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MISIONEROS EN CAMINO: NAVIDAD, Inicio de la "Misión de Dios"
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miércoles, 22 de diciembre de 2010

NAVIDAD, Inicio de la "Misión de Dios"


Publicado por Esquila Misional

Con motivo de Navidad, proponemos una reflexión que nos invita a hermanarnos con el inicio de la misión: el envío del Hijo de Dios a la Tierra; un Dios que quiso nacer «frágil» y que optó por identificarse con los más pobres del planeta; un Dios que quiso descubrirse y salir de sí mismo para venir al encuentro con la humanidad y anunciar su salvación.
¿Qué significa el anuncio de este Dios para los grandes problemas que amenazan a la humanidad?, ¿cuál es la contribución y relevancia de la comunidad misionera para la solución de esos conflictos?, ¿cómo transformar nuestra propuesta en un lenguaje que la gente del siglo XXI entienda como suya, enraizada en sus contextos y, al mismo tiempo, abierta a lo trascendente? Estas son algunas ideas clave de una declaración de monseñor Erwin Kräutler, obispo de Xingu, Brasil, para que nuestras comunidades intenten reconocer, contemplar y cuidar a los pobres y oprimidos como parte de nuestra misión.?



La misión universal
de la Iglesia

Hoy, cuando en la Iglesia hablamos de «misión», distinguimos siete u ocho significados diferentes. El término puede indicar «testimonio en el mundo», «pastoral misionera», «nueva evangelización», «ecumenismo», «diálogo interreligioso», «misión ad gentes», «misión inter gentes» y «misión más allá de las fronteras». En conjunto, todas estas actividades pastorales constituyen el mosaico de la misión universal de la Iglesia, pero podríamos preguntarnos: ¿No es muy amplio este tema?, ¿esa amplitud no nos hace olvidar problemas específicos?, ¿dónde está nuestra identidad católica; dónde la opción por los pobres, la defensa de los pueblos indígenas; dónde la Iglesia local con sus Comunidades Eclesiales de Base, dónde los ministerios, los laicos y el diálogo ecuménico e interreligioso?

En un mundo globalizado, las acciones y sus consecuencias traspasan fronteras; es imposible cerrar los ojos para ver aspectos que urgen, en especial los marcados por la pobreza, la exclusión, la violencia y la persecución. Por tanto, presento tres dimensiones sobre nuestra responsabilidad misionera: La naturaleza misionera de la Iglesia, el encuentro con la humanidad y las acciones de nuestro consecuente compromiso.

Naturaleza misionera de la Iglesia
Por su «naturaleza», la Iglesia es misionera. ¿De qué trata esta «naturaleza»? Según nuestra fe, la esencia misionera nos ha sido revelada por Jesucristo y tiene su origen en la «misión de Dios» y su finalidad en la salvación de la humanidad. En resumen, la comunidad eclesial insiste en devolver esa «cotidianidad» misionera en todas sus instancias, tal como lo afirma el documento de Aparecida: vivir un «estado permanente» de misión.

Sin embargo, en varias épocas y regiones del mundo, esa naturaleza se ha visto oscurecida por la proximidad de la Iglesia al poder. El poder como expresión de regímenes coloniales, imperiales, dictatoriales o aún democráticos, ha procurado siempre transformar la misión en ideología y neutralizar la presencia de la Iglesia junto a los pobres, cuya existencia denuncia la violación de sus derechos y culturas por los respectivos regímenes.

Encuentro con la humanidad
A partir de Pentecostés, la comunidad eclesial aprende que su tarea es formar, convocar y enviar a los testigos de la resurrección. En el Espíritu Santo, la familia misionera es enviada para articular universalmente a los pueblos y a las culturas en una gran red de solidaridad, diversidad y unidad. Del envío nacen comunidades pascuales y de éstas nace el envío, por tanto, la misión es el «corazón» de la Iglesia, y tiene dos movimientos: «envío» a la periferia del mundo y «convocatoria» a partir de esa periferia para la liberación del centro. Bajo la señal del Reino, se propone un mundo sin periferia y sin centro.

Pero, ¿quién es hoy ese destinatario de la comunidad que envía?, para intentar responder esto, nuestro compromiso misionero no huye de la realidad, del sufrimiento y de los pobres, víctimas de las grandes crisis del planeta en este inicio del siglo XXI. De estas grandes crisis, múltiples y conectadas entre sí, emergen los problemas centrales de la humanidad:
a) La polarización económica de la sociedad mundial ha orillado a mucha gente pobre a sujetarse a condiciones de trabajos penosos y con salarios indignos, sin garantías de derechos sociales y educación para los hijos.
b) La explotación irracional de los recursos naturales «coloca en peligro la vida de millones de personas», en especial a los «campesinos e indígenas, que son expulsados para las tierras improductivas y para las grandes ciudades...» (DA 473).
c) La crisis cultural, manifestada, por un lado, como crisis de sentido y, por otro, como fundamentalismo con sus ramificaciones en las grandes religiones y en las ideologías filosóficas y políticas.
d) La democracia liberal se encuentra en una profunda crisis estructural porque no permite la participación satisfactoria del pueblo. Los que tienen el poder económico consiguen «reducir» al Estado para que no interfiera en sus intereses. Ese Estado «minimizado» favorece a las élites y no consigue controlar la acumulación del capital en pocas manos ni la corrupción ni a los medios de comunicación. La justicia se ha convertido en una justicia formal, morosa y carísima, que no permite a los pobres alcanzar sus derechos básicos.

Ante estos y otros problemas, cada sociedad, estado y gobierno intenta resolver o equilibrar con tareas como: sustentar el bienestar económico de todos los ciudadanos, redistribuir el ingreso, lograr la reintegración social y laboral, garantizar legalmente el reconocimiento cultural del otro, velar por la libertad y participación política de todos en un sistema democrático, cuyo funcionamiento no dependa del tráfico de influencia del gran capital y, finalmente, instalar un sistema jurídico que garantice la aplicación de la ley para todos e inhiba la corrupción en todas las instancias, incluso en el propio aparato de justicia.

Ahora, en un mundo sin fronteras geográficas y políticas, no se tiene adónde exportar la miseria. Todos los países reproducen en su interior el Primer y Tercer Mundo. Eso nos posibilita y obliga a globalizar la solidaridad y buscar alternativas. El desafío consiste en regenerar la solidaridad a escala mundial.

Acreditamos que «otro mundo» es posible, porque el equilibrio entre acumulación capitalista, integración social y legitimación democrática no puede funcionar bajo el esquema actual. Como comunidad eclesial no entremos en el juego de alternativas perversas: bienestar material sin participación ni libertad política; democracia con hambre y miseria; prosperidad económica con dictadura y hambre (el país va bien, el pueblo mal); prosperidad política y económica para las élites y miseria para el pueblo. ¿Nosotros, discípulos-misioneros, qué podemos hacer y proponer? Ante la gravedad de los problemas todos somos aprendices. No tenemos una receta pronta u otro mundo que podríamos escoger para nuestra misión, a no ser este, que podemos recorrer siempre con nuevas actitudes, con la luz del Evangelio y la razón de nuestra esperanza.



Nuestro compromiso misionero
Nuestra tarea de discípulos-misioneros es la del profeta peregrino, que denuncia y anuncia, que vive otros valores (partición, solidaridad, gratuidad) y busca apuntar para el otro mundo posible, que para nosotros tiene su matriz en el Reino de Dios. Nuestros sueños, nuestra visión del mundo y nuestra esperanza tienen un impacto sobre el mundo, porque a través de esto somos capaces de «asegurar el cosmos». Para fortalecernos, es necesario cuidar nuestra identidad. Vivamos esa naturaleza universalmente contextualizados, en la unidad plural del Espíritu Santo, en la gratuidad y en la esperanza de los y con los pobres.

Universalmente contextualizados
¿Cómo situarse entre aislamiento y actualización, entre despojo y enriquecimiento? ¿Cómo traducir los artículos de fe, las señales de justicia, las imágenes de esperanza y las prácticas de solidaridad para los interlocutores del mundo moderno? La mediación histórica y contextual del proyecto de Dios hace de la historia y del contexto un sacramento de su presencia. La misión inserida en el corazón de la historia y cultura de cada pueblo «es un imperativo del seguimiento de Jesús y es necesaria para restaurar el rostro desfigurado del mundo» (SD 13b). Por su universalidad, todas las causas del Reino representan los desafíos de una comunicación intercultural con los diferentes: con sabidurías populares y laicas, con experiencias religiosas, con temporalidades diferentes, con geografías distintas, con jerarquías diferentes, con visiones y valores distintos.

No olvidemos las diferencias que hay entre contextos y que no existe asunto más contextualizado y universal que el sufrimiento de los pobres. La solidaridad, que es universal, debe ser construida a partir del propio pueblo. La universalidad contextual de los pobres presupone el largo camino de la construcción de un proyecto común. Sin ese plan, mediado por valores universalmente pactados como justicia, solidaridad, igualdad, libertad, participación y tolerancia, también los proyectos históricos de cada grupo étnico-social perderán la característica de una «causa» que puede ser defendida por todos...

Unidad en la diversidad
La unidad de la misión es una unidad en la diversidad del Espíritu Santo. Las múltiples respuestas de las culturas no son un accidente de trayecto, pero deben ser positivamente interpretadas como participación en la creación del mundo. Y, en ese mundo, pueblos e individuos defienden su identidad siempre en contraste con la alteridad. De ese contraste nace el imperativo de la pluralidad en unidad.

Construir la unidad significa derribar «muros de la separación». En la parábola del Buen Samaritano (Lc 10,25ss), Jesús propone derribar no sólo el muro étnico entre samaritanos y judíos, entre mestizos impuros y judíos puros, el muro clerical entre sacerdotes y laicos, también el muro entre secta marginada y religión oficial, entre justos y pecadores, entre discurso y praxis, entre verdad y amor. Seguir la «falsa» religión de los samaritanos no impide, según la parábola, hacer lo correcto delante de Dios. Lo cierto y decisivo para la vida eterna no es la pertenencia a cierto grupo, sino la práctica de la justicia y la caridad.

Derribar muros, marcados por la «corrupción del pecado», significa recuperar la imagen de Dios en los rostros humanos y la comunicación libre entre iguales y diferentes. En ese proceso, Jesús se coloca al lado de la samaritana, del emigrante, del leproso, del pobre y del pecador. Él construye unidad a partir de la asunción y de la articulación de la humanidad mutilada en sus contextos y en los confines de sus mundos.

La justicia de la resurrección no es privilegio de una u otra denominación cristiana. Por la voluntad salvífica universal de Dios «debemos admitir que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que se asocien, de modo conocido por Dios, a este misterio pascual». Aunque no hay que olvidar que la unidad definitiva entre los cristianos y la humanidad como un todo debe ser vista en un horizonte escatológico.



Gratuidad
En un mundo competitivo y excluyente, donde el lucro privatiza espacios, la misión está vinculada a la recuperación de un espacio y proyecto alternativos de no-mercado y gratuidad. La comunidad misionera confía en la atracción de su testimonio gratuito. La Iglesia «casa de los pobres» es una Iglesia pobre. De los pobres recibe el don de la gratuidad y la proximidad del Espíritu Santo, que es «padre de los pobres» y «protagonista de la misión». Desde el Vaticano II, la Iglesia tejió un hilo conductor para su acción misionera, que esclarece la dimensión más profunda de su «naturaleza misionera»: la opción preferencial por los pobres. Esa opción es preferencial, porque debe «atravesar todas las estructuras y prioridades pastorales».

«Todo aquel que tenga relación con Cristo tiene relación con los pobres, y todo lo que está relacionado con los pobres clama por Jesús Cristo». La gratuidad impulsa necesariamente a la simplicidad institucional. Sólo estructuras leves permiten pensar en gratuidad. Estructuras pesadas son muy caras. Una Iglesia en camino es una Iglesia simple y transparente. Caminar en el Espíritu es caminar desarmado y despojado. Conversión y transformación auténticas vuelven a las personas más simples. Y la simplicidad representa también una respuesta a la complejidad cada vez más especializada del mundo.

La gratuidad, microestructuralmente vivida en la contramano del sistema capitalista, apunta a la posibilidad de un mundo para todos, también para desconexiones sistémicas, mudanzas de mentalidad y estructuras eclesiales.

Razones de nuestra esperanza
Hoy, los discursos dominantes afirman que no hay alternativa al capitalismo, que las utopías no tienen más sentido y que la historia llegó a su final. Son discursos dirigidos a los pobres que generan desesperanza, pesimismo y depresión. La esperanza nace cuando las víctimas comienzan a hablar, actuar, organizarse por cuenta propia; cuando los discípulos-misioneros se hacen presentes en medio del pueblo, rechazan el propio protagonismo y ceden a las ventajas de su clase social, acompañan los procesos de organización, ayudan a expulsar el sentimiento de incapacidad y se empeñan en transformar los deseos alienantes que esperan todo de la providencia de Dios o de las promesas de los políticos.

La esperanza es un mensaje central de la fe. Por la esperanza somos capaces de comprender el misterio de Dios no como ausencia o abandono, sino como su condición de ser y como centro del mundo, en los rostros de los emigrantes y refugiados, de los desempleados y los que viven en las calles de grandes ciudades, de los agricultores e indígenas sin tierra y de los afrodescendentes que luchan por su reconocimiento en sociedades racistas. Dios oye el grito de su pueblo, pero no sólo mira su sufrimiento, también participa de él. Dios, que oye el grito de los pobres, está en el centro de los conflictos y nos envía en misión. Reconocer a Dios como sujeto y autor de la historia alivia el peso de la actividad misionera, sin eximirnos de responsabilidad. Por tanto, los discípulos-misioneros, debemos pedir a Dios oídos abiertos, manos extendidas, una vida que se dona y una voz profética que no se calla.

La experiencia del éxodo y la recuperación de la memoria de los pobres son fundamentales para el anuncio misionero. La misión, que se propone ser y anunciar la «Buena Noticia», procura, necesariamente, desintegrarse del sistema que produce sufrimiento a los pobres, procura desintegrar el sistema y, positivamente, recuperar la memoria de los oprimidos.

En última instancia, la esperanza es confianza en Dios, es utopía, lugar inexistente, promesa absoluta. La misión vive y propone ese éxodo en dirección de un mundo nuevo que acogemos en la metáfora del Reino de Dios. La esperanza nos da las razones y la fuerza para decidir entre el presente, acomodado y sufrido, y el éxodo para un futuro imprevisible y arriesgado. Vivir en la esperanza tiene sus peligros y riesgos.



Iglesia, casa de los pobres
La ruptura sistémica no depende de la Iglesia, pero es factible con ella. Sus gestos significativos –señales de justicia e imágenes de esperanza– atraviesan todos sus sectores (formación, teología, catequesis, ministerios, liturgias, pastorales) y se articulan con sectores que traspasan el ámbito eclesial. La Iglesia, a través de sus agentes, está presente en los diversos movimientos sociales que acreditan la posibilidad de otro mundo.

Precisamos nuevamente bajar al suelo del pueblo para formar liderazgos en su medio y en sus luchas, donde «el propio Cristo se hace peregrino y camina resucitado» (DA 259).

Alimentar la esperanza de los pobres exige la presencia, visión e intervención de los discípulos-misioneros como actores sociales. Asumimos con los pobres, la pobreza de nuestro saber con respecto a la forma concreta del futuro esperado, pero sabemos que las transformaciones comienzan con la participación de los pobres en la construcción del mundo nuevo y de la Iglesia, con la redistribución de los bienes acumulados por pocos, con el reconocimiento del diferente y con la gratuidad vivida por la comunidad misionera.

La Iglesia de América Latina y El Caribe tiene delante tres alternativas: a) amedrentada, enterrar los muchos talentos que ha recibido; b) inserirse en el sistema capitalista y proponer pequeñas mejoras; y, c) intervenir con señales de justicia en el mundo injusto y lanzar las semillas del Reino. La Iglesia de Aparecida asumió esta intervención y ruptura como servicio a los más pobres, y prometió, no sólo ser su abogada, sino su casa. Como casa de los pobres, la Iglesia será casa de esperanza

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WebJCP | Abril 2007