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martes, 29 de marzo de 2011

El nuevo rostro de Dios

Por Carlos Luis Suárez Codorniu, SCJ
Publicado por Vida Religiosa

Lo que sigue son unos balbuceos, no tanto sobre Dios, sino sobre el camino que puedo percibir que uno y otro vamos haciendo juntos, y desde luego no solos. Tal vez sea un atrevimiento decirlo así, pero me motiva la pro-vocación litúrgica que nos invita, precisamente, a ser atrevidos para dirigirnos a Él y llamarle Padre, como en casa, donde me hablaban de Él como Padre Dios. Con los años y desde lo caminado en la vida religiosa, se han ido dando ensanchamientos en mi comprensión y vivencia de Él y de mí mismo, aunque no siempre a tiempo ni en todas las ocasiones de manera serena y confiada. Hoy, desde lo atrevido, me siento más humano, más hijo, y diría que más hermano; más creativo y descuadrado; sorprendido y querido, y en todo, siempre retado, urgido. Estas líneas comparten algo de esos ensanches, de lo acopiado como tesoro que no pesa en situaciones, lugares y tiempos diversos. Episodios de una historia que sigue abierta. Es vida cotidiana acompañada con las Escrituras, pero porque esa misma vida en algo me las ha aclarado: la corrección firme de una anciana, la dedicación de un catequista y el gozo de quien encuentra su lugar donde menos imaginaba. Son tres memorias que me dicen de Dios en palabra regalada de hombres y mujeres en camino. Jalonan además los veinticinco y pocos años más de profesión en mi familia religiosa, donde la Palabra se ha ido mostrando fuente de inquietudes y desafío constante, voz de estímulo y reclamo paciente. La descubro punto desprevenido de encuentro con todo rostro, cultura y creencia y nunca arma arrojadiza que inmoviliza discrepancias o fardo pesado que sella condenas. Compartida, en comunidad o en el encuentro a solas, me sigue resultando la escuela de vida que sin ofrecer grado alguno se me hace enseñanza perenne, abierta a todos.

DE CAMINO CON LA ABUELA

Nunca supe los años que tenía la abuela Petra. Creo que nadie llegó a saberlo con cer-teza. Tampoco ella. En las tierras donde nació no se llevó registro de nacimientos hasta mucho después. Era de la gente de antes, como ella misma decía. Quienes la conocían la recorda-ban de siempre. La encontré siendo escolástico, cuando en unas vacaciones me enviaron con otro compañero a participar de una escuela de evangelización. Acabábamos de terminar nuestro segundo año de Teología. Allá nos fuimos, a tierra de llanos. Durante cuatro semanas hicimos comunidad de vida campesinos, gentes de profesiones diversas, catequistas y estudiantes. Todos éramos unos cuarenta, entre los dieciséis años y los insondables de Petra. Fue un mes largo, de convivencia intensa. Las comodidades, si las hubo, pasaron desapercibidas. El calor, la escasez de agua y alimento, los ritmos propios de la escuela con sus momentos de formación y oración, sus dinámicas y las idas y venidas a los caseríos de los alrededores no tardaron en acumular cansancios. Esa era la crónica repetida que podía hacer en comunicaciones ocasionales a otros compañeros. Pero hubo más.
Muchas veces he recordado aquella escuela, y sobre todo a la anciana Petra. Con ella participé de varias salidas vespertinas a los caseríos para compartir la Palabra y lo que íbamos aprendiendo en nuestra escuela de evangeliza-dores. En una de esas tardes me tocó impartir la enseñanza a la comunidad que visitábamos.
Oramos, cantamos, leímos la Biblia y hablé y hablé. Regresamos cansados, pero me sentía contento. En nuestra escuela hicimos la evaluación. La primera en dar su parecer fue Petra, pausada, haciendo silencios, con los ojos cerrados: usted habló bonito, ¡pero no se le entendió nada!... Me fulminó. Quedé contrariado, y hasta enojado. ¿Será que no escuchó bien? ¿Le dificultaron sus años seguir con agilidad todas las citas, argumentos y ejemplos que fui des-granando? Pero la verdad es que entendió bien, ¡vaya que sí! Para sorpresa mía retomó casi todo lo que dije aquella tarde. Oyéndome en ella, me sentía avergonzado. Tenía razón, y toda. De alguna manera el cuestionamiento que me regalaba podía formularse así, tal como lo oí de un venerable fraile: ¿cómo hablaba Jesús? ¿En arameo? ¿O más bien como la gente de su tiempo, como aquellos que le oían? Definitivamente, aquel día, como tantos otros antes y después, me había quedado en el arameo. No había pensado en quienes escuchaban ni en nada del lugar donde me encontraba. Nada sabía de sus gentes ni de su mundo. A partir de ese momento, gracias a Petra, empecé a leer la Palabra de otra manera. En las tardes buscaba sentarme a su lado aprovechando algún receso en el quehacer cotidiano. Era uno de los escasos momentos en los que Petra se desprendía de su Biblia, tan ajada como ella. Como nunca le enseñaron a leer, y los ojos ya no le daban para intentarlo, gustaba que se la leyeran, despacio. Impresionaba verla recogida en el silencio, toda oídos. Sus arrugas me parecían surcos donde acogía los versículos uno tras otro. Pedía hacer altos en la lectura. Entonces repetía alguna frase, o la comentaba, saboreándola, compartiéndola, sorprendida, agradecida, alimentada.
Todos los años, en el curso que imparto de Hechos de los Apóstoles, traigo a colación a esta ancianita en alguna de las clases. De manera particular cuando abordo el encuentro
del eunuco con Felipe (cf. Hch 8, 26-40). No es que haga una transposición de personajes de modo que donde dice eunuco, o Felipe, diga Petra o bien mi nombre. No sabría hacerlo. Lo hago por el encuentro en sí que acontece en el episodio de Hechos, por el modo en que todos los personajes se dejaron encontrar. Felipe acababa de vivir una mala experiencia en su que-hacer misionero, nada menos que el desatino de su discípulo Simón pretendiendo tasar el poder del Espíritu (cf. 8, 13.18). ¡Qué fiasco para todos! Qué humillación para él, máxime ante Pedro y Juan. Todo indica que Felipe quiso apartarse del servicio al Evangelio tras lo acontecido. Sin embargo, Dios aprovecha aquel descalabro para hacer de ello una estupenda oportunidad. Por medio de su ángel lo lanza a una nueva misión: ¡Levántate! Encamínate al sur (8, 26). ¡Dios abriendo espacios y ofreciendo caminos!
El Dios del vuelve y dale otra vez para quien los desaciertos humanos –pienso en tantos de Pedro con Jesús– no son más que la ocasión propicia para acrecentar su confianza y alargar horizontes. Horizontes y caminos encontrados y acogidos con la alegría de saberse en las manos fuertes de quien sigue tallando y moldeando con ternura. ¿Y el eunuco? También acarreaba su propia humillación. Ni su peregrinación a Jerusalén ni los recursos que le permitieron adquirir el rollo de Isaías le despejaban sus incógnitas. Lee, pero no entiende. Aún así, no queda atrapado por la letra que se le resiste. Es capaz de salir de su enfrascamiento con el texto para entrar en conversación con un extraño que se interesa por él. Acepta el diálogo, sin complejos. Hace sitio en su carro al caminante que se le acerca (8,31). Ambos son buscadores honestos, abiertos al camino, al extranjero –los dos lo son– y al Espíritu que esclarece la Palabra. Los dos aprenden a acompañarse, sin dependencias y sin humillaciones. Han entrado en la pedagogía de Dios que se revela enseñanza en lo que ha sido juzgado fracaso estéril.

CAMBIANDO LA MIRADA

El relato lo oí de un compañero que por muchos años compartió su vida y su fe en el sur de Filipinas. Un sábado, habiendo llegado a una remota aldea para atender por unos días a la comunidad cristiana, se dirigió a la capillita del lugar. Abriendo lo que él imaginó sagrario, no encontró dentro más que unos anteojos, ¡unos anteojos! Viendo su cara de sorpresa, quien le acompañaba le explicó con sonriente naturalidad que eran los anteojos del catequista, que no había encontrado sitio más adecuado y seguro que aquel para preservarlos. De alguna manera se trataba de los ojos de la comunidad. Con ellos el catequista leía en las muchas celebraciones dominicales y festivas que le tocaba animar y en tantos otros acontecimientos de la vida local. Los anteojos no eran el catequista, ni su corazón ni su inteligencia. Ni él ni la comunidad los veneraban como si de una reliquia se tratara. Pero los necesitaban, sabían que les eran importantes. Por eso quedaban allí, donde eran de todos.
La historia me llegó como brisa fresca a la mitad de una larga e indeseada etapa académica. Sintiéndome engullido por las aulas y las bibliotecas, me preguntaba el para qué de tanto estudio, el porqué consumir los ojos en la menuda y caprichosa puntuación masorética. ¿No eran más de Dios las glosas de Petra que cualquiera de los tratados yacentes en las baldas de las estanterías? El silencio auspiciado por los avisos de biblioteca más que concentración me suscitaba cautela, imaginándome objetivo fácil de francotiradores agazapados entre los anaqueles. Imposible estudiar así. Por eso agradecí la sencillez de aquella historia de los anteojos. Me decía, a modo de moraleja, que era tiempo de enfocar la mirada, de aprender a ver de otra manera y de entregar los ojos al ser-vicio de la comunidad, también desde el estudio, pero no desde cualquier modo de estudio. ¿Por qué seguir viendo las bibliotecas y las aulas como trincheras donde la batalla era a vida o muerte? Tan solo cabía la vida, como en todo sagrario. Ocupación fatigosa es el estudio – dice Qohelet –, pero es don irrenunciable que viene de Dios (cf. Qoh 1, 13). Don que se hace tarea, con la lúcida conciencia de que nunca se dirá la última palabra sobre lo que pueda aprenderse (cf. 12, 12). Y es que entre Dios y el ser humano ¿qué masoreta de ayer o de hoy se atrevería a poner un punto y final?
La primera escena de corte académico que el evangelio de Mateo nos ofrece de Jesús, es la de un Jesús joven entre maestros y doctores en el templo. Para sorpresa de todos, lo que hace es escuchar e interrogar (cf. Lc 2, 47). Ni recurre a monólogos blindados ni a aseveraciones amenazantes. Nadie sabrá jamás sobre qué versaba aquella tertulia. Tan sólo conocemos el método de Jesús: esforzarse en comprender, lo que implica escucha previa, y compartir la idea madurada. Es el método la causa del estupor de quienes presencian todo. ¡Un hombre de diálogo, joven por demás, en una época y lugar llenos de radicalismos e intolerancias! ¿Método novedoso? Lo contempló en las Escrituras. Lo aprendía del Padre, del Dios creador que cuestiona, no inquisitorialmente, sino con el anhelo de instaurar un diálogo reparador: ¿Dónde estás? Propuesta de encuentro y dignificación de la vida, aliento para vencer miedos escondidizos y sospechas infundadas que alienan (cf. Gn 3, 9-10).
¡El Dios que se hace palabra, que se hace diálogo! Que atiende a razones. De poco vale un credo caletre o un silencio sumiso que quisieran acallar los desgarros o inconformidades de la propia vida. Lo acabó entendiendo así el inquieto Job, a quien su Hacedor no le aceptó la renuncia al diálogo (cf. Jb 40, 3-7). Aunque al final quedara sin respuestas diáfanas del porqué de tanto sufrimiento, descubrió algo más importante: su Dios ya no era aquel distante, destinatario de sacrificios apuntalados sobre temores (cf. 1, 5), sino aquel que le pide mantener el pulso abierto de un entrañable y exigente tú a tú. No es que Job cambiara de Dios, sino que se atrevió a verlo más de cerca, permitiéndose a sí mismo acortar distancias. Aprendió a ver mejor.

BUSCANDO EL SITIO

En las antípodas del diálogo se sitúa la intolerancia con sus miles de aguijones. La realidad de la vida despreciada y pisoteada continúa delatando en todas partes falta de voluntades y excesiva tolerancia ante el drama de buena parte de la humanidad por sobrevivir. Situaciones de pobreza y de irrespeto continuado a la dignidad humana y a todos sus derechos son parte de nuestro paisaje y sentir cotidiano. Para muchos se consolida el todo vale como prometedora guía básica de subsistencia, pero también de opresión. Crece la violencia, insaciable en la mayoría de las grandes urbes latinoamericanas. Una de su expresión más común, cruel y lucrativa, además del sicariato, es el secuestro. Las crónicas señalan su auge y con frecuencia los desenlaces trágicos. Hace apenas un par de meses fue liberado en la ciudad donde vivo, tras casi un año de retención en condiciones difíciles de creer, un notable hombre del mundo de las finanzas, pero notable también por su compromiso social en proyectos de desarrollo humano integral, sobre todo para los más pequeños y jóvenes. Me conmovió el testimonio que ofreció en la misa celebrada con muchos de sus familiares, amigos y colabora-dores tras su liberación. Durante su cautiverio la única concesión que obtuvo de sus captores fue una Biblia que ellos mismos le facilitaron. Por meses la leyó y releyó, iniciando por los Evangelios y concluyendo con el Antiguo Testamento. Un día, así como se la dieron, se la arrebataron. Se la volvieron a entregar cuatro meses después en una sinrazón más. En su con-junto, para él el encuentro con la Palabra en esas circunstancias fue inicialmente un ejercicio de lectura y de memoria, pero acabó convirtiéndose en una presencia, en una compañía viva, la de Dios.
De todos los pasajes bíblicos macerados en su corazón durante su cautividad, de los tantos que pudo haber compartido en la Eucaristía de aquel día, eligió uno de San Pablo: Dios coloca a cada miembro de la Iglesia en el sitio que le corresponde. Se refería a 1Cor 12, 18. Estas palabras del apóstol resonaron iluminadoras para él en la penumbra de su insospechado claustro: Mi sitio es ahora aquí, y rezando por mi prójimo, incluidos los secuestradores. Desde aquel momento mi vida adquirió un sentido positivo. Una tal exégesis – hecha vida – me pareció una verdadera gracia de Dios, primero para él, y luego para cuantos la oíamos. ¡Encontrar el hoy de Dios y vivirlo así! Sin hipotecar la vida a temores del mañana incierto y sin lastrarla con nostalgias pasadas.
Vivo en una realidad política y social cada día más polarizada, incluso con voces que desde las más altas instancias gubernamentales decretan la imposibilidad de toda reconciliación. Ante un panorama así hay quienes optan por dejar el país; otros quisieran, pero no pueden. Muchos, también de lado y lado, se quedan y creen en un mañana distinto, prometedor, pero con frecuencia sobre la premisa de que la otra parte haya venido a menos, o mejor aún, que haya desaparecido. ¿Cómo encontrar, aquí y ahora, el sitio adecuado? ¿Hará falta una dolo-rosa y colectiva experiencia de secuestro para descubrirlo? El discernimiento no resulta fácil a primera vista. Al grupo de Jesús ya le costaba ubicarse adecuadamente arrobados por quién sabe qué ideas de poder: Una vez en casa, Jesús les preguntaba: ¿De qué hablaban por el camino? Se quedaron callados, pues por el camino iban discutiendo quién era el más grande (Mc 9, 34). En una variación sobre el mismo tema otros pretendieron reservarse puesto en una sugestiva fantasía monárquica (cf. 10, 39). Pero no es por ahí. Calle ciega. El lugar no será nunca una silla a la sombra de un trono ni un puesto en una armoniosa formación por escala de ambiciones. El sitio estará donde sea capaz de mantenerme frente a frente. ¡Dios nos quiere enfrentados! Así dispuso a la primera pareja humana (cf. Gn 2, 22). Ella frente a él, con el espacio suficiente que permite reconocerse distintos, diversos, necesarios. ¡Pero qué fuerte el deseo siniestro de los posesivos – mi carne, mis huesos – que dinamita límites y secuestra libertades!
El mejor rostro de Dios está por verse. Toca seguir posicionándose hasta que un día conceda un nítido frente a frente. Toca seguir aprendiendo a ver y a dejarse ver, con todos los desplazamientos que haya que hacer. Dejarse ver no como amenaza, sino como ofrenda viva, frágil, sin condiciones, como Esaú frente a Jacob cuando por fin decidió transformar su fuga en una apasionante y liberadora peregrinación: Ver tu rostro ha sido como ver el rostro de Dios (Gn 33,10).

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