La lectura elegida por la liturgia católica para este domingo de la Santísima Trinidad del Ciclo A tiene una serie de vocablos con fuerte significado. El desconocimiento de los mismos, la falta de profundización en ellos o la descontextualización en su marco joánico pueden afectar la comprensión del texto. Dios, Hijo, vida eterna, juicio, salvación/condenación, nombre, son términos teológicamente cargados de connotaciones. Hablar de Dios no es lo mismo hoy que ayer, no será lo mismo mañana, ni para mí, el evangelista Juan o un autor de algún libro del Antiguo Testamento. Son palabras que encierran tantas connotaciones, tantas aristas, tantas posibilidades, que indefectiblemente hacen variar su interpretación. En un diálogo, si alguno de los interlocutores menciona la palabra Dios, no siempre el otro estará descifrando lo mismo. La idea sobre Dios, el concepto de la divinidad, está sujeto a las subjetividades, valga la redundancia. Por eso vale la pena esforzarse en conocer cuál es el sentido último que Juan le da a Dios, al Hijo, a la escatología de la salvación/condenación. Vale la pena porque en este domingo la Iglesia celebra su misterio central, la base de todos los misterios. En este domingo la Iglesia se sumerge en el meollo de la teología, y a la vez, en el meollo de la pastoral. La Trinidad no es un tópico propio de estudiosos, de universidades, de libros. La Trinidad afecta el diario transcurrir, el estilo de vida cristiano, las perspectivas, los sueños, los planes pastorales, la manera de afrontar los desafíos modernos y post-modernos. La Trinidad es la vía de donde no se puede escapar cuando se busca ir al fondo de la cuestión cristiana. No puede escapar a la Trinidad el teólogo, ni el misionero, ni el fraile, ni el laico, ni el biblista ni el agente de pastoral social. Sin Trinidad no hay cristianismo, sin Trinidad no hay Jesús, sin Trinidad no hay comunidad eclesial. Todas y cada una de las partículas de nuestras existencias se refieren al misterio trinitario. Esquivarlo es esquivarnos. No es raro que los catequistas dilaten la presentación del tema, que lo dejen para más adelante, que lo esquiven. Se supone, inconscientemente, que la Trinidad no puede abordarse para enseñarla, para compartirla, para darla a conocer. En cierto sentido es cierto. Como misterio gigante y primigenio, la Trinidad se nos escapa. Pero también es cierto que la Trinidad se auto-revela, se da a conocer, y si así lo hace, entonces es revelable. Quiere decir que podemos compartirla, enseñarla, mostrarla. Siempre desde nuestra experiencia personal, pero no por eso menos comunicable. La lectura de hoy comienza con una afirmación que justifica lo que estamos diciendo: Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo. Lo entregado es lo dado. Decir que Dios da a su Hijo es exactamente lo mismo que decir que la Trinidad se abre al mundo, se entrega abriendo la puerta de su intimidad. El Hijo ha salido del seno del Padre (cf. Jn. 1, 18) y es, por lo tanto, de la fibra íntima trinitaria. En Jesús, la Trinidad se ha dado a conocer grandemente, y esa es la pista que seguimos para afirmar que uno de los principios trinitarios es su comunicabilidad. Por ende, estamos llamados a comunicarla nosotros.
Veamos algunas de estas palabras-clave del texto:
a) Dios: Dios es la figura que ama, que da, que entrega, que se abre al resto. Dios es el dador por excelencia. No retiene para sí, no representa la codicia ni la avaricia ni el egoísmo. Dios es una plenitud que se expande infinitamente. Ciertamente, la gracia es lo que mejor define a Dios. No envía al Hijo para que condene ni juzgue, sino que lo envía en el plan de la gracia. Es un envío que al mundo no le cuesta dinero ni sacrificios a cuenta. Dios no está sediento de recompensa, de sangre compensatoria. No manda al Hijo para que muera. Dios lo manda para dar vida de la mejor: vida eterna. La gracia, el regalo divino, proviene de su amor. No es un Dios comerciante, sino un Dios gracioso.
b) Hijo: el Hijo existe en relación al Padre. Eso lo deja bien en claro el Evangelio según Juan. Es el Hijo único, no porque acapare la filiación divina, sino porque es el único que es Hijo de esa manera tan íntima, tan profunda. Pero a partir de esa filiación crea comunidades filiales que se hacen sus hermanas e hijas del mismo Padre. La filiación del Hijo es extensiva a los seres humanos. Por eso ha venido en plan de salvación y no de juicio. Su intención es formar la gran familia de los hijos de Dios.
c) Vida eterna: el Hijo ha venido para dar vida en abundancia. La gracia es, justamente, el hecho de dar vida. No puede haber mayor gracia que esa, porque la vida es el valor absoluto. Y cuánto más si se trata de vida eterna. La mejor definición sobre la vida eterna es la idea de una vida en abundancia. La mejor vida, la vida más plena. No puede ser de otra manera la vida que proviene de Dios. Esa es una esperanza mayor con la cual caminar. La gracia de Dios nos ha dado esta vida, que de por sí es buena, pero proyecta darnos una vida mejor, mayor, abundante. Una vida que no se acaba, que no tiene llanto ni tristezas ni dolores. La vida eterna es la vida perfecta. No importa cómo será el mundo materialmente, no importa si lloverá o no, no importa nada más. La vida eterna es la vida perfecta, la vida que Dios regala, la mejor vida posible.
d) Juicio: para Juan no hay, precisamente, un juicio final, como lo puede pintar Mateo en su capítulo 25. Juan es más partidario de un juicio intra-histórico, constante. El Hijo no ha venido a juzgar, a sentarse en un estrado para dividir buenos y malos. El Hijo ha venido para salvación, para dar vida. El juicio sucede en el proceso de aceptación o no de la vida de Dios. Evidentemente, quien rechaza esa vida (la mejor vida, la vida plena, la vida total y abundante) se lastima a sí mismo. Es preferir la mediocridad y la nada ante lo máximo. El juicio es la mismísima decisión humana. Esto nos lleva a la realidad de que Dios no castiga. La decisión deliberada de rechazar el bien de Dios (rechazar su gracia) es lo que castiga, porque determina una consecuencia de vida en menos, vida mediocre, pero no abundante ni plena ni eterna.
e) Salvación/condenación: la salvación es la plenitud. En el caso del Evangelio según Juan no es salvarse de algo o de alguien, sino alcanzar un estado de vida mayor, más abundante. La condenación, de la misma manera, es un estado de vida no-pleno, mediocre, estancado, sin abundancia. Se salvan los que aceptan la gracia de Dios que se manifestó en el Hijo. O sea que se salvan los que aceptan la existencia de un Dios dador, un Dios amoroso, un Dios gracioso. El rechazo de la posibilidad de que Dios envíe a su Hijo para salvar, para comunicarse en gracia, es motivo de condenación, pues anula la esencia amorosa de Dios, anulando así al mismo Dios.
f) Nombre: para la mentalidad hebrea, el nombre de una persona es parte de la persona misma, y hasta la definición de ella. Creer en el nombre del Hijo de Dios es, precisamente, un circunloquio para el hecho de creer en Jesús, en su persona y en su mensaje, en su vida y en su muerte, en su pascua y resurrección. El nombre del Hijo de Dios es el nombre que salva, no porque mágicamente su pronunciación en voz alta conduzca a la vida eterna, sino porque creer en el nombre de Jesús es creerle a Jesús y actuar consecuentemente a su Buena Noticia. Aquí no hay magia, sino compromiso con el Hijo para comportarnos como hijos y reconocer a los demás como hermanos.
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La idea de Rahner, tan discutida teológicamente, de que la historia de la salvación no revela algo de Dios, sino a Dios mismo, es la iniciativa para que la vida que ofrece como don la Trinidad no sea un proyecto a futuro, sino una posibilidad histórica por la que trabaje la Iglesia. Si el Hijo vino para dar vida, y vida en abundancia, entonces la Iglesia tendría que hacer todo lo posible para traducir esa abundancia en términos cotidianos. La liturgia, por ejemplo, no puede ser sólo una mirada hacia el cielo; la liturgia debe celebrar con la tierra, debe planearse a través de los seres humanos que no están viviendo la abundancia de la vida. Hacer personas abundantes; esa puede ser la misión eclesial. No hablamos de la abundancia que excede, la abundancia de los ricos, la abundancia económica. Hablamos de la abundancia de vida. Jesús, siendo pobre con los pobres y marginal con los marginales, vive abundantemente. Su chequera no es abultada, ni tampoco sus bolsillos, pero disfruta de la vida de una manera increíble. Celebra banquetes, reuniones comunitarias, predica la alegría del Reino. Goza y saborea la vida, sin bienes económicos ostensibles. E invita a gozar y saborear la vida de la misma manera que Él. Serán fuerzas externas (políticas y religiosas) las que troncarán su existencia antes de tiempo e injustamente, pero no un desprecio por la existencia. Jesús sabe que debe acercar la vida al ideal del Padre. Esa es su misión.
Si la historia revela a Dios mismo, tenemos que reconocer cómo las situaciones de miseria y pobreza no son reflejo del Padre. La vida trinitaria se abre paso entre los seres humanos cuando la Iglesia se hace presente en las situaciones de vida mediocre y deficitaria para plenificarlas. Es la historia de los que viven como Jesús la que demuestra cómo es la vida en abundancia. La Iglesia de esta vida abundante no puede ser la que maneja bancos y comercios. Ha de ser la Iglesia de los banquetes celebrados con alegría, la de las puertas abiertas, la del gozo y saboreo de las cosas hermosas de la vida. La que sana, promueve y libera.
Por supuesto, siempre está el tema del dolor. El dolor parece contradecir la abundancia de la vida. Pero Balthasar se arriesga a decir que a la kenosis (despojo) histórica del Hijo encarnándose le antecede la kenosis intra-trinitaria. La Trinidad se tuvo que despojar de sí misma (despojar del Hijo, del amor cara a cara Padre-Hijo) para que el Hijo se despojara de su divinidad y se hiciera ser humano. Estos despojos, sustentados en el amor, hacen del amor modelo trinitario (del ágape) la respuesta contundente al dolor y el sufrimiento. Ambos pueden plenificarse por amor, ambos pueden cobrar sentido cuando se ama, ambos pueden transformarse. El despojo del que es protagonista el Hijo demuestra que Dios, amando, proyecta el sufrimiento y el dolor hacia lo trascendente. No tienen la última palabra sobre la historia humana. La última palabra es de aquellos que, como el Hijo, se despojan de sí mismos para transmutar el sufrimiento y el dolor con el amor.
Veamos algunas de estas palabras-clave del texto:
a) Dios: Dios es la figura que ama, que da, que entrega, que se abre al resto. Dios es el dador por excelencia. No retiene para sí, no representa la codicia ni la avaricia ni el egoísmo. Dios es una plenitud que se expande infinitamente. Ciertamente, la gracia es lo que mejor define a Dios. No envía al Hijo para que condene ni juzgue, sino que lo envía en el plan de la gracia. Es un envío que al mundo no le cuesta dinero ni sacrificios a cuenta. Dios no está sediento de recompensa, de sangre compensatoria. No manda al Hijo para que muera. Dios lo manda para dar vida de la mejor: vida eterna. La gracia, el regalo divino, proviene de su amor. No es un Dios comerciante, sino un Dios gracioso.
b) Hijo: el Hijo existe en relación al Padre. Eso lo deja bien en claro el Evangelio según Juan. Es el Hijo único, no porque acapare la filiación divina, sino porque es el único que es Hijo de esa manera tan íntima, tan profunda. Pero a partir de esa filiación crea comunidades filiales que se hacen sus hermanas e hijas del mismo Padre. La filiación del Hijo es extensiva a los seres humanos. Por eso ha venido en plan de salvación y no de juicio. Su intención es formar la gran familia de los hijos de Dios.
c) Vida eterna: el Hijo ha venido para dar vida en abundancia. La gracia es, justamente, el hecho de dar vida. No puede haber mayor gracia que esa, porque la vida es el valor absoluto. Y cuánto más si se trata de vida eterna. La mejor definición sobre la vida eterna es la idea de una vida en abundancia. La mejor vida, la vida más plena. No puede ser de otra manera la vida que proviene de Dios. Esa es una esperanza mayor con la cual caminar. La gracia de Dios nos ha dado esta vida, que de por sí es buena, pero proyecta darnos una vida mejor, mayor, abundante. Una vida que no se acaba, que no tiene llanto ni tristezas ni dolores. La vida eterna es la vida perfecta. No importa cómo será el mundo materialmente, no importa si lloverá o no, no importa nada más. La vida eterna es la vida perfecta, la vida que Dios regala, la mejor vida posible.
d) Juicio: para Juan no hay, precisamente, un juicio final, como lo puede pintar Mateo en su capítulo 25. Juan es más partidario de un juicio intra-histórico, constante. El Hijo no ha venido a juzgar, a sentarse en un estrado para dividir buenos y malos. El Hijo ha venido para salvación, para dar vida. El juicio sucede en el proceso de aceptación o no de la vida de Dios. Evidentemente, quien rechaza esa vida (la mejor vida, la vida plena, la vida total y abundante) se lastima a sí mismo. Es preferir la mediocridad y la nada ante lo máximo. El juicio es la mismísima decisión humana. Esto nos lleva a la realidad de que Dios no castiga. La decisión deliberada de rechazar el bien de Dios (rechazar su gracia) es lo que castiga, porque determina una consecuencia de vida en menos, vida mediocre, pero no abundante ni plena ni eterna.
e) Salvación/condenación: la salvación es la plenitud. En el caso del Evangelio según Juan no es salvarse de algo o de alguien, sino alcanzar un estado de vida mayor, más abundante. La condenación, de la misma manera, es un estado de vida no-pleno, mediocre, estancado, sin abundancia. Se salvan los que aceptan la gracia de Dios que se manifestó en el Hijo. O sea que se salvan los que aceptan la existencia de un Dios dador, un Dios amoroso, un Dios gracioso. El rechazo de la posibilidad de que Dios envíe a su Hijo para salvar, para comunicarse en gracia, es motivo de condenación, pues anula la esencia amorosa de Dios, anulando así al mismo Dios.
f) Nombre: para la mentalidad hebrea, el nombre de una persona es parte de la persona misma, y hasta la definición de ella. Creer en el nombre del Hijo de Dios es, precisamente, un circunloquio para el hecho de creer en Jesús, en su persona y en su mensaje, en su vida y en su muerte, en su pascua y resurrección. El nombre del Hijo de Dios es el nombre que salva, no porque mágicamente su pronunciación en voz alta conduzca a la vida eterna, sino porque creer en el nombre de Jesús es creerle a Jesús y actuar consecuentemente a su Buena Noticia. Aquí no hay magia, sino compromiso con el Hijo para comportarnos como hijos y reconocer a los demás como hermanos.
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La idea de Rahner, tan discutida teológicamente, de que la historia de la salvación no revela algo de Dios, sino a Dios mismo, es la iniciativa para que la vida que ofrece como don la Trinidad no sea un proyecto a futuro, sino una posibilidad histórica por la que trabaje la Iglesia. Si el Hijo vino para dar vida, y vida en abundancia, entonces la Iglesia tendría que hacer todo lo posible para traducir esa abundancia en términos cotidianos. La liturgia, por ejemplo, no puede ser sólo una mirada hacia el cielo; la liturgia debe celebrar con la tierra, debe planearse a través de los seres humanos que no están viviendo la abundancia de la vida. Hacer personas abundantes; esa puede ser la misión eclesial. No hablamos de la abundancia que excede, la abundancia de los ricos, la abundancia económica. Hablamos de la abundancia de vida. Jesús, siendo pobre con los pobres y marginal con los marginales, vive abundantemente. Su chequera no es abultada, ni tampoco sus bolsillos, pero disfruta de la vida de una manera increíble. Celebra banquetes, reuniones comunitarias, predica la alegría del Reino. Goza y saborea la vida, sin bienes económicos ostensibles. E invita a gozar y saborear la vida de la misma manera que Él. Serán fuerzas externas (políticas y religiosas) las que troncarán su existencia antes de tiempo e injustamente, pero no un desprecio por la existencia. Jesús sabe que debe acercar la vida al ideal del Padre. Esa es su misión.
Si la historia revela a Dios mismo, tenemos que reconocer cómo las situaciones de miseria y pobreza no son reflejo del Padre. La vida trinitaria se abre paso entre los seres humanos cuando la Iglesia se hace presente en las situaciones de vida mediocre y deficitaria para plenificarlas. Es la historia de los que viven como Jesús la que demuestra cómo es la vida en abundancia. La Iglesia de esta vida abundante no puede ser la que maneja bancos y comercios. Ha de ser la Iglesia de los banquetes celebrados con alegría, la de las puertas abiertas, la del gozo y saboreo de las cosas hermosas de la vida. La que sana, promueve y libera.
Por supuesto, siempre está el tema del dolor. El dolor parece contradecir la abundancia de la vida. Pero Balthasar se arriesga a decir que a la kenosis (despojo) histórica del Hijo encarnándose le antecede la kenosis intra-trinitaria. La Trinidad se tuvo que despojar de sí misma (despojar del Hijo, del amor cara a cara Padre-Hijo) para que el Hijo se despojara de su divinidad y se hiciera ser humano. Estos despojos, sustentados en el amor, hacen del amor modelo trinitario (del ágape) la respuesta contundente al dolor y el sufrimiento. Ambos pueden plenificarse por amor, ambos pueden cobrar sentido cuando se ama, ambos pueden transformarse. El despojo del que es protagonista el Hijo demuestra que Dios, amando, proyecta el sufrimiento y el dolor hacia lo trascendente. No tienen la última palabra sobre la historia humana. La última palabra es de aquellos que, como el Hijo, se despojan de sí mismos para transmutar el sufrimiento y el dolor con el amor.
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