padre si nos negamos a tratar fraternalmente a los hombres y mujeres creados a imagen de Dios, Padre de todos. “El que no ama a su hermano no conoce a Dios”, dice Juan, 1Jn4,8. Cuando alguien no ama se aparta de Dios. (RnC,5).
No lo olvidemos, nos encontramos con Dios cuando amamos. Creados para amar, lo que más nos conmueve en esta vida, es cuando alguien ama más allá de lo ordinario, pone su vida, su fortuna, todo, y se entrega por los demás en acto de verdadera solidaridad. En el fondo de toda ternura, en el interior de todo encuentro amistoso, en la solidaridad desinteresada, en la entraña de todo amor, vibra el amor de Dios que ama, es el Espíritu de Dios que mora en nosotros.
Jesús que nos comunica el Espíritu, el ser íntimo de Dios, ora en nosotros y con nosotros, entonces, el Padre nos escucha y nos ama al verle a Él, nuestro hermano, que nos ayuda a cumplir su voluntad. Es el modo de vivir conscientemente con Él la realidad de nuestra vida, que un día será plena en Dios, en el Dios Trinidad que es amor compartido.
No olvidemos Jesús nos ha dado su Espíritu que mora en nosotros. Nos inspira todo lo bueno en nuestra vida, nos da energía para realizarlo. Es el mejor amigo que nos brinda el amor más fiel. Sintámonos acompañados, sepamos descansar, apoyarnos en su presencia.
Jesús nos enseñó cómo hacerlo: podemos encontrarnos con Dios con palabras, en silencio, y también con una oración que conocemos desde niños, la señal de la cruz. Al hacer la señal de la cruz con nuestra mano, desde la frente hasta el pecho y desde el hombro izquierdo hasta el derecho, consagramos nuestra persona expresando el deseo de acoger a Dios Trinidad en nosotros. Deseando que los pensamientos de nuestra mente, las palabras de nuestra boca, los sentimientos de nuestro corazón, las obras de nuestras manos, sean los de un hombre o mujer que viva "en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo".
Hagámoslo, será una ocasión de recordar que podemos vivir como hijos de Dios en cualquier momento de nuestra vida.
Jesús nos ha revelado este misterio, es el misterio del amor, de la relación cordial de Dios con nosotros, el misterio que llamamos de la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Jesús nunca utilizó conceptos filosóficos al hablar de Dios, hablaba de Dios en bellísimas parábolas a gentes sencillas, campesinos, pescadores, pastores y las gentes le comprendían, comprendían cuál era el deseo de Dios sobre nuestra vida, les enseñaba a hablar con Dios. Les decía que Dios es un Padre bueno, Padre de todos, ama a sus hijos, aunque le ofendan, les perdona. Su vida, sus palabras nos revelan el rostro de Dios. En cada mirada, en cada palabra, en cada acción de Jesús se percibe la huella y la semejanza de Dios.
Jesús es el gran regalo de Dios Padre a la humanidad. Siguiendo sus pasos, nos atrevemos a vivir con confianza plena en Dios. Imitando su vida, aprendemos a amar, a ser compasivos como el Padre del cielo. Jesús nos señala el camino de nuestra salvación, nuestra salvación es amar como Él nos ama.
Jesús se sentía Hijo querido del Padre al que llamaba Abbá, la expresión más cariñosa para dirigirse al padre en su lengua materna, le buscaba en la soledad para comunicarse con Él, en cuanto conseguía apartarse de las gentes. Jesús nos ha enseñado a hablar con Dios con la oración más bella que todos aprendemos desde niños, el Padre nuestro.
Jesús decía a sus discípulos entristecidos al anunciarles su despedida: “El Padre y yo somos uno, me voy al Padre, os enviaré mi Espíritu -El Amor eterno entre el Padre amante y el Hijo amado-, volveré, estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”.
Así hablaba Jesús de Dios Padre, Hijo, Espíritu Santo.
Hoy al pensar en nuestro Dios nos hemos de preguntar, qué representa Dios para nuestra vida.
Dios ha hecho al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. Nos ha dicho que la persona humana, cuando ama y cuando piensa, es su mejor imagen. No hay imagen alguna más fiel, ni de mayor belleza, ni obras artísticas, ni el firmamento, ni ninguna de las maravillas que podemos contemplar. Nos ha hecho capaces de amar, como Él ama. Es su deseo, que amemos así. Nos destina a ser sus hijos. Jesús nos dice que todos los seres humanos somos hermanos suyos, hijos de Dios. Es nuestro destino, vivir un día en la felicidad de su ser.
Dios nos ha hecho responsables de su creación, de cuanto somos, de cuanto nos da, de cuanto hacemos, responsables de este mundo. Dios ha dejado bienes, riquezas, para que todos sus hijos podamos vivir con dignidad y exige que sea así. Hemos de trabajar por construir un mundo justo, de hijos suyos, de hermanos, es el destino de su gran obra, la creación. Así lo quiere Dios de nosotros.
No puede aceptar que criaturas suyas contradigan el destino de su creación, que arruinen y expolien y maltraten para su propio beneficio a personas humanas que tienen también la dignidad que Él nos ha dado de ser hijos suyos. Dios nos ama a todos sus hijos, por eso el precepto de Jesús: “amaos como Dios os ama, como yo os amo”.
La palabra que Jesús nos deja está relacionada directamente con nuestra forma de vivir, que aunque alguien pueda creer que no tiene relación directa con la religión, tiene siempre relación con la dignidad de la persona humana, con la voluntad de Dios sobre nosotros sus hijos.
Nuestras relaciones entre nosotros y con Dios están unidas estrechamente. No podemos llamar a Dios padre si nos negamos a tratar fraternalmente a los hombres y mujeres creados a imagen de Dios, Padre de todos. “El que no ama a su hermano no conoce a Dios”, dice Juan, 1Jn4,8. Cuando alguien no ama se aparta de Dios. (RnC,5).
No lo olvidemos, nos encontramos con Dios cuando amamos. Creados para amar, lo que más nos conmueve en esta vida, es cuando alguien ama más allá de lo ordinario, pone su vida, su fortuna, todo, y se entrega por los demás en acto de verdadera solidaridad. En el fondo de toda ternura, en el interior de todo encuentro amistoso, en la solidaridad desinteresada, en la entraña de todo amor, vibra el amor de Dios que ama, es el Espíritu de Dios que mora en nosotros.
Jesús que nos comunica el Espíritu, el ser íntimo de Dios, ora en nosotros y con nosotros, entonces, el Padre nos escucha y nos ama al verle a Él, nuestro hermano, que nos ayuda a cumplir su voluntad. Es el modo de vivir conscientemente con Él la realidad de nuestra vida, que un día será plena en Dios, en el Dios Trinidad que es amor compartido.
No olvidemos Jesús nos ha dado su Espíritu que mora en nosotros. Nos inspira todo lo bueno en nuestra vida, nos da energía para realizarlo. Es el mejor amigo que nos brinda el amor más fiel. Sintámonos acompañados, sepamos descansar, apoyarnos en su presencia.
Jesús nos enseñó cómo hacerlo: podemos encontrarnos con Dios con palabras, en silencio, y también con una oración que conocemos desde niños, la señal de la cruz. Al hacer la señal de la cruz con nuestra mano, desde la frente hasta el pecho y desde el hombro izquierdo hasta el derecho, consagramos nuestra persona expresando el deseo de acoger a Dios Trinidad en nosotros. Deseando que los pensamientos de nuestra mente, las palabras de nuestra boca, los sentimientos de nuestro corazón, las obras de nuestras manos, sean los de un hombre o mujer que viva "en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo".
Hagámoslo, será una ocasión de recordar que podemos vivir como hijos de Dios en cualquier momento de nuestra vida.
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