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MISIONEROS EN CAMINO: Evangelio Misionero del Dia: 01 de Febrero de 2011 - IV SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A
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lunes, 31 de enero de 2011

Evangelio Misionero del Dia: 01 de Febrero de 2011 - IV SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A


Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 5, 21-43

Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y Él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se sane y viva». Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados.
Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias. Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque pensaba: «Con sólo tocar su manto quedaré sanada». Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba sanada de su mal.
Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de Él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: «¿Quién tocó mi manto?»
Sus discípulos le dijeron: «¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?» Pero Él seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido.
Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus pies y le confesó toda la verdad.
Jesús le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda sanada de tu enfermedad».
Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?» Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas». Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga.
Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. Al entrar, les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme». Y se burlaban de Él.
Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con Él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Niña, Yo te lo ordeno, levántate!» En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y Él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que dieran de comer a la niña.

Compartiendo la Palabra
Por José Enrique Ruiz de Galarreta, S.J.

Se relatan dos sucesos que, al parecer, ocurrieron juntos, puesto que en los tres Sinópticos se relatan entrelazados (Mateo 9, Lucas 8). El relato forma parte de la actividad de Jesús, que pasa por toda Galilea curando a los enfermos, de tal modo que su fama se hace enorme, y acuden a él de todas partes. Es notable la diferencia entre la gente normal, que lleva sus enfermos a Jesús, y la gente importante, que le pide que acuda a su casa y los cure. Pero Jesús no se niega a nadie.
El relato de la mujer que toca la orla del manto de Jesús es bastante misterioso, y tiene ciertos ribetes semi-mágicos que nos sorprenden. Muy probablemente estamos en presencia de una amplificación semi-legendaria. La actividad de sanador de Jesús le dio fama indiscutible, y sus “hazañas” fueron sin duda engrandecidas al ser repetidas de boca en boca. El evangelista transcribe sin embargo el relato por su contenido, tan importante: el poder de la fe.


REFLEXIÓN

Dos temas importantes en estas lecturas: el Dios de la Vida y el poder de la fe.
Una interpretación ingenua y superficial de los milagros de Jesús tiende a entenderlos como manifestaciones del poder divino. Con ellos demuestra Jesús su naturaleza divina. No es suficiente, ni es esa la intención de los evangelistas. Jesús cura porque en él está el Espíritu, porque se parece a su Padre, que es compasivo, que es el Médico, que es el que nos ha creado para la vida y la salud. Lo más importante de los milagros no es que se manifiesta un poder sino qué poder se manifiesta: el poder de sanar. La acción de Jesús muestra lo acertado del Libro de la Sabiduría: No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera… El Dios de Jesús es un padre que crea por amor, no un ingeniero que fabrica para exhibir poder. El Dios de Jesús es un padre que engendra y trabaja por sacar adelante a sus hijos. Éste es el fundamento primero de nuestra confianza en Dios.
No pocas personas piensan en un dios lejano, creador hace miles de años, ausente durante nuestra vida, que espera al final como un juez implacable. No es ése el Dios que vemos en Jesús. Es una madre que sueña en tener hijos porque a ello le empuja el amor. No ama a los hijos que ya tiene y conoce, sino que engendra porque ama de antemano. Y no los abandona: trabaja por sacarlos adelante, los alimenta, los cura, los corrige. Y prepara un banquete para ellos cuando lleguen al final del camino. Estas imágenes de la vida humana son mucho más estimulantes, pero, sobre todo, son las de Jesús, no las que nosotros nos hemos inventado.
Jesús completa y fundamenta al libro de la Sabiduría. Nuestra fe en la inmortalidad no se funda en ninguna filosofía, ni en Pitágoras ni en Platón ni en ninguna sabiduría humana; se funda en que conocemos a Dios, y sabemos cómo es el corazón del Creador. La historia de la Creación se concibe a veces en tres estadios: primero, el Gran Ingeniero, solo; después, el Gran Ingeniero que crea todas las cosas como un alarde de poder y Sabiduría; finalmente, el Gran Ingeniero vuelve a estar solo, cuando todas las cosas, criaturas temporales, hayan desaparecido. El Dios de Jesús nos hace pensar en otro esquema: primero, la madre soñando en tener hijos y queriéndolos
antes de que nazcan; después, la madre trabajando por sacar a sus hijos adelante, instruyendo, alimentando, curando; finalmente, todos los hijos reunidos en casa, al final del largo viaje, fuera ya del todo peligro y de todo mal.
Evidentemente, esta imagen no explica por qué el camino es oscuro, por qué corremos tantos riesgos, por qué ha permitido el Padre tanto mal en el camino. Pero la imagen sigue siendo válida, aunque no sea completa. Y es la fuente de nuestra fe en la Vida definitiva (y de nuestra esperanza en que ninguno falte en el banquete, porque si alguno faltase, no podría ser completa la alegría del Padre)
La enorme abundancia de curaciones que consignan los evangelios, y muy en especial Marcos, revelan por tanto un aspecto básico de Jesús. El Hijo “está en las cosas de su Padre”. Las cosas de su Padre son sus hijos, y el Primogénito, el Hijo Preferido, lleno del Espíritu de su Padre, se dedica en cuerpo y alma a sanar y a iluminar, a liberar de esclavitudes, con todos los que tropieza, pobres, ricos, judíos, paganos, samaritanos, publicanos, prostitutas: para Jesús no hay ninguna diferencia: son todos hijos que necesitan la luz y la curación. Los detalles de cada curación son anecdóticos, y nos ayudan a comprender que se trata de sucesos, no de narraciones míticas, aunque estén amplificados por la leyenda. Nos importa, en todas las curaciones de Jesús, ver con los ojos de la fe: entender cómo es Dios, recordando la frase del evangelio de Juan: “El que me ve, ve a mi Padre”.
Éste es el lugar correcto de la fe. Sería ingenuo pensar que el secreto de la curación reside exclusivamente en el poder mental de alguien que está plenamente convencido de que se va a curar, o, más aún, que Dios premia la confianza que se pone en él. Esta actitud es semejante a la de los que piensan que la oración todo lo alcanza, como si pudiéramos “forzar la voluntad de Dios”. La fe de que habla Jesús no es el disparador de un efecto mágico. Jesús está alabando a la mujer y a Jairo, que han confiado en él, mientras otros sospechan o lo rechazan. Los que creen en él, se acercan y son curados.
Más significativa aún que la fe de la mujer es la incredulidad y burla en casa de Jairo.
Pero “No temas, basta con que tú tengas fe”.


PARA NUESTRA ORACIÓN

Nuestra fe en la Vida Eterna, en la bondad de Dios, en Jesús mismo. No podemos permitirnos la ingenuidad de atribuir a todas estas convicciones la categoría de certezas racionales, de evidencias. Estamos hablando de fe y, concretamente, de fe en Jesús, es decir, de fiarse de él, de apostar por él. Todo el mundo apuesta: los “impíos” de que habla el Libro de la Sabiduría hacen su apuesta: no hay más vida que ésta, disfrutémosla. Es una apuesta, que puede salir mal. Algunos apostamos por Jesús de Nazaret, por sus criterios y valores. Y es una apuesta razonable: da sentido a la vida para todas las personas, lleva a más desarrollo personal, a más solidaridad. Y se funda en la fiabilidad de una persona admirable… De aquí en adelante, la fe, nuestra apuesta personal, por Jesús y por el Dios de Jesús, con todas sus consecuencias.
Pero hay también un desafío a la felicidad. Todo el mundo quiere curarse, porque todo el mundo aborrece el dolor, el mal, porque todo el mundo quiere ser feliz. Contra la felicidad se interpone la enfermedad y la muerte … y tantas cosas más. El desafío del ser humano es ser feliz en una vida frecuentemente hostil.
La apuesta por una felicidad basada en que todo me salga bien fracasa. El Antiguo Testamento se aferra a que a los justos todo les sale bien porque Dios les protege, pero es mentira. La realidad es que a todos les salen muchas cosas mal, y que todos mueren.
¿Es posible la felicidad en un mundo lleno de mal y abocado a la muerte?
Esta certeza existencial de fracaso global ha desesperado a muchos y se ha constituido en argumento para negar que pueda haber un dios tras tanto absurdo y tanto dolor.
Los que creen a Jesús y le siguen hacen otro planteamiento, más existencial, menos cognitivo.
Ante todo, no entienden la felicidad como algo que viene de fuera, resultado de satisfacciones recibidas, sino como una satisfacción interior, que puede ser más fuerte que la alegría o tristeza que deparen los acontecimientos.
En segundo lugar, entienden la vida no como búsqueda de la propia satisfacción sino como misión de evitar en lo posible el dolor de los demás.
En tercer lugar, no pretenden entender la providencia divina, sino que dejan su propio destino y el de todos en las manos de Dios, confiando en que el Padre sabrá los porqués y tiene en su mano el futuro de sus hijos.
Así, la búsqueda de la felicidad se transforma: ya no se busca simplemente sentirse a gusto porque todo salga bien, sino sentirse bien por tener sentido, misión y confianza en el Amor es Todopoderoso … a pesar de la infelicidad del mundo.

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WebJCP | Abril 2007