Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 20, 19-23
Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo:
«¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, Yo también los envío a ustedes».
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió:
«Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan».
En la cultura actual el «corazón» es la sede del amor. No ha sido siempre así. Según una tradición que hunde sus raíces en la fe bíblica y que fue cultivada por grandes místicos de los primeros siglos, el «corazón» es lo más íntimo de la persona, el lugar desde donde el individuo puede integrar y armonizar todas las dimensiones de su ser.
La visión de estos padres y madres del desierto es grandiosa. El ser humano no es sólo un compuesto biológico: un alma aprisionada en la carne, un «pobre animal» zarandeado por toda clase de fuerzas y pulsiones. En lo más íntimo de su «corazón» hay un espacio donde puede acoger al Espíritu de Dios que es fuente de vida, integración y armonía de toda la persona.
En la soledad del desierto, estos hombres y mujeres llegaron a conocerse interiormente de una manera difícil de superar. Para ellos, el pecado no es un «asunto moral», sino la fuerza que descentra al individuo, lo disgrega y le hace perder su armonía destruyendo la alegría interior.
Lo peor que le puede suceder a una persona es vivir con un corazón de piedra, reseco y endurecido, incapaz de abrirse al Espíritu Santo; un corazón cerrado al amor y la ternura, dividido y disperso, sin fuerza para unificar su ser y alimentar su vida.
Los hombres y mujeres de hoy creemos saber mucho de todo y no sabemos siquiera cuidar nuestro corazón. Víctimas de nuestra frivolidad, no conocemos una vida armoniosa e integrada: vivimos aburridos a fuerza de buscar diversión; siempre cambiando y siempre perseguidos por la monotonía; siempre en busca de bienestar y siempre decepcionados. Nos falta un corazón abierto al Espíritu de Dios que nos haga conocer dónde está la fuente de vida.
Por eso, invocar al Espíritu de Dios no es una oración más. Gritar desde el fondo de nuestro ser: «Ven, Espíritu Santo», es desear vida nueva. Nuestro corazón de piedra se puede convertir en corazón de carne; nuestro vacío interior se puede llenar de Espíritu. La fiesta cristiana de Pentecostés vivida en esta actitud de invocación debería ser punto de partida de una vida renovada por el Espíritu.
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo:
«¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, Yo también los envío a ustedes».
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió:
«Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan».
Compartiendo la Palabra
Por José Antonio Pagola
CUIDAR EL CORAZÓN
Por José Antonio Pagola
CUIDAR EL CORAZÓN
En la cultura actual el «corazón» es la sede del amor. No ha sido siempre así. Según una tradición que hunde sus raíces en la fe bíblica y que fue cultivada por grandes místicos de los primeros siglos, el «corazón» es lo más íntimo de la persona, el lugar desde donde el individuo puede integrar y armonizar todas las dimensiones de su ser.
La visión de estos padres y madres del desierto es grandiosa. El ser humano no es sólo un compuesto biológico: un alma aprisionada en la carne, un «pobre animal» zarandeado por toda clase de fuerzas y pulsiones. En lo más íntimo de su «corazón» hay un espacio donde puede acoger al Espíritu de Dios que es fuente de vida, integración y armonía de toda la persona.
En la soledad del desierto, estos hombres y mujeres llegaron a conocerse interiormente de una manera difícil de superar. Para ellos, el pecado no es un «asunto moral», sino la fuerza que descentra al individuo, lo disgrega y le hace perder su armonía destruyendo la alegría interior.
Lo peor que le puede suceder a una persona es vivir con un corazón de piedra, reseco y endurecido, incapaz de abrirse al Espíritu Santo; un corazón cerrado al amor y la ternura, dividido y disperso, sin fuerza para unificar su ser y alimentar su vida.
Los hombres y mujeres de hoy creemos saber mucho de todo y no sabemos siquiera cuidar nuestro corazón. Víctimas de nuestra frivolidad, no conocemos una vida armoniosa e integrada: vivimos aburridos a fuerza de buscar diversión; siempre cambiando y siempre perseguidos por la monotonía; siempre en busca de bienestar y siempre decepcionados. Nos falta un corazón abierto al Espíritu de Dios que nos haga conocer dónde está la fuente de vida.
Por eso, invocar al Espíritu de Dios no es una oración más. Gritar desde el fondo de nuestro ser: «Ven, Espíritu Santo», es desear vida nueva. Nuestro corazón de piedra se puede convertir en corazón de carne; nuestro vacío interior se puede llenar de Espíritu. La fiesta cristiana de Pentecostés vivida en esta actitud de invocación debería ser punto de partida de una vida renovada por el Espíritu.
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