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viernes, 20 de agosto de 2010

Palabra de Misión: Los salvados / Vigésimoprimero Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc. 13, 22-30



En el texto que la liturgia nos propone para este domingo resalta, técnicamente, la situación de encontrarnos frente a unos versículos correspondientes a lo que los estudiosos bíblicos llaman fuente Q. Esta fuente surge de las hipótesis sobre la sinopticidad de Marcos, Mateo y Lucas. Según la ya conocida hipótesis de Weisse de 1838, Marcos sería el primer Evangelio escrito, y serviría de fuente para la redacción de Mateo y de Lucas, respectivamente. Estos dos, contemporáneos de escritura, añadirían elementos personales a Marcos y, además, se valdrían de otra fuente en común que no conservamos, y que se ha denominado fuente Q debido a que fuente en alemán es quelle. A partir de allí, las hipótesis sobre forma, contenido y ambiente de redacción de Q se multiplicaron en todo el mundo. Hoy en día, para ser mesurados, basta aceptar las suposiciones de que Lucas sigue mejor el orden de la fuente que Mateo, y que se trataba de una colección de dichos de Jesús, escrita antes de los años 70, pues alberga esperanzas sobre Jerusalén, la cual es destruida en el 70 d.C.

Con este mínimo resumen, es posible embarcarse a desentramar las resonancias Q de la perícopa de hoy, y sus diferencias con la utilización que Mateo hace de las mismas frases en su Evangelio. El primer versículo Q de hoy es Lc. 13, 24, que Mateo sitúa en Mt. 7, 13, dentro del Sermón del Monte. La gran diferencia entre ambos es la palabra griega utilizada para puerta. Mientras Lucas se refiere a la puerta de la casa (thura), para Mateo es la puerta de la ciudad, el portón de entrada en las murallas (pule), lo cual se contextualiza con la imagen del camino que Mateo añade a la puerta. Lucas, en cambio, llevará la imagen directamente al dueño de la casa que cierra la puerta. Los versículos siguientes al que vimos (cf. Lc. 13, 25-27) no tienen paralelo directo en Mateo, pero sí ecos que los relacionan en Mt. 7, 22-23 y en Mt. 25, 10-12, a propósito del Señor escatológico que niega conocer a los que realizaron obras en su Nombre y el Esposo que no reconoce a las jóvenes. La idea de aquellos que creen estar dentro y quedan fuera es dura y repetitiva. Se vislumbra con lentitud que hay una inversión de las seguridades salvíficas con las que Jesús re-plantea la pregunta inicial sobre los que se salvan. Ese re-planteo alcanza dimensiones cósmicas en Lc. 13, 28-29, quien halla paralelo en Mt. 8, 11-12. La frase está ubicada de una manera diferente en cada una de las acepciones, pero el concepto de la universalidad es innegable. Lucas dobla la apuesta mencionando, no sólo Oriente y Occidente, sino también el Norte y el Sur, y poniendo en la mesa, junto a los patriarcas, a los profetas del Reino de Dios. El contexto, si bien difiere escénicamente, coincide en la intención principal y en el sentido profundo del concepto: para Lucas, Jesús es interrogado sobre quiénes se salvan; para Mateo, la expresión está en el marco de la curación del siervo del centurión. Tanto desde la pregunta que presupone la existencia de un pueblo salvado (judío) como desde la sanación de un pagano (no judío), el Evangelio se expande hasta los confines de la tierra, y la mesa escatológica recibe invitados que son muchos y desconocidos. Finalmente, la famosa frase de los últimos y los primeros asienta como sentencia definitiva la realidad. Esta frase, encontrada en Mt. 20, 16, no escapa a Marcos (cf. Mc. 10, 31), y por su presencia uniforme en los Sinópticos remite a pensar que es un breviario interesantísimo del Evangelio. Por alguna razón, la frase no escapó a ninguno de los tres evangelistas; su importancia tiene que remontarse a su poder de síntesis y, casi sin dudas, a su origen real jesuánico.

Esta inversión que propone el Evangelio afecta la médula de la seguridad de los grupos. Tanto como el pueblo judío se consideraba, de hecho, salvado por ser judío, no es menor el sentido de auto-redención que tienen la mayoría de los grupos humanos. Pueblos de diferente cultura y sociedades netamente opuestas se consideran a sí mismas salvadas por la única razón de haber nacido así como nacieron. El derecho de sangre tiene carta de ciudadanía, podría decirse, universal. Al contrario, la universalidad de la salvación parece contrariar a la sangre. Hay un presupuesto que parte de la certeza de la perfección propia en detrimento de la imperfección ajena. Nosotros somos mejores que otros, que el resto. Y el resto no tiene demasiadas posibilidades en el futuro, a menos que intente asimilarse a nosotros, con lo que eso conlleva: aceptar sin chistar maneras, modos, formas y concepciones. En el judaísmo, las naciones están condenadas en su paganismo, pero si aceptan la superioridad judía, se circuncidan y practican la ley prescripta en la Torá, acceden a un cierto grado de participación salvífica. No es una participación plena, impedida por el tema de la sangre, pero es un avance. El tema de la sangre está ligado a la pureza/impureza. Cierta descendencia (en el caso judío es la descendencia de Abraham) es sinónimo de pureza; cierta otra descendencia, es directamente impureza. Se establece así, la existencia de una impureza o corrupción congénita, con lo cual queda desacreditado el Dios Padre. Allí se contraría Jesús con la cosmogonía de sus compatriotas. Si Dios es Padre (esa es la experiencia jesuánica), y ama, y es Padre que ama a todos, no pueden existir buenos por naturaleza y malos por naturaleza. En realidad, el mismo amor divino justifica la idea de que todos los seres humanos tienen un principio de bondad. Si es así, todos tienen el mismo acceso a la salvación, que depende de otras cosas distintas al linaje o la tribu.

La preocupación por la salvación es lógica en cualquier grupo y en cualquier individuo, pero lo que varía notablemente es qué entiende por salvación un grupo respecto a otro y un individuo respecto a otro. Para Jesús, la imagen de la salvación es la del banquete del final de los tiempos donde Abraham, Isaac y Jacob, junto con otros profetas, comen a la par de aquellos que son dignos de esa mesa. Con estos personajes nombrados, no es muy difícil saber qué tipo de personas comerán en esa mesa; los fieles como los patriarcas, los emprendedores, los que se animaron a marchar por un sueño de Dios, los que fueron amigos de Dios, los que profetizaron denunciando la injusticia social, los que fueron capaces de realizar el proyecto del Reino en su historia concreta. No importa si son judíos o paganos, pero sí importa que estén a la altura de los patriarcas y los profetas. No importan sus rituales, sino su empeño en transformar el mundo en concordancia con el Reino de Dios. Para cualquier judío, la mirada escatológica de Jesús es una demencia. Que a la misma mesa se sienten los padres de Israel con algún pagano, y que esa mesa sea eterna, una fiesta sin fin, es terrible. Peligrosamente, Jesús propone la universalidad en un ambiente de exclusivismo. Y trascendiendo el judaísmo, podemos decir que el Evangelio, en este aspecto, sigue siendo un factor de desestabilización para cualquier pueblo de ayer y de hoy. La mesa abierta nunca deja de inquietar.

Lucas no responde con esta perícopa, únicamente, a la pregunta de los primeros cristianos de origen pagano sobre su participación en la salvación; también se refiere al a posibilidad de salvación de los no cristianos. Heredero del judaísmo, el cristianismo no encontrará otra vía alternativa más que la de considerarse el nuevo pueblo elegido en detrimento de los demás. Eso es un peligro porque contraría el Evangelio, que no rechaza solamente el exclusivismo judío, sino todo tipo de exclusivismo que privatiza la salvación. Los términos generales en los que se mueve Jesús (tratar a Dios como Padre, rehabilitar a los samaritanos, entrar en contacto con paganos, criticar las leyes de pureza/impureza) entran en conflicto con los que promueven la cerrazón, antes que con los que piensan diferente. Al contrario, el diferente o diferenciado se siente a gusto con Jesús. El marginal se siente incluido y el pagano salvado. El banquete es escatológico, es una imagen del final de los tiempos, pero se va realizando en aquellos que la creen verdaderamente. Jesús abre la mesa en su presente histórico porque cree, sin vacilar, que en el futuro de la historia existirá un banquete gigante. Su esperanza realiza en el presente el Reino de Dios. Los primeros cristianos tenían dudas que se hacían miedos frente a la posibilidad de quedar fuera de la salvación o la posibilidad de que otros se salven; y ese miedo destruía los intentos de realización del Reino. Erradicando ese temor era posible construir.



La sensación de ser los buenos de la historia, los salvados, es relativa, como toda sensación, y lo importante es que sepamos cuán relativa es. Si no somos concientes del grado de poca importancia que tiene saber cuántos son los salvados, nos cegamos, concentrándonos en lo banal. Nos sucederá, finalmente, como en la parábola, cuando los que quedaron afuera argumentan que han estado cerca del dueño de casa. Sin embargo, esa argumentación es inválida. ¿Quiénes son los que están cerca? ¿Los vecinos? ¿Los que van a Misa todos los domingos? ¿Los encargados de algún área pastoral? ¿Los que realizan grandiosas donaciones? ¿Los que dicen señor cada dos palabras? La cercanía a Dios (o sea, la salvación, el hecho real de estar en presencia amorosa divina) no es algo que pueda medirse sin el corazón y sin el Reino. Por un lado, está cercano a Dios quien tiene su corazón en la escucha atenta de la Palabra (eso es invisible), pero por otro lado, está cercano a Dios quien sintoniza el Reino en su vida (eso es visible). Los cristianos podemos arriesgarnos a creer que somos los salvados (los cercanos a Dios) porque, ritualmente, cumplimos los preceptos. Sin embargo, los que más cerca de Dios están (los salvados) suelen tener ocupaciones más importantes que lo preceptual. Los salvados no tienen tiempo para pensar en la contabilidad escatológica, ni tienen la intención de saber quién quedó fuera y quién quedó dentro. Los salvados saben una cosa: su deseo es que todos estén sentados a la mesa.

Oír hablar en nombre de Jesucristo a personas que promueven el exclusivismo salvífico es aterrador. Y más aterrador resulta ver cómo son escuchados. Antropológicamente, sabemos que los grupos prefieren escuchar que son los únicos y los elegidos en lugar de enterarse de la existencia de un Dios amoroso universal. La preservación del ego, que algunos antropólogos llamarían natural, es contraria a la evangelización. La Buena Noticia es buena para muchos o no lo es. La Buena Noticia merece contarse porque afecta todas las vidas del planeta y no sólo la vida de un minúsculo grupo que prefiere guardársela. La Buena Noticia es centrígufa, y su dinámica alcanza Oriente, Occidente, Norte y Sur. Es una dinámica que excede la geografía y va hasta el corazón. Porque es muy fácil plantear la evangelización desde la conquista: anunciamos la Buena Noticia para que otros se unan a nosotros, los salvados. Lo difícil y evangélico es plantear la misión desde la comunicación que comparte una cercanía de Dios Amor (una salvación): anunciamos la Buena Noticia porque vale la pena que todos conozcan el evento universal del amor de Dios.

La clave para un cristianismo renovado debe estar en el desvelo por la persona concreta antes que por la salvación escatológica de los grupos. No importa si tales o cuales se salvan (según nuestras categorías de cielo e infierno), sino cómo puedo compartir la salvación con el otro, cómo podemos salvarnos juntos. ¿De qué nos valdría encontrarnos en el banquete con los profetas mientras el hermano quedó fuera lamentándose? ¿Eso es una recompensa para nosotros? ¿Eso es un castigo para el otro? ¿No será que la verdadera recompensa es que todos se sienten en la mesa y el verdadero castigo para todos el que uno solo se pierda la comida con los patriarcas? Es osado pensarlo así, pero es la belleza del Evangelio en el que los últimos son los primeros y los primeros son los últimos.

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WebJCP | Abril 2007