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sábado, 19 de febrero de 2011

Palabra de Misión: Manual de sociedades perfectas / Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo A – Mt. 5, 38-48 / 20.02.11



El texto que la liturgia nos propone es la continuación de lo que leímos el domingo anterior. Terminamos aquí de desarrollar las seis antítesis sobre la palabra de los antepasados, de la tradición, y la Palabra de Jesús. Este fragmento en particular contiene, quizás, una de las partes más conocidas del sermón del monte fuera del ámbito específicamente cristiano. Junto con el Padrenuestro (cf. Mt. 6, 9-13), probablemente, sean los versículos que un poco conocedor del Evangelio según Mateo puede llegar a conocer, indirectamente. La ley del talión, amar a los enemigos y poner la otra mejilla son sentencias cortas que la humanidad identifica, aún sin declararse cristiana. Por eso los versículos que leemos en la liturgia de este domingo necesitan de un contexto que los contenga y que les dé explicación. Hay mucho riesgo de desvirtuar estos textos por una falta de comprensión de las situaciones anteriores y contemporáneas a su redacción que le dan explicación. Este riesgo no es sólo del poco conocedor del cristianismo. Los cristianos encuentran en el final del capítulo 5 de Mateo una frase que los perturba, y que puede complicarles la vida si no saben contextualizarla: ser perfectos como Dios. Mucha discusión hay al respecto; si se trata de un ideal para mantenernos caminando hacia la meta, si Jesús verdaderamente creía que los seres humanos podíamos se perfectos, si lo propone como hipérbole, si miente concienzudamente, si es la proyección de su personalidad divina, etc.

En vistas a estos problemas hermenéuticos, comenzaremos con la ley del talión, la ley del ojo por ojo y diente por diente. Como podemos comprobar fácilmente, talión no aparece en el texto bíblico. Es un vocablo que procede del latín talis y que significa tal como. Se puso ese nombre popular a la ley porque proponía un castigo tal como había sido la falta. La legislación está contenida en Ex. 21, 23-25: “Pero si sucede una desgracia, tendrás que dar vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, contusión por contusión”, y repetida con leve modificación en Lev. 24, 19-20 y Dt. 19, 21. Es una ley atestiguada en la gran tradición del Pentateuco, por tres libros. El origen y la intención son limitar la venganza. Suponemos que, antes de la ley, cuando alguien agredía a otro, golpeándolo, era posible que la devolución de la agresión terminase en un homicidio. A las claras, la pena por el golpe inicial no se correspondía con el castigo impuesto. ¿Cómo resolver este problema? Al rescate viene la ley del talión, intentando igualar y hacer más justo el castigo. Es una iniciativa judicial a la manera de código penal. Nos cuesta entenderlo porque en nuestros sistemas penales, el castigo es la prisión o la multa, pero eso no quita que sigamos actuando según el tal como. En nuestros códigos, a un robo de tales características le corresponde tanto tiempo de prisión; si el robo es con otras características, le corresponde otro tiempo u otro tipo de prisión. Nuestro sistema penal intenta ser justo, y la ley del talión, para su época, también. La violencia existe, y Dios sabe que el mejor camino es el amor, pero no por eso hará oídos sordos a lo que sucede en la realidad. Una realidad que la historia bíblica remonta hasta Lamec (cf. Gn. 4, 19-24), descendiente de Caín, quien se adjudica la venganza por mano propia, cuando la venganza era propiedad de Dios desde que había decidido proteger a Caín para que nadie le haga daño (cf. Gn. 4, 15). Obviamente, Jesús propone volver al ideal original, donde la ley del talión no sería necesaria porque las relaciones estarían basadas en algo muy distinto a la venganza. Dos ejemplos de los que pone Jesús para explicitar su posición son significativos; uno se entiende desde las leyes judías, el otro desde las leyes romanas. Sobre la túnica y el manto existen unos versículos en el Éxodo que dicen lo siguiente: “Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, devuélveselo antes que se ponga el sol, porque ese es su único abrigo y el vestido de su cuerpo. De lo contrario, ¿con qué dormirá? Y si él me invoca, yo lo escucharé, porque soy compasivo” (Ex. 22, 25-26). O sea que el manto no puede tomarse por orden expresa de Dios. Si alguien toma el manto de otro, Dios se hará presente para defenderlo. Por otro lado, la túnica era la vestimenta clave, que sólo es quitada a los esclavos (cf. Gn. 37, 23). Si alguien hace juicio por la túnica, evidentemente está yendo más allá de los límites, está pidiendo la dignidad del otro, pues quiere dejarlo desnudo. Para Jesús hay que darle no sólo la túnica, sino el manto que Dios prohíbe retener. Esta exageración se repite en el ejemplo del que pide acompañamiento por una milla romana (aproximadamente un kilómetro y medio, 1536 metros). Eran los soldados romanos los que podían obligar a cualquier transeúnte a llevar su carga por una milla. Ese privilegio puede estar en el fondo de la obligación que imponen a Simón de Cirene para que lleve la cruz (cf. Mt. 27, 32). Jesús duplica la apuesta: si un soldado romano pide que la cruz sea llevada una milla, hay que llevarla dos millas. Eso es muy chocante para un judío. Y la propuesta en general es muy chocante para cualquier persona.

Pero Jesús no se queda ahí. También dice que hay que amar a los enemigos. Su referencia a la palabra dada a los antepasados sobre amar al prójimo y odiar al enemigo se encuentra en Lev. 19, 18, pero parcialmente, porque sí se dice expresamente que el prójimo debe ser amado, pero nada sobre odiar al enemigo. Para entender por qué llega Jesús a esa conclusión, que no es errónea, hay que entender la separación que plantea el Antiguo Testamento: existe el prójimo (réa en hebreo) que es el israelita; existe el forastero (gér) que es el extranjero que se hizo israelita por decisión; y existe el extranjero (nokri) que vive en otro país. El libro del Levítico manda amar al prójimo (cf. Lev. 19, 18) y al forastero (cf. Lev. 19, 34), pero nada sobre el extranjero. Jesús deduce y entiende por el ámbito en el que vive, que el extranjero es un enemigo odiable, y que no hay obligación moral para con él. Como el proyecto del Reino de los Cielos rechaza cualquier tipo de separatismo, Jesús rechaza esa legislación de odio. Los cristianos no tienen mérito si continúan en ese nivel de la ley. El mérito está en saltar las barreras, en acercarse al lejano.

El mérito cristiano encuentra su reflejo en la acción de Dios. Es del Padre de quien tenemos que aprender cómo actuar. Él hace salir el sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos. Si Él no hace diferencias, ¿por qué hacerlas nosotros? ¿Por qué creernos los buenos o justos? La idea de Dios como modelo está patente en Lev. 19, 2 como idea de santidad: “Ustedes serán santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo”. Seguramente, basado en este concepto, Jesús propone ser como es Dios Padre. Aquí la tradición difiere entre Mateo y Lucas. Mientras el primero invita a ser perfectos como es perfecto Dios, Lucas exhorta a ser misericordiosos como es misericordioso Dios (cf. Lc. 6. 36). Esta diferencia reside en las distintas perspectivas teológicas. Lucas hace mucho hincapié en la misericordia divina durante su relato, y por lo tanto, considera que la esencia del Padre es esa misericordia que se expresa plena en Jesús. Para Mateo, en el marco del sermón del monte, la perfección del Padre es lo que inspira intentar vivir su utopía de la ley del amor. A ciencia cierta, ni Levítico ni Lucas ni Mateo están diciendo cosas opuestas o diferentes. La santidad de Dios es su perfección y, en definitiva, su ser santo y su ser perfecto se explican desde su esencia de amor. Si el mérito cristiano es reflejar a Dios, entonces el mérito cristiano es el amor. Amando nos hacemos santos y perfectos.

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Comentando esta lectura de hoy, Xabier Pikaza lee tres mundos/sociedades posibles: una sociedad de publicanos que se aman en clave de negocio económico y se ayudan para triunfar juntos; un sociedad de paganos que se saludan/respetan entre sí, se protegen y hacen triunfar su proyecto social sobre la tierra; una sociedad judía que se ama entre sí para mantener el proyecto religioso-nacional. Ninguna de estas sociedades es plena, porque se agota en sí misma. Lo que Jesús propone es la verdadera plenitud: una sociedad de primacía del amor, una sociedad sin venganza, una sociedad donde no es necesario separar entre compatriotas y enemigos. Es una propuesta social difícil de digerir, difícil de llevar a la práctica.

Esto demuestra que el Reino de Dios es más concreto de lo que muchos piensan. Si fuese un mero concepto teológico abstracto, entonces nos quedaríamos en los aires, meditando su belleza, soñando con su realización en el futuro lejanísimo de lo apocalíptico. Pero como es concreto, nos desafía a construir una sociedad diferente, y al darnos cuenta de lo lejos que estamos de ese ideal y de lo dificultoso que nos resulta, comprobamos que nos interpela en lo concreto. Quien ha leído con una mano en el corazón el capítulo 5 de Mateo no tiene otra pregunta más que cuestionarse por qué estamos como estamos, por qué no podemos llevar adelante la utopía del Reino y tener un mundo mejor, con sociedades de hermanos. La misma Iglesia es llamada a preguntarse por qué no es una Iglesia mejor, por qué a veces actúa como sociedad publicana, otras veces como sociedad pagana y otras tantas como sociedad nacionalista judía.

Jesús quería aportar a la construcción de la sociedad. No entendía la religión como algo que estaba por una lado, en un estanque cerrado, y por el otro lado la vida de la gente. El cristianismo tiene una contribución específica para lo social: el Reino de Dios. Es una contribución perfecta en cuanto su vara de medida es el amor, y el amor es santo y perfecto. A la Iglesia de cada época le corresponde replantearse las maneras de hacer llegar esa contribución perfecta a todos los estratos. Nosotros, por ejemplo, tenemos que dialogar con la post-modernidad, con las democracias, con las tecnologías, con los países catalogados de subdesarrollados, con el panorama religioso plural. Son cosas de nuestro tiempo que requieren la realidad apta para todos los tiempos: el Reino del amor a los enemigos

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WebJCP | Abril 2007