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martes, 30 de noviembre de 2010

El Testigo: hombre del diálogo


Publicado por Antena Misionera

Hablábamos en el número anterior del encuentro del testigo con los no creyentes.
Para dejarnos estimular y enriquecer por los no creyentes, hemos de adoptar algunas actitudes básicas.

Lo primero es tomar en serio la postura del otro, del diferente. Comprender su posición desde sí mismo y no en relación a nuestra propia fe. Nosotros lo llamamos «increyente» pero, en realidad, es una persona con sus propias convicciones. No hemos de calificarlo nosotros. Él sabe mejor que nadie quién es y qué es lo que quiere.

Hemos de entender de manera positiva la posición del no cristiano. Vivir abierto a Dios es una de las posibles respuestas al misterio de la vida (para el creyente, la respuesta auténtica), pero el increyente es un hermano o hermana en el que puedo reconocer y valorar otros caminos del Espíritu.

Hemos de respetar sinceramente su postura. Nuestra reacción no ha de ser tratar de anular a toda costa la diferencia descalificando su posición como fruto del orgullo, la mala fe y el pecado, o tratando de debilitar a toda costa las razones que presenta para no creer. La intolerancia con el diferente no es signo de fe profunda y convencida sino indicio de inseguridad y debilidad. El que vive arraigado profundamente en la experiencia de Dios es tolerante y comprensivo, no necesita defenderse, no teme perder nada.

Hemos de comprender también su rechazo a la fe y a la religión. Nosotros hablamos a veces de un cristianismo ideal pero ellos ven el cristianismo real, el que se ha dado a lo largo de la historia y el que captan hoy. Es bueno escuchar sus prejuicios y críticas para conocernos mejor. Es sano conocer la imagen que tienen de nosotros: a veces nos ven como idealistas e ingenuos, poco libres para pensar por nuestra cuenta, poco valientes para cuestionarnos nuestra fe, frenados por la jerarquía, sin capacidad de sacudirnos de encima «dogmas increíbles». Al escucharlos, no es tan difícil intuir que en cada uno de nosotros hay un creyente y un increyente, y que no siempre es fácil trazar entre ambos una frontera clara.

Lo que siempre podemos compartir es la experiencia humana, nuestro deseo común de paz y de justicia para todos, el dolor ante quienes sufren violencia, hambre o miseria. Podemos captar su manera de ver la vida, sus razones para vivir, sus luchas y esperanzas. Pronto descubrimos que no tenemos los cristianos el monopolio del amor y la generosidad ni de la pasión por la justicia y la verdad.

El espíritu y la práctica del diálogo
No parece superfluo añadir todavía algunos aspectos a cuidar en la práctica concreta del diálogo. No hablo de estrategias sino del espíritu que ha de animar al testigo.

La actitud básica en el diálogo es el amor. Desde esa experiencia vive el testigo todo acercamiento al otro. No es posible el diálogo si no amamos al hombre y a la mujer de hoy, tal como son, con sus debilidades y contradicciones, con sus interrogantes y su búsqueda. El diálogo es una forma de amor.

Dialogar significa más en concreto compartir una búsqueda común del Misterio de Dios que nos desborda a todos. En el diálogo cada uno aporta sus experiencias, convicciones, interrogantes, dudas y deseos. Cada uno dialoga desde su propia fe o su propia posición, sabiendo que es siempre una aproximación parcial y fragmentaria a la verdad.

En el fondo de todo diálogo sincero hay una búsqueda de verdad y de conversión a Dios. No se trata de renunciar a mi fe ni de convertir al otro, sino de sentirnos los dos llamados a creer en Dios o a buscar la verdad con más sinceridad.

Desde la perspectiva del creyente no hemos de olvidar en ese diálogo la presencia de un tercero, el Espíritu de Dios que actúa con los corazones.

Dialogar significa escuchar la verdad del otro, hacerle un espacio en mi conciencia, dejarme interpelar, no tanto sobre la fe sino sobre mi fe, la que realmente anima mi vida. El diálogo comienza cuando estoy convencido de que tengo algo que aprender del otro. De lo contrario, todo puede quedar en estrategia. El diálogo supone, por tanto, una actitud básica de confianza en el otro.

En el verdadero diálogo el testigo se implica, confiesa su propia fe, habla en primera persona del singular, sin necesidad de estar apelando a la doctrina dogmática o al magisterio de la Iglesia. Por otra parte, el diálogo supone un cierto despojamiento pues acepto la mirada del otro sobre mí. Dialogar significa dejarme afectar por el otro.

El diálogo no ha de evitar cuestiones difíciles y problemáticas que a todos nos pueden dejar callados: el sufrimiento, la fuerza del mal, la muerte. Por otra parte, en el diálogo se tocan las cuestiones vitales que afectan al ser humano. No deberíamos olvidar las palabras de Simone Weil: «Cuando quiero saber si alguien es creyente, no escucho en primer lugar lo que me dice de Dios sino cómo me habla del hombre».

Proponer la fe
El testigo sabe también proponer su fe a quienes deseen conocerla.
Proponer no es imponer ni presionar. Es una invitación. Es presentar mi fe sometiéndola a la posible adhesión o rechazo. Se trata de proponer sin imponer, despertar las conciencias sin buscar dominarlas, dar testimonio de un sentido sin esperar que será reconocido por todos, anunciar la fe cristiana en el seno de múltiples mensajes: ‘Si tú quieres’ repetía Jesús. Lo mismo la Iglesia: su misión es hacer una llamada a la libertad de las personas y a sus conciencias.

El testigo propone la fe no como un sistema obligatorio sino como una invitación a vivir. Para muchos, la religión católica consiste fundamentalmente en aceptar un conjunto de creencias y cumplir una serie de leyes y prácticas para alcanzar la vida eterna. Por tanto, si no se aclaran las cosas, aceptar la fe significa aceptar una «carga», recortar la libertad, ahogar el deseo que hay en nosotros de vivir plenamente.

El testigo sólo ofrece su experiencia y, desde ahí, su palabra, su compañía, su escucha y su estímulo.

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WebJCP | Abril 2007