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domingo, 22 de agosto de 2010

La puerta estrecha, pero siempre abierta


XXI Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 13, 22-30) - Ciclo C
Publicado por Misioneros Redentoristas

Jesús seguía su camino hacia Jerusalén. En el evangelio, particularmente en Lucas, la actitud de quien va de camino es signo del cumplimiento de la voluntad del Padre.

Jesús era el maestro del camino, del día a día y del vivir cotidiano. Era maestro en lo grande y en lo pequeño. No tenía dónde reclinar la cabeza. Unas veces enseñaba bajo un árbol, otras, en una playa, junto al río, al lado o dentro de los cultivos, en una sala, en la sinagoga o en la mesa cuando compartía los alimentos. Enseñaba en las ciudades o en las aldeas, a hombres y a mujeres, a niños, jóvenes, adultos o ancianos. Aquí o allá, en el lugar que fuera y con quien fuera, pero siempre con la autoridad que le daba su intensa relación y conocimiento de la voluntad del Padre y su profundo conocimiento de la realidad humana.


Una persona de entre la gente, le hizo una pregunta curiosa: ¿Señor, serán pocos lo que se salvan? Con mucha frecuencia nos interesamos más por las curiosidades que por el meollo del asunto. En los noticieros, en los periódicos, en las conversaciones, muchas veces nos quedamos en la superficialidad de las cosas. Lo mismo sucede con la fe. Hay preguntas curiosas que suelen hacer algunas personas sobre Jesús y María: ¿María la Madre de Jesús tuvo o no tuvo más hijos? ¿Es verdad que María Magdalena fue esposa de Jesús? ¿Las bienaventuranzas fueron proclamadas en una colina o en una llanura? ¿Los primeros visitantes del niño Jesús en Belén fueron los pastores o los magos? A estas preguntas podríamos responder con otra pregunta: ¿Cualquiera que sea la respuesta, altera en algo al centro de la fe y al Proyecto de Jesús? Son, sin lugar a dudas, preguntas curiosas y no más.

Hay preguntas que son, además, una ofensa a la razón y al corazón mismo de la fe: ¿Es cierto que la copa de la última cena tiene poderes mágicos y que quien la encuentra puede utilizarla para el bien o para el mal? ¿Es verdad que los sacerdotes son los hijos predilectos de la virgen María? ¿El obispo debe llevar el anillo en la mano derecha o en la izquierda? ¿Es inválida una eucaristía celebrada con vino que no sea de uva o que, siendo de uva, no tenga aprobación eclesiástica? ¿Es verdad que quién no cree en las apariciones de la virgen de Fátima pone en riesgo su salvación?

Jesús no respondió la pregunta curiosa que le hizo ese personaje anónimo y superficial. No respondió cuantos ni cuáles podrían ser salvos. El Dios de Jesús no es un científico loco que crea a los seres humanos a su imagen, y destina a unos para que se salven y a otros para que se condenen. El Dios de Jesús es un Padre amoroso que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (Tim 2,4).

El detalle no estaba tanto en la curiosidad de saber si serían pocos quienes se salvarían, sino en qué consiste la salvación y de qué manera nos podemos salvar. Con esto pasamos de la simple curiosidad y ociosidad, a los verdaderos problemas que atacan a la gente y atañen al Reino de Dios.

Empecemos por reconocer algo: es muy valiosa toda la vivencia religiosa del pueblo judío. Su experiencia con un Dios que lo salvó de la esclavitud y lo condujo a una tierra de promisión. Toda la historia del pueblo judío, su literatura, sus escuelas proféticas, su tradición rabínica, su dolor, su llanto y su alegría, siempre tienen un interés para la humanidad. Considerarse pueblo de Dios siempre fue para los judíos un aliciente para luchar por su dignificación, cada vez que aparecían personas o pueblos que pretendían esclavizarlos.

Pero, ¿era suficiente hacer parte del “pueblo elegido” para ser salvos? ¡He ahí el dilema! Un gran problema surgió cuando, por su convicción de ser “el pueblo elegido”, éste se creyó el único pueblo amado por Dios y el único digno de salvación, cuando pensó que bastaba con hacer parte de ese pueblo para adquirir la salvación (ese fundamentalismo no es único del pueblo de Israel. Otros pueblos antes y ahora, tienen la misma convicción peligrosa).

Como consecuencia de ese exclusivismo se llenaron de prepotencia, se creyeron los únicos poseedores de la revelación divina y los únicos dignos de recibir las bendiciones de Dios. Entonces llamaron a los demás pueblos con algunos epítetos ofensivos tales como: pagano, gentil y, en el extremo, los llamaron perros, como le pasó al mismo Jesús con la mujer sirofenicia: “Espera que se sacien los hijos primero, pues no está bien tomar el pan de los hijos para echárselo a los perritos”. (Mc 7,24-30 / Mt 15,21-28). Suena repugnante escuchar el calificativo “perro”, así sea en su diminutivo “perrillo”, en labios de Jesús. No se puede negar que Jesús fue un judío y ahí actuó como tal. Con la diferencia de que Él tuvo luego una apertura mental que le permitió cambiar de parecer y convertirse en una persona universal.

Ya el profeta Isaías (1ra. Lect. Is 66,18-21), Jonás, el salmo 116, entre otros libros habían empezado a abrir el horizonte y a mostrar un Dios abierto a toda la humanidad. A toda raza, lengua, pueblo y nación. Pero las escuelas rabínicas en la época de Jesús, afirmaban que la salvación era exclusividad de los judíos. El hecho de ser judío hacía pensar a algunos que ya estaban salvados y con derecho a excluir y a condenar. El mismo error cometió la Iglesia en aquel tiempo cuando decía: “fuera de la Iglesia no hay salvación”. El mismo error cometen hoy algunas sectas fundamentalistas que se sienten únicas.

Para Jesús es definitivo: no nos salvamos por el simple hecho de pertenecer jurídicamente a un pueblo, a una Iglesia o a grupo religioso. No es garantía de salvación haber hecho un largo camino con Jesús y ni siquiera haber desgastado la vida trabajando en las “cosas del Señor”, como se suele decir.

La comunidad es muy importante. La ayuda de las demás personas: amigos, familiares, condiscípulos, etc., es muy importante. Pertenecer a un grupo de oración, a un grupo apostólico, comunidad religiosa, etc., puede ayudar. Pero todas estas ayudas serán insuficientes sin una decisión personal para hacer realidad en la vida, la voluntad salvífica de Dios.

La pregunta no sería tanto si son pocos los que se salvan. La pregunta sería a nivel más personal: ¿Estoy salvando mi vida? ¿Soy realmente feliz o mi vida es una apariencia? ¿La presencia de Dios es fundamental para mi realización humana o la he convertido en un elemento que justifica mi mediocridad y mi deshumanización?

Aquí es necesario descubrir todo aquello que me esclaviza, me condena como ser humano y me arrastra hacia la infelicidad. Una vez descubiertos esos elementos deshumanizantes, es preciso hacer el esfuerzo para cambiarlos y optar por una vida más humana, justa, igualitaria y digna. ¡Los cambios no son fáciles! Es más fácil hacer lo que siempre se hace y andar por la puerta ancha.

La puerta ancha: El facilismo, la mediocridad, el miedo a enfrentarme a mí mismo y a la necesidad de asumir cambios en mi vida.
La puerta ancha: andar por la vida sin rumbo, sin disciplina, sin un proyecto a realizar y sin tomarla en serio.
La puerta ancha: una vida religiosa de meros ritos y ligada únicamente a la pertenencia de una iglesia determinada, sin un compromiso vital con la causa de Jesús.
La puerta ancha: comer y beber el cuerpo y la sangre de Señor, escuchar su Palabra, multiplicar las oraciones, sólo como un acto piadoso, intimista y egoísta, que lógicamente no es suficiente para alcanzar la Salvación. "No puedo soportar falsedad y solemnidad" (Is 1,13)
La puerta ancha nos conduce irremediablemente a la frustración, a la infelicidad.

La puerta angosta: el esfuerzo, el trabajo, el riesgo, los cambios necesarios.
Puerta angosta: Una vida que corresponde al amor de Dios y al prójimo.
La puerta angosta: “negarse así mismo y cargar la cruz”.
La puerta angosta: bendecir a quien maldice, perdonar las deudas, servir, tomar la toalla y la tinaja para lavar los pies.
La puerta angosta: hacer vida las bienaventuranzas que evitan la frustración total y nos conducen a una vida plenamente bienaventurada.
La puerta angosta: el empeño serio y personal en la búsqueda del Reino de Dios.
La puerta angosta: comer y beber el cuerpo y la sangre del Señor, escuchar fielmente su palabra, orar continuamente y hacer realidad en nuestra vida práctica el amor y servicio vividos por Jesús, aunque impliquen un esfuerzo.
La puerta angosta: asumir como propia la causa de Jesús, combatir todo aquello que esclaviza al ser humano y trabajar para que cada día la humanidad viva más digna y feliz, aunque eso implique muchas veces fatiga y sufrimiento, como le ocurrió a Jesús.
La puerta angosta en una palabra: amar, como Jesús amó.

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WebJCP | Abril 2007