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viernes, 12 de noviembre de 2010

VIVIR EL MOMENTO PRESENTE


Por Fray Marcos
XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 21, 5-19) - Ciclo C

Estamos en el penúltimo domingo del año litúrgico. El próximo celebraremos la fiesta de Cristo Rey que remata el ciclo litúrgico. Como el domingo pasado, el evangelio nos invita a reflexionar sobre la relación del más acá con el más allá.

El lenguaje apocalíptico y escatológico tan común en la época de Jesús, es muy difícil de entender hoy. Corresponde a otra manera de ver al hombre, a Dios y la realidad presente. Desde aquella visión, es lógico que tuvieran también otra manera de ver lo último, el "esjatón".

Una vez más los discípulos están más interesados por la cuestión del cuándo y el cómo, que por el mensaje.

Tanto el pueblo judío en el AT como los cristianos en el NT están volcados sobre el porvenir. Esta actitud les distingue de los pueblos circundantes cerrados en el continuo devenir de los ciclos naturales. Ambos se encuentran siempre en tensión, esperando una salvación que ha de venir.

Para ellos esa salvación solo puede venir de Dios. Desde Noé al que se le ofrece algo nuevo a través de la destrucción de lo viejo. Abrahán, al que se le pide salir de su tierra para ofrecerle descendencia y una tierra propia. Pasando por el Éxodo, que fue la experiencia máxima de salvación, desde la esclavitud hacia la tierra prometida. Vivieron siempre con la esperanza de algo mejor, que Dios le iba a dar.

Los profetas se encargaron de mantener viva esta expectativa de salvación definitiva. El día de esa salvación debía de ser un día de alegría, de felicidad de luz. Pero también introdujeron una faceta nueva: a causa de las infidelidades del pueblo, los profetas empiezan a anunciarlo como día de tinieblas; día en que Yahvé castigará a los infieles y salvará al resto. El objetivo de este discurso era urgir a la conversión. Si el día del Señor está cerca, debe ser inminente la conversión si queremos escapar a la ira de Dios.

Jesús no tiene ningún inconveniente en utilizar las imágenes que le proporciona la tradición judía y el ámbito religioso en el que se desenvolvía. A primera vista parece que entra en esa misma dinámica apocalíptica, muy desarrollada en la época anterior y posterior a su vida terrena.

El NT da una interpretación del acontecimiento salvífico "Jesús" sobre el telón de fondo de los conocimientos y las imágenes que le proporciona el AT. Las imágenes con que se presentan estas ideas, no pretenden describir acontecimientos espectaculares, sino llamar a los hombres a la conversión urgente.

En tiempo de Jesús se creía que esa intervención definitiva de Dios iba a ser inminente. En este ambiente se desarrolla la predicación de Juan Bautista y de Jesús.

Las primeras comunidades cristianas acentuaron aún más esta expectativa de final inmediato. Pero en los últimos escritos del NT, es ya patente una tensión entre la espera inmediata del fin y la necesidad de preocuparse de la vida presente. Ante la ausencia de acontecimientos en los primeros años del cristianismo, las comunidades se preparan para la permanencia.

Parece que es una tentación constante el acudir al juicio final, para urgir a la gente a que se porte como Dios quiere. En todas las épocas han proliferado los milenarismos de todo tipo. Incluso en nuestro tiempo, se predican calamidades como castigo de Dios porque los seres humanos no somos como debíamos ser. ¿Qué pensar de todos estos montajes?

Con los conocimientos que hoy tiene el ser humano y el grado de conciencia que ha adquirido, no tiene ninguna necesidad de acudir a la actuación de Dios, ni para destruir el mundo a fin de poder crear otro más perfecto (apocalíptica), ni para enderezar todo lo malo que hay en él para que llegue a su perfección (escatología).

El Génesis nos dice que, al final de la creación, Dios “vio todo lo que había hecho y era muy bueno”. ¿Por qué lo vemos nosotros todo malo? Hemos exagerado incluso la capacidad del ser humano para malear la creación. Esperamos de Dios que haga de nuevo un mundo que le salió mal la primera vez. No tiene que mejorar al ser humano aunque esté lleno de fallos.

La justicia de Dios no es un trasunto de la justicia humana, solo que más perfecta. La justicia humana es el restablecimiento de un equilibrio perdido por una injusticia. Dios no tiene que actuar para ser justo ni inmediatamente después de un acto, ni en un hipotético último día donde todo quedará definitivamente zanjado.

Dios no hace justicia. Él es justicia. Todo acto, sea bueno, sea malo, en sí mismo lleva ya el premio o el castigo, no se necesita por parte de Dios ninguna acción posterior. Ante Dios todo es justo en cada momento. Por fin podemos desistir de aplicar a Dios nuestra justicia. Dios es justicia y toda la creación está siempre de acuerdo con lo que Él es.

Él ha querido nuestra contingencia como criaturas que somos. El dolor, el pecado y la muerte no son en el hombre un fallo, sino que pertenecen a su misma naturaleza. La salvación no consistirá en que Dios le libre de esas limitaciones, sino en darse cuenta de que Él está siempre con nosotros, y todo hombre puede alcanzar plenitud de ser, a pesar de ellas.

Lo que en el mundo creemos que está mal y no depende del hombre, no es más que una falta de perspectiva. Una visión que fuera más allá de las apariencias nos convencería de que no hay nada que cambiar en la realidad, sino que tenemos que cambiar nuestra manera de interpretarla.

Lo que nos debería preocupar de verdad es lo que está mal por culpa del hombre. Ese ha de ser nuestro campo de operaciones. Ahí nuestra tarea es inmensa. El ser humano está causando tanto mal a otros seres humanos y al mismo mundo que deberíamos estar aterrados. Tanta injusticia y tanto deterioro de la naturaleza debe preocuparnos de verdad, porque es ahí donde nuestra tarea podría cambiar la vida sobre nuestro planeta.

No nos debe extrañar la referencia a la destrucción del templo. Este evangelio está escrito entre el año 80 y el 90, por lo tanto ya se había producido esa catástrofe. Para un judío, la destrucción del tempo era el “fin del mundo”. Era lógico asociar la destrucción del templo al fin de los tiempos, porque para ellos el templo lo era todo, la seguridad total. Para ellos era impensable la existencia sin templo. De ahí la preocupación de la pregunta: ¿Cuándo va a ser eso? Pero Jesús responde hablando del fin de los tiempos, no del templo.

Sin embargo, Jesús introduce elementos nuevos que cambian la esencia de la visión apocalíptica. En el pasaje de hoy podemos apreciar claramente estos matices. A Jesús no le impresiona tanto el fin, como la actitud de cada uno ante la realidad actual (“antes de eso”). Es el presente del creyente lo que interesa a Jesús.

¡Que nadie os engañe! (toda mi predicación se podía resumir en esta idea). Ni el fin ni las catástrofes tienen importancia ninguna, si sabemos mantener la actitud adecuada. La realidad no debe perturbarnos: “no tengáis pánico”.

La actitud tiene que ser constante. “Con vuestra perseverancia, os salvaréis. Una vez más, nos encontramos con un concepto que lleva a la confusión. La palabra que se traduce por alma, en tiempo de Jesús no quería decir lo que hoy entendemos por alma, sino vida consciente.

La seguridad no la puede dar la falta de conflictos (siempre los habrá), ni la promesa de felicidad, sino la confianza en Dios. Tampoco debemos seguir edificando “templos” que nos den seguridades. Ni organigramas ni doctrinas ni un cristianismo sociológico, garantizan nuestra salvación. Todo lo contrario, puede ser que la desaparición de esas seguridades nos ayude a buscar nuestra verdadera salvación. Decía ya San Ambrosio: “Los emperadores nos ayudaban más cuando nos perseguían que cuando nos protegen”.

Para mí, lo esencial del mensaje de hoy está en la importancia del momento presente frente a especulaciones sobre el futuro. Aquí y ahora puedo descubrir mi plenitud. Aquí y ahora puedo tocar la eternidad. Hoy mismo puedo detener el tiempo y llegar a lo absoluto. En un instante puedo vivir la totalidad, no sólo de mi ser individual, sino la TOTALIDAD de lo que ha existido, existe y existirá.

No hay diferencia ninguna entre el pasado, el presente y el futuro. Precisamente la muerte tendría que ser el catalizador de esta experiencia. Porque no tengo elección, porque la vida biológica termina, no tengo más remedio que buscar una salida a mi finitud. Si dependiera de mi falso yo, elegiría el seguir viviendo esta vida, y me cortaría el acceso a mi verdadero ser, que es eterno.

Jesús venció a la muerte, muriendo. Pero no nos engañemos, su muerte no fue un paripé, aunque doloroso, para recuperar la misma vida que perdió. Fue la aceptación total de su limitación lo que le proyectó a lo absoluto.

Con una pequeña historia oriental, podemos resumir la importancia del momento presente. Una persona realizada iba por un paraje solitario. De repente aparece un león que viene hacia él con toda su furia. Despavorido, corre en dirección contraria, pero no se da cuenta de un corte del terreno y se precipita en el abismo. Consigue agarrarse a unas matas, pero queda suspendido entre el león que esperaba en lo alto y el vacío que le esperaba bajo los pies. En esto, ve una fresa madura al alcance de la otra mano. Se la lleva a la boca y… hum... ¡qué delicia!



Meditación-contemplación


“Cuidado con que nadie os engañe”.
Con frecuencia nos convence lo que halaga el oído.
Cuando la verdad es dura de aceptar,
buscamos escapatorias menos exigentes y más fáciles de asimilar.
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Los predicadores de todos los tiempos lo saben,
y tratan de aprovechar esa debilidad para engañarnos.
Profundizar en la realidad de nuestro propio ser,
es el único camino para escapar de las voces de sirena.
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Todas las promesas de futuro que se hacen en nombre de Dios
son falsas, porque Dios no tiene futuro.
Dios no promete, da. Y se da desde siempre y para siempre.
En esa eternidad del don tenemos que entrar nosotros.
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WebJCP | Abril 2007