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miércoles, 20 de octubre de 2010

LA HOMILÍA MÁS JOVEN: EL PECADO Y LOS PECADOS


XXX Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 18, 9-14) - Ciclo C
Por Pedrojosé Ynaraja

1.- Os he descrito varias veces, mis queridos jóvenes lectores, como era el Templo de Jerusalén, pero no me canso de repetirlo, porque existen muchas confusiones. Se trataba de una gran extensión elevada, rodeada de unos soportales que servían, entre otras cosas, para dictar lo que hoy llamaríamos cursillos de doctorado o lecciones de master (no os riáis de mí, todavía no he asimilado el lenguaje del plan Bolonia). El enorme espacio libre, estaba destinado a los cambistas y mercaderes, deambulaban por él cualquier clase de personas. Una balaustrada delimitaba el espacio destinado a la vida religiosa exclusiva de los fieles judíos. Unas inscripciones avisaban que el que no lo era, si la traspasaba, se jugaba la vida. En Estambul, en un museo, conservan un ejemplar de estas lápidas, que nunca he podido ver. El gran recinto era el santuario. Lo primero que encontraba el judío, hombre o mujer, era una plazoleta. En sus cuatro esquinas había unas pequeñas habitaciones destinadas a guardar la leña para los sacrificios, el dinero de las limosnas, el aceite para las lámparas o el recinto para observar a aquellos que querían saber con certeza que no habían sufrido lepra, tarea encomendada a ciertos sacerdotes. El ambiente que se respiraba en el espacio central era ya eminentemente religioso y se le llamaba atrio de las mujeres, porque a ellas les estaba permitido acceder, obviamente, si eran judías.

Pasada una puerta se entraba en el patio más religioso, solo a los varones les estaba permitido permanecer en él. Allí se levantaba el altar de los holocaustos, el gran depósito para las abluciones, llamado mar de bronce, y se movían con soltura los levitas ocupados en los sagrados menesteres. Para que nos entendamos, y si sabéis de quienes se trata, os diría que eran una especie de sacristanes. Al recinto más sagrado: santo y santo de los santos llamamos a sus dos espacios, solo entraban los sacerdotes en momentos muy especiales. (No os confundáis con las sinagogas, que abundaban por todo Israel y en el mismo Jerusalén. Otro día tendré ocasión de comentároslas)

2.- Los protagonistas de la parábola del presente domingo, seguramente estarían situados en el atrio de los varones. Uno, el fariseo, se situaría cerca del altarcito de los perfumes, próximo también a la Menorah, el gran candelabro de los siete brazos. El otro, el pobre y marginado socialmente, el publicano, lejos de la entrada al lugar santo. Cercano a la puerta que daba al atrio de las mujeres, tímidamente acurrucado. Socialmente se distinguían. Uno era letrado en doctrinas, tradiciones y ritos religiosos. Satisfecho de sus erudiciones. Satisfecho de sí mismo. El otro había dedicado su vida a la recaudación de impuestos. Los contribuyentes israelitas debían sufragar los gastos de la ocupación militar y del mantenimiento del gobierno de la ciudad de Roma. Quienes se ocupaban de estos menesteres, eran odiados por el pueblo. No hay que ignorar que en el ejercicio de sus funciones sisaban lo que podían. Esta es una somera descripción de su apariencia exterior, su interioridad, la de los simbólicos personajes del relato, era otra cosa.

3.- Dejadme ahora que haga un inciso. Una de las originalidades de la doctrina de Jesús, es que enraíza el pecado no en las manos que lo ejecutan, sino en la mente y el corazón de donde salen las decisiones. Consecuencia de ello, es que el primer protagonista de la parábola, el fariseo, está empapado de pecado, aunque luzca un reluciente impermeable que oculte su interior. Por otra parte su situación social le permite vivir sin estrecheces económicas y por tanto sin acudir a actos catalogados como perversos. Ya lo sabéis vosotros muy bien: limpiarse los zapatos o cepillarse el abrigo empolvado cuesta muy poco. La roña, consecuencia de la falta de higiene, el hedor fruto de sudor corrompido, es muy difícil de eliminar. Uno es sucio, el otro está sucio, dicho simplemente. Y Jesús abomina al que está empecatado y es condescendiente con el que arrastra una historia de pecados.

4.- No os enfadéis si os voy a poner un ejemplo que os puede parecer estrambótico. Suponeos que de vuestro lado salen dos personas. El uno, ufano, se acerca a un flamante Ferrari, que le abre su puerta, sin que siquiera tenga que tocarlo, causando admiración en su entorno. Impecable en su vestir, perfumado con suaves aromas de aromas de esencias orientales, se siente satisfecho. Nunca ha tenido que acudir al fraude, ni al engaño. A su mesa solo se acerca gente de prestigio y no como en la casucha de esos malolientes que pululan tratando de apoderarse de lo que pueden y visitando antros de mala vida. El otro, con espesa pelambre, despidiendo olor de mariguana, se dirige a una de esas sensuales mujeres que se ofrecen por las carreteras. Va cabizbajo, no está satisfecho de sus costumbres, rehúye las miradas, pero no se siente capaz de modificar su senda. Lo desea y en momentos de suprema lucidez, se atreve a solicitar de Dios, un poco de ayuda.

Con seguridad el del Ferrari causará sensación, aunque para conseguir el vehículo y mantenerlo, sea preciso que muchos pasen hambre. Él no quiere investigarlo, el coche es suyo y a nadie lo ha robado. Pero, me pregunto yo, ¿de donde han salido y como se han conseguido los selectos metales que son precisos para que funcionen con exactitud los diminutos contactos de sus mecanismos? ¿Gracias a qué penosos trabajos, probablemente de muchos menores que no pudieron ir a la escuela, se consiguió la bauxita, el coltan o el wolframio, que entran en tantos componentes de su coche?

5.- El otro se ha escondido para pecar, se dirá con decencia. Lo que harán, son actos en que están implicados él y aquella mujer. No duran mucho, a nadie perjudican excepto a ellos dos. Quisiera obrar de otra manera, pero ante aquella anatomía femenina, pierde todo control de sí mismo. Se siente con frecuencia avergonzado, envidia a los que ve pasear con su esposa y de la mano de sus hijos. Se lo ha dicho a Dios algunas veces y ha tenido la sensación de que no le miraba a su interior con el desprecio con que le observan los “honestos burgueses” que le observan desde fuera.

Caminan ambos desde diferentes lugares hacia un mismo destino. Miran a lo lejos y uno ve una puerta cerrada, el otro le parece distinguir una rendija entreabierta. ¿Quién podrá franquear satisfactoriamente los límites que separan el espacio-tiempo, de la eternidad?

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WebJCP | Abril 2007