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MISIONEROS EN CAMINO: Homilías y reflexiones para el XXVI Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 16, 19-31) - Ciclo C
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sábado, 25 de septiembre de 2010

Homilías y reflexiones para el XXVI Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 16, 19-31) - Ciclo C


Publicado por Iglesia que Camina

SEPARADOS POR UN PORTÓN

Sólo un portón. De un lado alguien que vive la vida a lo grande “banqueteando espléndidamente”. Del otro lado, un mendigo a quien no le regala ni las migajas que caen de la mesa. Un portón que impide ver lo que hay al otro lado. El portón de la indiferencia. Los que están al otro lado no significan nada, no valen nada, son la basura de la vida. Para ellos ni las migajas.

El gran problema de la vida no está ni en ser rico o ser pobre. El verdadero problema está en esa terrible indiferencia del corazón humano frente a los demás. Una indiferencia que habla de frialdad del corazón y de la insignificancia el otro. Ahí está la verdadera raíz de nuestros problemas.

Un corazón indiferente no se entera de los problemas del otro, ni de las necesidades del otro, sencillamente porque el otro tampoco interesa. Si el otro no me interesa menos me han de interesar sus problemas.

Un corazón indiferente no es capaz de ver más allá de sí mismo, los otros no existen para él.
Un corazón indiferente vive en solitario para sí mismo, siempre tiene un portón que le separa del resto de la vida.

Con frecuencia se necesita de una gran catástrofe para que nos enteremos de que existe pobreza en Haití. Hasta que vino el terremoto, ¿cuántos sabían dónde estaba Haití? ¿Y quién se preocupaba del hambre y la miseria en que vivía aquella gente? Muchos que hoy hacen grandes declaraciones y grandes colectas, ¿qué hacían hasta entonces? Necesitamos de algo extraordinario para despertar nuestra sensibilidad y darnos cuenta de que los demás también existen.

Con lo ordinario de la vida se nos pasea el alma y no nos damos por enterados. ¿Será que en los grandes momentos nos sensibilizamos de verdad o no será que también nos aprovechamos de esas circunstancias para figurar y destacar y salir en las primeras planas? El bien, hecho con sinceridad, saca poco ruido. Las soluciones con mucho ruido duran lo que dura el momento de emergencia. Luego todo vuelve a ser igual y todos volvemos a donde estábamos. A nuestro silencio y a nuestra indiferencia.

El rico del Evangelio no es condenado por “vestir de púrpura y de lino y banquetear espléndidamente cada día”, sino por no enterarse de que al otro lado del portón de su casa un mendigo que sólo tiene como compañía unos perros que lamen sus heridas. No pedía mucho, sólo las migajas que caían de la mesa. Cuando falta sensibilidad preferimos barrer esas migajas y echarlas al basurero a compartirlas con el necesitado. Cuando el otro no nos duele, el alma se endurece y el corazón se seca.


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LA INDIFERENCIA DESHUMANIZA

La indiferencia deshumaniza al indiferente y deshumaniza a al otro a quien ni siquiera somos capaces de verle.
La indiferencia nos hace pasar al lado del otro sin enterarnos de su presencia.
La indiferencia nos hace caminar por la calle y por la vida como ciegos con la venda de nuestro egoísmo en los ojos.

Somos humanos cuando miramos y vemos que el otro es alguien importante.
Somos humanos cuando miramos y vemos que el otro también existe.
Somos humanos cuando miramos y vemos que el otro es una persona como nosotros.
Somos humanos cuando miramos y vemos al otro como alguien que merece nuestra atención.
Somos humanos cuando miramos y el sufrimiento del otro se hace sufrimiento nuestro.

La indiferencia nos impide ver.
La indiferencia nos impide comprometernos con los demás.
Lo indiferencia no impide ver que los demás son también “hijos de Dios” y “hermanos nuestros”.

Uno se pregunta: ¿Se puede rezar el Padre nuestro cuando el corazón está endurecido e insensible ante el hermano tirado al otro lado del portón de nuestra cosa?
¿Cómo decirle “nuestro” si los otros no existen para nosotros?
¿Cómo decirle “nuestro” si no nos sentimos hermanos de nadie?
¿Cómo decirle “nuestro” si hemos perdido la sensibilidad de nuestro corazón?

La indiferencia al “nuestro” que es indiferencia ante el hermano, termina siendo también “indiferencia ante el Padre”. Benedicto XVI escribe: “El amor al prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios.”


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EL PRÓJIMO SACRAMENTO DE DIOS

Benedicto XVI insiste mucho en el hecho de la invisibilidad de Dios. A la vez, reitera cómo la manera de hacerle visible es la imagen y la persona del prójimo y cómo el prójimo es la marca de autenticidad de nuestra fe en Dios.

“Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo al “otro” sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo “piadoso” y cumplir con mis “deberes religiosos”, se marchita también la relación con Dios.” (Dios es Caridad, 18)

Por eso quien no es capaz de ver a Dios en el prójimo por muchos actos de piedad que haga, terminará dejando que la imagen de Dios se baya desdibujando en él. Aunque venga alguien del otro mundo tampoco lo creeremos, como dice la parábola de hoy, ya tienen a los profetas. Hoy tendríamos que añadir: ya tienen al pobre tumbado al otro lado del portón. Quien no ve a Dios en él, tampoco lo verá por más que venga alguien del más allá.

Dios se hizo visible encarnándose, humanizándose. Desde entonces, Jesús encarnado será el gran sacramento de Dios. A lo largo de la historia, el hombre, el prójimo, el necesitado sigue siendo el sacramento de Jesús humanizado y del Dios invisible.

Hay un doble movimiento: conocer y amar a Dios hace posible ver la dignidad del prójimo. El prójimo hace posible descubrir el rostro de Dios. Dios y el prójimo mutuamente se complementan y necesitan. El prójimo necesita de Dios y Dios necesita del prójimo. El prójimo es como el octavo sacramento de Dios, pero nosotros aún no creemos en este sacramento.


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LOS POBRES ¿UN PROBLEMA POLÍTICO?

“La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano. Y sabe que no es tarea de la Iglesia el que ella misma haga valer políticamente esta doctrina: quiere servir a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella, aún cuando esto estuviera en contraste con situaciones de intereses personales…. Tratándose de un quehacer político, esto no puede ser un cometido inmediato de la Iglesia. Pero, al mismo tiempo es una tarea humana primaria, la Iglesia tiene el deber de ofrecer, mediante la purificación de la razón y la formación ética, su contribución específica, para que las exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables.”(Benedicto XVI)

La solución al problema de la pobreza no es tarea directa de la Iglesia. La misión de la Iglesia es sensibilizar las conciencias de quienes sí son responsables porque de ellos dependen las estructuras justas o injustas de la sociedad. Cuando la Iglesia habla de justicia social o de los pobres, no se está metiendo en política, está tocando a la puerta de la conciencia de los políticos. Podrá ser escuchada o no, pero la Iglesia no puede callarse sino que está llamada “a despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige renuncias, no puede afirmarse ni prosperar. La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política. No obstante, le interesa sobremanera trabajar por la justicia esforzándose por abrir la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien.” (DC 28,a)


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LA TARA POLÍTICA DE LOS LAICOS

“La tarea de la Iglesia es mediata, ya que le corresponde contribuir a la purificación de la razón y reavivar las fuerzas morales, sin lo cual no se instauran estructuras justas, ni éstas pueden ser operantes a largo plazo.

El deber inmediato de actuar a favor de un orden justo en la sociedad es más bien propio de los fieles laicos. Como ciudadanos del Estado, están llamados a participar en primera persona en la vida pública. Por tanto, no pueden eximirse de la “multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común”. La misión de los fieles es, por tanto, configurar rectamente la vida social, respetando su legítima autonomía y cooperando con los otros conciudadanos según sus respectivas competencias y bajo su propia responsabilidad”. (DC 29)

Los laicos son miembros del Estado y de la Iglesia. Pero de maneras diferentes. En relación con la Iglesia, los laicos están llamados a iluminar su razón e inteligencia desde los principios de la justicia (que son de derecho natural) y por tanto sensibilizarse ante las situaciones injustas. Los políticos, por el hecho de serlo, no pueden colgar su conciencia y su sentido del bien común en el ropero de casa. Por eso es un equívoco y un error pensar que en casa tienen que ser creyentes, pero en la vida pública tiene que prevalecer la conciencia de la separación Iglesia y Estado. La conciencia es una. La justicia es una. El bien común es uno. Y no pueden depender de los criterios o ideologías partidarias. Porque ninguna ideología que atente contra el bien común y la dignidad de las personas, tiene carácter de legitimidad. Aquí es donde tienen el reto los creyentes. Los métodos dependen de la política. Pero el bien común es previo a toda política. La justicia es previa a toda política. La dignidad humana de los ciudadanos es previa a toda política.

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WebJCP | Abril 2007