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sábado, 4 de diciembre de 2010

Palabra de Misión: ¿Qué Mesías espera Juan Bautista? / Segundo Domingo de Adviento – Ciclo A – Mt. 3, 1-12



¿Quién es Juan el Bautista? Es la voz que clama en el desierto, es el gran último profeta, es el que excita a las masas, es el que bautiza, el anunciador, el predicador. Es el enemigo de Herodes. Para Lucas era un pariente de Jesús, hijo de Isabel (cf. Lc. 1, 24.36); para Mateo, la conexión con Jesús es distinta. No es una relación de sangre lo que los une, sino el Reino de Dios. La forma literaria de introducirlos es con el verbo griego paraginomai, que significa, literalmente venir al lado, o sea, hacerse cercano, y por implicación, hacerse presente, sobre todo públicamente. Tanto Jesús como Juan se dan a conocer, aparecen frente a su pueblo. En Mt. 3, 1 lo hace el Bautista: “En aquel tiempo, aparece [paraginomai] Juan el Bautista”; y en Mt. 3, 13 es el turno de Jesús: “Entonces Jesús fue desde Galilea hasta el Jordán y se presentó [paraginomai] a Juan”. La oración que resume sus prédicas es la misma también: “Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mt. 3, 2; Mt. 4, 17). Marcos ya la había utilizado en su Evangelio, con alguna variante, atribuyéndola solamente a Jesús (cf. Mc. 1, 15), pero Mateo va más allá, poniéndola en boca de Juan. Esto determina un punto de contacto que, si no es bien interpretado, lleva a confusiones. ¿Hablaban de lo mismo ambos personajes? ¿La Buena Noticia de Jesús es idéntica a la prédica exhortativa de Juan? Más adelante señalaremos qué las diferencia, pero por lo pronto tengamos en cuenta que el concepto del Reino de Dios (la expresión Reino de los Cielos es lo mismo que Reino de Dios; Mateo la utiliza para respetar la costumbre judía de no pronunciar el santo nombre) no era exclusivo del cristianismo; al contrario, Jesús lo hereda de la rica tradición israelita, y como producto de una tradición tan históricamente larga, existían muchas acepciones. Para algunos, el Reino de Dios es puramente militar, es una empresa marcial de Yahvé de los ejércitos que aniquilará a las naciones paganas con todo el peso de su poder; para otros, el Reino de Dios es una estancia espiritual, un estado casi fantasmagórico de elevación a la quintaesencia del conocimiento divino; para un grupo se trata del momento de peregrinación escatológica de los pueblos hacia el monte Sión; para otro grupo es el presente mismo, quizás en dos niveles, uno más cósmico-celestial y otro más terrenal-material. Para algunos, el Reino es un don; para otros es la construcción que hacen los justos del proyecto de Dios en la tierra. Jesús y Juan convivían con diferentes acepciones del Reino de los Cielos, y por ello no es extraño pensar que divergieran en el sentido que le daba cada uno. Sin embargo, más allá de esa diferencia que remarcaremos luego, podemos seguir anotando similitudes entre ambos hombres. Según Mateo, el ministerio de los dos está profetizado por Isaías. El Bautista es la voz que clama en el desierto de Is. 40, 3, y Jesús es la luz que ilumina las tinieblas de las regiones de la muerte de Is. 9, 1 (cf. Mt. 4, 14-16). Las multitudes acuden a ellos desde lugares similares (Jerusalén, Judea, la región del Jordán) según Mt. 3, 5 y Mt. 4, 25, y al verlas (cf. Mt. 3, 7 y Mt. 5, 1), ambos hombres proclaman su mensaje que es, en definitiva, un programa de vida.

Estos programas de vida están creados en función del Reino que predica cada uno. Y aquí vamos a adentrarnos en la diferencia de los mensajes. En Juan, la ira de Dios es lo inminente, y no se puede escapar de ella. Dios está de veras enojado, según parece. Tiene un hacha (su instrumento escatológico), y con esa hacha va a limpiar la humanidad. Lo que no sirve se corta y es arrojado al fuego. Para realizar esta acción de limpieza, Dios tiene un enviado, uno más fuerte o más poderoso que Juan. Es el agente mesiánico, la mano derecha de Dios. Si la herramienta escatológica divina es el hacha, la del agente mesiánico es la horquilla para recoger el trigo (y guardarlo) y quemar la paja (en un fuego eterno). El plan programático del Reino que predica Jesús parece, en cambio, apuntar en otra dirección. De lo primero que se habla es de los bienaventurados (cf. Mt. 5, 3ss), de poner la otra mejilla (cf. Mt. 5, 39), de amar a los enemigos y rogar por los perseguidores (cf. Mt. 5, 44), de un Padre que hace llover sobre justos e injustos (cf. Mt. 5, 45). Es un Reino difícil de congeniar con el hacha y la horquilla. No estamos afirmando que haya una total oposición entre un mensaje y el otro, pero sí que no son exactamente lo mismo. Jesús no reproduce la idea de Reino del Bautista. Sí hablará del árbol que no produce buenos frutos y es quemado (cf. Mt. 7, 19) o de la cizaña que es separada para ser arrojada al fuego (cf. Mt. 13, 40), pero estas menciones, típicamente joánicas, no enmarcan el total del Evangelio jesuánico. Esto es notorio cuando el Bautista, desde la cárcel, manda a preguntar a Jesús si Él era el que debía venir o es preciso esperar a otro (cf. Mt. 11, 2-3). Juan hablaba del más fuerte, y llegó a creer que ese agente mesiánico era Jesús, pero en un momento dudó, justamente por las maneras y las palabras de Jesús. ¿No debía llegar con el hacha y la horquilla? ¿No debía quemar a los pecadores? ¿No era el momento oportuno para la ira de Dios? Jesús parecía más concentrado en el amor del Padre que en su enojo, en su capacidad de perdonar que en su capacidad de hachar. Por eso le devuelve al Bautista una constatación profética de su mesianismo: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres” (Mt. 11, 4b-5); estos son los signos que Isaías atribuye a la llegada del Reino (cf. Is. 29, 18-19; Is. 35, 5-6a). Si Juan era profeta, entonces podía leer los acontecimientos históricos desde la perspectiva de Dios. El Mesías había llegado, estaba aquí, los enfermos se restauran, los muertos vuelven a la vida, hay Buena Noticia para los pobres. Esos son los signos de la llegada de Dios, y no el fuego y la condenación.

La figura del Bautista es una figura dura. Es un profeta amenazante. Juan está enmarcado en la tradición de Elías. Jesús mismo lo atestigua refiriéndose a él: “Y si ustedes quieren creerme, él es aquel Elías que debe volver” (Mt. 11, 14). La descripción de Mc. 1, 6 y Mt. 3, 4 tiende a la misma asimilación: Juan se viste como el profeta Elías de 2Rey. 1, 8. Su vestimenta es austera, pero más aún, es una protesta al sistema vigente. La piel de su túnica es de camello, y el camello es un animal impuro según Lv. 11, 4. De esta manera, el profeta denuncia al Templo y a su sistema de impurezas/purezas rituales. Por otro lado, se alimenta de langostas y miel silvestre. Ambos son productos del desierto, lo cual se puede entender en dos sentidos: la protesta es contra el Pueblo de Dios instalado que ha olvidado su estancia en el desierto por cuarenta años, y por lo tanto, se ha olvidado del mismísimo Dios (sentido reforzado por el Salmo 81 donde Dios, recordando la salida de Egipto, asegura que alimentaría a su pueblo con miel silvestre); o la protesta es contra el sistema de mercado, debido a que las langostas y la miel silvestre no se producen ni se venden, sino que se obtienen directamente de la naturaleza.

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Es muy probable que Juan Bautista no tuviese el mismo perfil que Jesús en cuanto a mensaje. Es muy probable, también, que la duda de Juan fuese muy profunda sobre la identidad de Jesús. Hoy, los historiadores coinciden en su grandísima mayoría, sobre un período en la vida de Jesús en que fue discípulo del Bautista, incluso permaneciendo un tiempo en el desierto con él. Con el paso del tiempo, Jesús habría penetrado más el misterio divino y comenzaría la separación de Juan para iniciar solo su camino. Quizás, el detonante para la separación ideológica definitiva fue la separación física que sucede cuando Juan es apresado; Mateo parece reflejarlo: “Cuando Jesús se enteró de que Juan había sido arrestado, se retiró a Galilea” (Mt. 4, 12).

Juan Bautista se debe haber decepcionado cuando le llegaron las primeras noticias, estando en prisión, de la actividad de su anterior discípulo. ¿Por qué no arremete con la ira de Dios? ¿Puede ser éste el Mesías? ¿Dónde ha quedado lo que le había enseñado en el desierto? Es la desilusión del mesianismo cuando el Esperado resulta ser distinto a lo que se esperaba. A muchos cristianos les sucede eso actualmente. Tras muchos años de practicar una fe religiosamente estricta, se encuentran con un Jesús distinto que no responde a las expectativas creadas durante tanto tiempo. Se encuentran con un Jesús de Buenas Noticias, de cercanía a los marginados, de tiempo de conversión, de poca condena y mucha comprensión, de juicios finales donde lo importante es la actitud frente al sufrimiento del prójimo antes que el cumplimiento legal de prácticas rituales. Se encuentran con un Salvador que salva más de lo que condena. Ese choque desestabiliza, cuestiona, y decepciona. Como al Bautista. Muchos cristianos quieren que Dios tenga el hacha al pie del árbol para comenzar la tala.

Y nadie puede decir que estos cristianos sean malos cristianos. Lo importante es dejarse tamizar por el Jesús de los Evangelios. Lo más seguro es que quienes creen en un Dios condenador no han leído más la Biblia que los manuales de catequesis; y allí reside el problema. La imagen en el espejo que puede devolvernos claridad para nuestras vidas es la imagen de Jesús que nos presenta el Nuevo Testamento, y a partir de esa imagen, llegar a la imagen de Padre que nos transmite Jesús. Siempre nos va a decepcionar alguien que conocemos a medias y que formamos a nuestra imagen y semejanza. El desafío de la evangelización es presentar, en primer plano, con todo lo que es, hace y dice, a Jesús. El desafío de la evangelización, entonces, es aprender a divulgar los Evangelios en un tiempo de adviento donde la gente no sabe qué esperar, cómo esperar o a quién esperar.

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WebJCP | Abril 2007