Jesús ha resucitado, es el saludo de alegría que nos trasmite hoy la liturgia con palabras del evangelio de Juan: María Magdalena tiene el valor de ser la única que está allí, donde era peligroso estar. Cuando los amigos de Jesús se han dispersado con miedo, esta mujer pasa la noche buscando a Jesús en el duelo de su muerte. María Magdalena ama, tiene esperanza. Esta mujer, es hoy la mensajera, la enviada a anunciar que Jesús vive, ha resucitado. Jesús se manifiesta a ella, le comunica el gozo de su nueva presencia, de la nueva vida en Dios. Ella va asombrada, alegre a trasmitir la gran noticia a los apóstoles.
Es la alegría que hoy celebramos nosotros. Creer en el Resucitado es creer que Jesús está vivo, que vive hoy junto a nosotros.
Nosotros nos preguntamos, ¿qué es la resurrección? Para Jesús, la resurrección, significa que su muerte en la cruz no fue el fin de su vivir, sino que Él sigue vivo en la propia vida de Dios; y aunque de un modo distinto, continúa presente en la comunidad cristiana y en la historia humana.
Nuestra fe en Jesús verdadero Dios y verdadero Hombre nos dice que la Vida divina de Jesús no puede ser afectada por la muerte física. Jesús como ser humano era mortal, es decir su destino natural era la muerte. Nada ni nadie puede detenerlo. Jesús tenía que morir como todos nosotros.
La vida, que María Magdalena, su Madre y los discípulos descubrieron en Jesús, después de su muerte, ya estaba en Él antes de morir, pero estaba velada. Sólo cuando murió en la cruz comprendieron que su vida divina era la misma que Jesús tenía antes y después de su muerte.
La Vida de Dios en Jesús no se puede descubrir mirando, oyendo o palpando. Ni vivo ni muerto ni resucitado, nadie puede descubrir su divinidad, la vida de Dios está para nosotros oculta en el misterio.
Esta fiesta nos invita a pensar que para nosotros el destino de Jesús ilumina nuestro destino. El Dios de Jesús se declara como “el Dios de vivos”, que así como resucitó a Jesús, nos resucita también a nosotros. Con la resurrección de Jesús se abre un nuevo ámbito de vida más allá de nuestra muerte: la vida con Dios, que no puede ser rota ni por el dolor, ni por las desgracias de esta vida, ni por la muerte.
Es la vida que Jesús había prometido a la samaritana “os daré mi Espíritu,“el torrente de vida que salta hasta la vida eterna, hasta el mismo ser misterioso de Dios”, y sus palabras de consuelo a Marta en el dolor de la muerte de su hermano: “yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mi no morirá”. Jesús lo decía a Nicodemo: “Hay que nacer de nuevo. No de la carne, sino del Espíritu, porque de la carne nace carne, del espíritu nace espíritu”. Estas palabras son la llave para comprender a Jesús y nuestra vida con Él. Sin ellas, no es posible comprender nuestra entrada en el Reino de Dios. Juan el evangelista lo sabía bien y acertó a expresarlo de modo maravilloso en su evangelio.
Es la alegría de la fiesta de hoy, vivir la verdadera experiencia pascual, la fe en Jesús resucitado, que nos abre a la esperanza de participar un día con él de su nueva vida a la que hoy le ha llamado su Padre, viviremos con Él plenamente la vida de Dios.
Por eso cada uno de nosotros podemos escuchar en la intimidad de nuestro ser las palabras luminosas que pone el Apocalipsis en boca de Cristo: “Yo he abierto ante ti una puerta que nadie puede cerrar” (Ap.3,8). Hoy podemos sentir, que ningún poder de ese mundo, nadie ni nada podrá cerrar esa puerta abierta al encuentro con Dios en el que terminará esta vida nuestra, dejando nuestra condición mortal, las miserias en las que vivimos, seguros de la entrada en el mundo de paz y amor de Dios.
Esta fue la experiencia fundamental de los discípulos de Jesús; Jesús milagrosamente se dejó ver de nuevo en la vida que ellos vivían, en los mismos lugares en los que con Él estaban. Experimentar que Jesús al que han crucificado, el que ellos creían fracasado, no está acabado, sino que sigue vivo, que está otra vez con ellos, aunque su vida es diferente. No hay lugar a la duda. Es Él, Jesús, que vive para siempre.
Es nuestra fe en Jesús resucitado, creer que Jesús vive, que camina con nosotros, creer que Jesús, lleno de fuerza y creatividad, impulsa la vida de la humanidad hacia su último destino, hacia la configuración del Reino de Dios. Es creer que Jesús presente entre nosotros nos escucha: “cuando hay dos o tres reunidos en mi nombre”, y que nuestra oración no es un monólogo sin interlocutor, sino un diálogo con alguien, que junto a nosotros nos comprende y nos quiere en medio de las incomprensiones, de las tristezas, de las zozobras de esta vida.
Creer en Jesús resucitado es irnos encontrando con Jesús como con alguien de hoy, vivo, cercano a nuestras vidas, que nos enseña a ver la vida como Él la ve, que nos da su espíritu capaz de resucitar todo lo bueno que hay en nosotros e irnos liberando de todo lo que mata nuestra libertad.
Creer en Jesús resucitado es tener la experiencia personal de que hoy todavía, aunque sigan en nuestro mundo la violencia, la crueldad, la pobreza y la injusticia, la última palabra la tiene el Resucitado, Señor de la vida y de la muerte, que vela por todos y nos exige trabajar por la justicia, la paz, la hermandad.
Jesús resucitado es nuestra esperanza, y es también quien pide nuestro compromiso, el poner nuestra persona, nuestra vida por la realización de los ideales que Él vivió, como Él puso la suya. Llevamos dentro de nuestro corazón el espíritu del resucitado, la alegría de la resurrección, y por eso hemos de enfrentarnos a tanta insensatez que arranca a las personas la dignidad, la alegría y la vida. Hemos de sentir y compartir con más profundidad las desgracias y penas de los que sufren y disponernos para participar y vivir en el Reino que él nos ha preparado. Es nuestro verdadero compromiso como seguidores suyos.
Comprender lo que pasó en Jesús no es el objetivo, es sólo el medio para saber lo que tiene que pasar conmigo. También yo tengo que morir y resucitar, como Jesús.
No se trata de morir físicamente, ni de una resurrección corporal. Como Jesús tengo que morir al egoísmo y nacer al verdadero amor a los demás. Día a día tengo que morir a todo lo terreno. Día a día tengo que nacer a lo divino. Pero cuanto más muera, más Vida habré conseguido.
Por eso, creer en la resurrección, es creer en el Dios de la vida, es creer también en nosotros mismos y en la verdadera posibilidad que tenemos de vivir en Dios. Más allá de ésta, está la vida verdadera; la resurrección de Jesús es la primicia de que en la muerte se nace ya para siempre. No es una fantasía de nostalgias irrealizadas. El deseo ardiente del corazón de vivir y vivir siempre tiene en la resurrección de Jesús la respuesta adecuada por parte de Dios. La muerte ha sido vencida, está consumada, ha sido transformada en vida por medio del Dios que Jesús defendió hasta la muerte. Gracias a Él, al Espíritu de Dios que Él nos comunica viviremos para siempre.
Vivamos así el gozo de la Pascua, unidos conscientemente a Jesús que impulsa nuestra vida hacia su plenitud. El nos espera a todos. Es nuestro hermano. Así tendremos una Pascua feliz.
Es la alegría que hoy celebramos nosotros. Creer en el Resucitado es creer que Jesús está vivo, que vive hoy junto a nosotros.
Nosotros nos preguntamos, ¿qué es la resurrección? Para Jesús, la resurrección, significa que su muerte en la cruz no fue el fin de su vivir, sino que Él sigue vivo en la propia vida de Dios; y aunque de un modo distinto, continúa presente en la comunidad cristiana y en la historia humana.
Nuestra fe en Jesús verdadero Dios y verdadero Hombre nos dice que la Vida divina de Jesús no puede ser afectada por la muerte física. Jesús como ser humano era mortal, es decir su destino natural era la muerte. Nada ni nadie puede detenerlo. Jesús tenía que morir como todos nosotros.
La vida, que María Magdalena, su Madre y los discípulos descubrieron en Jesús, después de su muerte, ya estaba en Él antes de morir, pero estaba velada. Sólo cuando murió en la cruz comprendieron que su vida divina era la misma que Jesús tenía antes y después de su muerte.
La Vida de Dios en Jesús no se puede descubrir mirando, oyendo o palpando. Ni vivo ni muerto ni resucitado, nadie puede descubrir su divinidad, la vida de Dios está para nosotros oculta en el misterio.
Esta fiesta nos invita a pensar que para nosotros el destino de Jesús ilumina nuestro destino. El Dios de Jesús se declara como “el Dios de vivos”, que así como resucitó a Jesús, nos resucita también a nosotros. Con la resurrección de Jesús se abre un nuevo ámbito de vida más allá de nuestra muerte: la vida con Dios, que no puede ser rota ni por el dolor, ni por las desgracias de esta vida, ni por la muerte.
Es la vida que Jesús había prometido a la samaritana “os daré mi Espíritu,“el torrente de vida que salta hasta la vida eterna, hasta el mismo ser misterioso de Dios”, y sus palabras de consuelo a Marta en el dolor de la muerte de su hermano: “yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mi no morirá”. Jesús lo decía a Nicodemo: “Hay que nacer de nuevo. No de la carne, sino del Espíritu, porque de la carne nace carne, del espíritu nace espíritu”. Estas palabras son la llave para comprender a Jesús y nuestra vida con Él. Sin ellas, no es posible comprender nuestra entrada en el Reino de Dios. Juan el evangelista lo sabía bien y acertó a expresarlo de modo maravilloso en su evangelio.
Es la alegría de la fiesta de hoy, vivir la verdadera experiencia pascual, la fe en Jesús resucitado, que nos abre a la esperanza de participar un día con él de su nueva vida a la que hoy le ha llamado su Padre, viviremos con Él plenamente la vida de Dios.
Por eso cada uno de nosotros podemos escuchar en la intimidad de nuestro ser las palabras luminosas que pone el Apocalipsis en boca de Cristo: “Yo he abierto ante ti una puerta que nadie puede cerrar” (Ap.3,8). Hoy podemos sentir, que ningún poder de ese mundo, nadie ni nada podrá cerrar esa puerta abierta al encuentro con Dios en el que terminará esta vida nuestra, dejando nuestra condición mortal, las miserias en las que vivimos, seguros de la entrada en el mundo de paz y amor de Dios.
Esta fue la experiencia fundamental de los discípulos de Jesús; Jesús milagrosamente se dejó ver de nuevo en la vida que ellos vivían, en los mismos lugares en los que con Él estaban. Experimentar que Jesús al que han crucificado, el que ellos creían fracasado, no está acabado, sino que sigue vivo, que está otra vez con ellos, aunque su vida es diferente. No hay lugar a la duda. Es Él, Jesús, que vive para siempre.
Es nuestra fe en Jesús resucitado, creer que Jesús vive, que camina con nosotros, creer que Jesús, lleno de fuerza y creatividad, impulsa la vida de la humanidad hacia su último destino, hacia la configuración del Reino de Dios. Es creer que Jesús presente entre nosotros nos escucha: “cuando hay dos o tres reunidos en mi nombre”, y que nuestra oración no es un monólogo sin interlocutor, sino un diálogo con alguien, que junto a nosotros nos comprende y nos quiere en medio de las incomprensiones, de las tristezas, de las zozobras de esta vida.
Creer en Jesús resucitado es irnos encontrando con Jesús como con alguien de hoy, vivo, cercano a nuestras vidas, que nos enseña a ver la vida como Él la ve, que nos da su espíritu capaz de resucitar todo lo bueno que hay en nosotros e irnos liberando de todo lo que mata nuestra libertad.
Creer en Jesús resucitado es tener la experiencia personal de que hoy todavía, aunque sigan en nuestro mundo la violencia, la crueldad, la pobreza y la injusticia, la última palabra la tiene el Resucitado, Señor de la vida y de la muerte, que vela por todos y nos exige trabajar por la justicia, la paz, la hermandad.
Jesús resucitado es nuestra esperanza, y es también quien pide nuestro compromiso, el poner nuestra persona, nuestra vida por la realización de los ideales que Él vivió, como Él puso la suya. Llevamos dentro de nuestro corazón el espíritu del resucitado, la alegría de la resurrección, y por eso hemos de enfrentarnos a tanta insensatez que arranca a las personas la dignidad, la alegría y la vida. Hemos de sentir y compartir con más profundidad las desgracias y penas de los que sufren y disponernos para participar y vivir en el Reino que él nos ha preparado. Es nuestro verdadero compromiso como seguidores suyos.
Comprender lo que pasó en Jesús no es el objetivo, es sólo el medio para saber lo que tiene que pasar conmigo. También yo tengo que morir y resucitar, como Jesús.
No se trata de morir físicamente, ni de una resurrección corporal. Como Jesús tengo que morir al egoísmo y nacer al verdadero amor a los demás. Día a día tengo que morir a todo lo terreno. Día a día tengo que nacer a lo divino. Pero cuanto más muera, más Vida habré conseguido.
Por eso, creer en la resurrección, es creer en el Dios de la vida, es creer también en nosotros mismos y en la verdadera posibilidad que tenemos de vivir en Dios. Más allá de ésta, está la vida verdadera; la resurrección de Jesús es la primicia de que en la muerte se nace ya para siempre. No es una fantasía de nostalgias irrealizadas. El deseo ardiente del corazón de vivir y vivir siempre tiene en la resurrección de Jesús la respuesta adecuada por parte de Dios. La muerte ha sido vencida, está consumada, ha sido transformada en vida por medio del Dios que Jesús defendió hasta la muerte. Gracias a Él, al Espíritu de Dios que Él nos comunica viviremos para siempre.
Vivamos así el gozo de la Pascua, unidos conscientemente a Jesús que impulsa nuestra vida hacia su plenitud. El nos espera a todos. Es nuestro hermano. Así tendremos una Pascua feliz.
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