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MISIONEROS EN CAMINO: III Domingo de Adviento (Mt 11, 2-11) - Ciclo A: SU NOMBRE ES JUAN
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miércoles, 8 de diciembre de 2010

III Domingo de Adviento (Mt 11, 2-11) - Ciclo A: SU NOMBRE ES JUAN


Por P. Félix Jiménez Tutor, escolapio

Juan, un joven universitario, entró descalzo, con vaqueros y una camiseta sucia y llena de agujeros y despeinado, un domingo en una iglesia de gente bien.

La iglesia estaba llena y como no encontraba asiento caminó hasta el púlpito y se sentó al frente en la alfombra.

La gente contemplaba al joven con asombro e incomodidad. Se sentía una gran tensión en el ambiente.

Un diácono de la iglesia, muy mayor y elegantemente vestido, encargado del orden y del protocolo, se dirigió lentamente hacia Juan. Todos los fieles pensaban lo mismo, lo va a echar o lo va mandar sentarse atrás.

Se hizo un gran silencio y el Reverendo interrumpió el sermón y también calló.

El anciano diácono dejó caer su bastón al suelo, con mucho trabajo se agachó y se sentó junto a Juan para que no se sintiera solo durante la celebración.

No hizo lo que la asamblea esperaba ni lo que su cargo exigía.

El Reverendo continuó su prédica con estas palabras: “Lo que voy a predicar no lo recordarán. Lo que acaban de ver nunca lo olvidarán”.

Juan, predicador incómodo, Terminator number one, el que ve desde la cárcel que la paja no arde y que el hacha ha sido guardada, se siente defraudado y piensa que, tal vez, ha señalado la dirección equivocada.

Juan, que tiene seguidores y admiradores, envía a dos de sus discípulos a preguntar al predicador Jesús: ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?

Adviento es tiempo de impaciencia y de interrogantes y de espera de la autoridad competente.

La autoridad competente viene a poner orden, a poner a cada uno en su sitio, a eliminar de raíz el mal y a acabar con los malos. La autoridad competente es la nueva tiranía.

Para Juan, Jesús no cualifica como la autoridad competente porque no viene a destruir nada sino a imponer un nuevo orden, el de la compasión y la aceptación de todos.

¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?

Jesús les responde con humor.

Jesús, como tantas otras veces, contesta con la Palabra de Dios.

El profeta Isaías pone la respuesta en sus labios.

“Se despejarán los ojos del ciego,
los oídos des sordo se abrirán,
saltará como un ciervo el cojo,
y volverán los rescatados del Señor.
Vendrán con cantos y alegría perpetua.”

Si los ciegos ven, ¿cómo no sois capaces de ver vosotros el dedo de Dios señalando al nuevo Mesías?

Si hay liberación y alegría, ¿cómo no sentís la presencia operante del que tenía que venir?

Ya la espera terminó. Los signos nuevos hacen presente al Salvador.

Los signos nuevos eliminan la religión del ayer: el templo, la ley, los sacrificios, la vieja Jerusalén… todo esto queda abolido.

Ahora comienza el tiempo nuevo. Tiempo de la alegría, de la transformación de las personas y de los hechos salvadores.

Nosotros, los buscadores de la salvación, de la salida de la crisis, los viajeros del mundo con billete a ninguna parte, prisioneros como Juan en nuestra propia cárcel, venimos al templo cada domingo y damos por supuesto que Jesucristo es el que tenía que venir, el Mesías, el Señor, porque así lo aprendimos en el catecismo, porque lo dicen los curas que saben, pero nos pasa lo mismo que a Juan, dudamos y, por si acaso, tenemos una rueda de repuesto, nuestros salvadores humanos, nos contentamos con la salvación en el acá, la del más allá puede esperar.

Jesús no vino con un programa electoral bien elaborado y unas promesas imposibles, vino a tirar por la borda todos los rituales y a responder con los hechos de la compasión, del perdón, de la sanación y del amor a todos sin distinción.

Vino a sentarse con nosotros para que nuestro culto a Dios sea más verdadero y no nos sintamos tan solos.

Vino a ser la Palabra poderosa del principio de la creación, la que dice hágase y se hace.

Nosotros, los católicos de Adviento y de siempre, queremos también una Iglesia nueva. Ya no valen los signos de grandeza de ayer, los muchos bautizados sin fe, los grandes documentos vaticanos, las grandiosas y vacías catedrales.

La Iglesia, como Jesús, tiene que hacer gestos y hechos de compasión que la hagan creíble ante los hombres y detecten la presencia misericordiosa de Dios, no la tiranía de la autoridad competente, de la ley.

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WebJCP | Abril 2007