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sábado, 16 de octubre de 2010

Palabra de Misión: La oración que hace justicia / Vigésimonoveno Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc. 18, 1-8



El tema de la oración es muy querido por Lucas. Atraviesa su obra de punta a punta. Desde los inicios del Evangelio, con Zacarías en el Templo (cf. Lc. 1, 8-10), hasta la curación del padre de Publio por parte de Pablo (cf. Hch. 28, 8), en los Hechos de los Apóstoles. Este hincapié lucano en la oración tiene dos asideras. La primera es el Jesús histórico, seguramente hombre de profunda oración. Pero no la oración en el sentido puritano de la palabra, sino la oración hecha vida, la oración cotidiana, de todos los días, la que se hace haciendo. No hay una esquizofrenia ni un muro separando al Jesús que ora sudando sangre (cf. Lc. 22, 44) del Jesús que cura al paralítico (cf. Lc. 5, 18-26). Todo está bajo el mismo arco de acción. La segunda asidera para Lucas es la situación de su comunidad. Una de las grandes preguntas de la humanidad, que se intensifica en tiempos de crisis, es por qué Dios no contesta algunas oraciones. Más allá de la bonita esperanza en el Dios que todo lo responde y la búsqueda de situaciones particulares que, de alguna manera, se relacionen con algún pedido hecho a la divino, lo cierto es que, por momentos, parecemos creer en un Dios ausente. En muchísimas situaciones de injusticia se refleja la desesperación humana de llegar a suponer que estamos perdidos en el universo, que Dios no escucha el clamor de su pueblo. En la comunidad lucana, apremiada por una escatología que no termina de concretarse, este tema se potencia. Si se suponía que Jesús volvería inmediatamente, la demora de su regreso no podía despertar otra cosa que suspicacias. Si una de las principales oraciones de las primerísimas comunidades es “Ven, Señor Jesús” (cf. Ap. 22, 20), la no-venida es producto de un dios sordo, desentendido.

En este contexto de espera escatológica demorada se entienden esta parábola que leemos hoy y su par, la del amigo inoportuno, de Lc. 11, 5-8. En ambas se recalca la importancia de orar insistentemente. La del amigo inoportuno, que a medianoche pide tres panes, y que finalmente los recibirá por insistencia, está a continuación del Padrenuestro. Tras enseñarles a orar, la enseñanza es que la oración no es un amuleto, un ritual mágico para manipular a Dios. La oración es un ejercicio y una conexión íntima que lleva la relación humano-divina a otro nivel, donde la filiación se potencia. No nos conectamos, en la oración, con un padre de características puramente humanas, sino con el Padre por excelencia. “Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan” (Lc. 5, 13). El parangón es para dejar en claro la superioridad de relación que establece el Padre. Si en el plano humano la relación filial es buena, cuánto más lo será la filiación con el Padre de todos los padres. Orar insistentemente es ser fiel (tener fe) a una relación, en este caso, con el Padre. La fidelidad implica creer que la justicia se realiza, aunque no podamos verla.

El contexto literario de la parábola de hoy es más directamente escatológico. La sección, según algunos comentaristas, comienza en Lc. 17, 20, con la pregunta de los fariseos sobre cuándo llegará el Reino de Dios. La pregunta, evidentemente, es de sentido apocalíptico. La respuesta del Maestro, como de costumbre, altera al inquisidor. El Reino ya está, no hay que esperarlo. Esta respuesta es la clave hermenéutica de esta sección. A la pregunta sobre cuánto esperar, se responde que más que esperar es preciso trabajar. El Reino está, nace a cada momento, se multiplica, se oculta, se manifiesta exorbitante y humilde a la vez, en todas partes, en lo impensado, en lo cotidiano. Esperar la manifestación final, triunfal y bélica, para Jesús es una estupidez. El Reino está entre los seres humanos. Habrá un Día profético, será como un relámpago, y lo precederá mucho sufrimiento, pero eso no es lo central. El Día de Yahvé es periférico en el Evangelio, porque todos los minutos de la existencia exigen Buena Noticia, no sólo el final de los tiempos. Planificar hacia el Día de Yahvé, programar cómo recibir el Reino, cuando el Reino se mueve a nuestro lado, es necedad. La escatología está en perder la vida para encontrarla, a diario, en cada circunstancia (cf. Lc. 17, 33). Este concepto explica al otro sobre el Reino ya presente. Se trata de vivir como en los últimos tiempos, porque los últimos tiempos son inaugurados en el Evangelio.

Es difícil que la comunidad lucana entendiera esto rápidamente, debido a su decepción con la Parusía que no llega. Están tan focalizados en el final de la historia, que la historia actual, el presente, se les escapa, y el Evangelio se diluye. De eso hablan las constantes referencias de Lucas al tema de pobres y ricos. Seguramente su comunidad estaba constituida por dos clases bien diferenciadas, y los ricos, pendientes del final del mundo, dejaban que el mundo sufriese. No podían entender que el Reino es ahora, ya mismo, y que se realiza en el pobre. La parábola esconde algo de esto también. La figura de la viuda es la figura de uno de los pobres por antonomasia en Israel, junto con el huérfano (cf. Is. 1, 17), y a ellos protege directamente Yahvé, porque nadie más lo hace (cf. Sal. 146, 9; Mal. 3, 5). La viuda de esta parábola puede ser el símbolo de los pobres de la comunidad lucana. A ellos nadie los escucha. Preocupados por otras cuestiones (quizás la escatología), dejan que su derecho sea oprimido. Por esperar una justicia futura se lastima la justicia presente, inmediata. En cuatro ocasiones aparece el término ekdikeo, que traducimos por hacer justicia. Otra acepción del mismo vocablo es venganza. Por más duro que suene, en el contexto escatológico en el que nos encontramos, puede ser la manera correcta de traducir esta parábola. La venganza está, bíblicamente, asociada al tema del Día de Yahvé (cf. Zac. 14), pues el Señor vengará a Israel de los pueblos paganos que la oprimieron y maltrataron tanto tiempo durante la historia. ¿A los pobres, quién los vengará? ¿Cuándo se acabará la injusticia sobre el planeta? ¿Cuánto tiempo más tiene que clamar la viuda para obtener respuesta? ¿Cuánto tiempo más hay que esperar el regreso de Jesús?

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Puede que Lc. 18, 8b esté mal ubicado, y que originalmente perteneciera al final de la sección delimitada por Lc. 17, 20-37, pero no está de más comentarlo como parte de la parábola de la viuda insistente, porque un tema en común es la fe/fidelidad. Debido a la fe de la viuda (una fe extraña, en un juez injusto), se concreta su ansia, y se le hace justicia. Ahora bien, ¿encontrará fe el Hijo del Hombre cuando vuelva? ¿O ya todos se habrán cansado de tener esperanza? ¿O ya nadie se dirigirá al Padre con confianza?

¿Seremos capaces de mantener la fidelidad, a pesar del Dios ausente? Un gran testimonio de evangelización es, justamente, la fidelidad a pesar de la injusticia. Creer en Dios en un mundo lleno de viudas y huérfanos que se mueren sin justicia es una locura. Siempre nos toparemos con ese límite frente al otro no creyente. ¿Cómo explicarle que damos la vida por el Reino en aparente desprotección del Rey? ¿Cómo transmitir la experiencia de Dios en ambientes maltratados, paupérrimos? ¿Cómo mantener la fe de la viuda cuando todo es un llamado a bajar los brazos? Una de las salidas es creer, como muchos de aquella comunidad lucana, que Dios vendrá en algún momento a instaurar el Reino y, mientras, la espera es pasiva. Otra salida es entender la inmanencia del Evangelio. No podemos evangelizar sin ser fieles a la Buena Noticia. Y persistentemente fieles, con una oración continuada a lo largo del día.

La Iglesia juega su fidelidad en la forma que tiene de orar y en la forma de atender a las viudas. Si es una Iglesia que sólo espera, mientras no hay justicia para los pobres, no estamos ante una comunidad fiel. La oración fiel (de fe) es la que, a pesar de constatar un Dios ausente, sigue golpeando las puertas porque conoce a su Padre. Pero no se contenta sólo con golpear, sino que carga sobre sí la responsabilidad de esa ausencia. La Iglesia evangelizadora comprende que su presencia, a fin de cuentas, es la respuesta a la ausencia de Dios, y que la fe que espera encontrar el Hijo del Hombre no es una liturgia ornamentada, sino la justicia practicada con las viudas.

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WebJCP | Abril 2007