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miércoles, 8 de diciembre de 2010

Palabra de Misión: María de la historia / Inmaculada Concepción – Ciclo A – Lc. 1, 26-38


Alineación al centro
Las fiestas marianas presentan, para la Iglesia de hoy, el desafío de interpretarlas de una manera en la que María no salga perjudicada. Esto es, de una manera que haga justicia a la María histórica sin adornarla demasiado con elementos externos que se fueron sumando durante el progreso de la mariología. Los elementos externos, más allá de su valor religioso, en muchas ocasiones son obstáculo para el ecumenismo, por un lado, y obstáculo para los lectores de la Biblia que pretenden hallar a la muchacha de Nazareth sin poder hacerlo debido al acervo católico que arrastran. ¿Quién no ha leído el relato de la anunciación de Lucas con la imagen en mente de tantas pinturas famosas o de vitreaux de templos? ¿Quién no ha identificado a la mujer del capítulo 12 de Apocalipsis con María por pura asociación extra-bíblica? Nuestro catolicismo está tan impregnado de estos elementos externos a los que hacemos mención, que es difícil la reversión de la imagen; es difícil hallar en María de Nazareth, la adolescente judía de 13, 14 ó 15 años, un mensaje, con fundamento bíblico, que nos afecte el hoy. ¿Acaso tiene sentido bucear en esa María, en la histórica? ¿No es más valiosa la reina de las estampitas, la de las basílicas? Evidentemente, si el proceso histórico (católico) puso a María sobre los altares, es porque, de una u otra manera, la María de Nazareth encierra el sentido primigenio del mensaje de Dios a los seres humanos. Los títulos posteriores, las basílicas, los mensajes atribuidos a ella, son ropajes, que como cualquier vestimenta, responden a una época, a la cultura de esa época, al modo de ser del lugar donde se fabricó el vestido. Quizás, sea hora de ir quitando los ropajes para que lo original, la muchacha adolescente de Nazareth, se abra paso desde su originalidad y nos cuente qué hizo Dios en ella, aunque lo sabemos de sus palabras: “el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas” (Lc. 1, 49).

Aquí van tres claves para encontrar a la María de Nazareth y lo que Dios hizo en ella:

a) María de Dios: el saludo del ángel tiene dos expresiones interesantes: alégrate y llena de gracia. Sobre el significado griego de las palabras aquí utilizadas por Lucas y su correspondencia teológica se ha escrito mucho. Algunos escriben para defender la Inmaculada Concepción, otros lo hacen para atacarla. Quizás, una de las mejores explicaciones y, consecuentemente, una de las mejores traducciones del saludo del ángel, haya que atribuirla a De La Potterie y a Delebecque: “Alégrate de ser (de haber sido) transformada por la gracia”. Este es el gozo que anuncia el mensajero divino a la muchacha de Nazareth: que se alegre, que salte de satisfacción, porque la gracia de Dios puede transformarla, y no sólo puede, sino que ya la ha transformado. María, mujer judía marginal, perdida en una aldea de Palestina, desconocida de la historia de los Imperios, es la Madre de Dios. Claro que Yahvé la ha transformado, y por supuesto que es pura gracia esa transformación. La gracia es regalo, es el propio amor de Dios que se derrama gratuitamente. El honor de llevar a Jesús en su seno es un regalo de amor, es el regalo de la vida divina que pasa a habitar en su vientre. Dios la ha elegido para algo grande, y para eso la ha dotado, la llenó de gracia, o sea, la llenó de su amor. Porque es el amor de Dios lo que permite emprender las grandes proezas. Los que son capaces de dejarse amar por ese amor y, a la vez, intentar reproducirlo con el prójimo, son los que hacen de la historia un camino de Reino de Dios. Son aquellos que se dejan amar y aman como María, o como Jesús, o como Pablo, o como tantos que han entendido la gratuidad a partir de las enseñanzas del Maestro: “Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente” (Mt. 10, 8b).

b) María de escucha: el Evangelio de la infancia narrado según Lucas está construido como un paralelo entre Juan el Bautista y Jesús, por lo tanto, entre los padres de uno y los padres del otro. El mayor contraste de Zacarías, en este caso, es María. Son personajes conectados, pero opuestos, y opuestos por una razón literario-teológica. Zacarías representa a la Antigua Alianza, y por eso es varón, sacerdote del Templo, que recibe la visión del ángel en Jerusalén. María, en cambio, es mujer, laica, y recibe las palabras del ángel en su pequeña aldea, lejos de la pompa litúrgica. Estas diferencias obvias encierran una diferencia sutil: a Zacarías se le presenta el ángel y lo ve (cf. Lc. 1, 11-12), mientras que para María no hay visión, sino palabra; el ángel la saluda y ella se desconcierta al oír las palabras del ángel. Este cambio es un paso teológico muy grande. María, figura de la Nueva Alianza, es la que oye, la discípula. Como María hermana de Marta, que a los pies del Maestro representa el discipulado (cf. Lc. 10, 38-42). No hay visiones aparatosas para ella, sino Palabra de Dios que la inspira, la llena de gracia, y la impulsa a asumir su misión. Porque es mujer que sabe oír, es mujer que preguntará, repreguntará y responderá. María se hace discípula de un proyecto alocado de Dios que consiste en traer su Hijo al mundo a través de ella. No pedirá señales que se puedan ver; María confía, tiene fe en la Palabra empeñada de Dios, y por eso se suma a la iniciativa.

c) María de palabra: las palabras finales del ángel sobre el poder de Dios que no deja nada como imposible, también encuentran una muy buena traducción en Delebecque, siguiendo los textos griegos originales: “porque, viniendo de Dios, ninguna palabra quedará sin efecto”. A eso responde María: a la Palabra de Dios, porque sabe que es palabra fiel, cumplidora, profética. El Señor es Poderoso, y hace posible lo imposible, y hace grandes cosas en María, porque tiene una palabra auténtica. No dice por decir, no promete como los políticos, no jura en vano. María conoce tanto a su Dios, que es capaz de confiarle su útero, en nombre de la Palabra que ha recibido. Eso la convierte a María en mujer de palabra, también. No dice que sí ahora y cambia de opinión luego. Su aceptación es una aceptación sincera, sin dobleces, sin segundas intenciones. María, desde su incapacidad de actuar como testigo para ley judía (que exige dos testigos varones para los casos judiciales), es la mejor testigo de la acción de Dios en la historia, porque en su fibra íntima ha recibido la transformación que obra el Señor. No ha visto ángeles, no ha presenciado las plagas de la salida de Egipto, no estuvo en las guerras que Israel peleaba con signos prodigiosos. María ha escuchada una Palabra, ha confiado en Ella, y ha concebido en su seno. Esa es su historia (la de una muchacha de Nazareth), esa es la historia del discipulado (escuchar, responder y concebir a Jesús), esa es la historia particular que cambia toda la historia de la humanidad.

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WebJCP | Abril 2007