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jueves, 5 de agosto de 2010

¿DONDE PONER EL CORAZON?


XIX Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 12, 32-48) - Ciclo C
Por José Antonio Pagola

La persona actual está perdiendo su fe ingenua en las posibilidades ilimitadas del desarrollo tecnológico.

Aumenta cada vez más el número de los que toman conciencia de que el mismo poder que permite al ser humano crear nuevos estilos de vida, lleva consigo un potencial de autodestrucción y degradación.

Y por si fuera poco, la grave crisis económica que estamos sufriendo ha terminado de desconcertar a los más optimistas.

No es extraño, entonces, que crezca el escepticismo, la falta de fe en las ideologías, la desconfianza en los grandes sistemas. Al hombre actual se le hace difícil creer en algo que sea válido y verdadero para siempre. No sabe ya dónde «poner su corazón».

Son muchos los que viven «a la deriva» sin esperanza ni desesperación. Víctimas pasivas e indiferentes de un mundo que les resulta cada vez más dislocado.

Entonces, la vida se vacía de sentido. Perdemos la fuente de nuestra propia creatividad. No sabemos para qué trabajar. El vivir se reduce a una cadena de sucesos, situaciones e incidentes, sin que nada realmente vivo nos dé sentido y continuidad.

En medio de este «comportamiento errático» lo importante parece ser disfrutar de cada fragmento de tiempo y buscar la respuesta más satisfactoria en cada situación fugaz.

R. Lifton considera que el problema central del hombre contemporáneo es la pérdida del sentido de inmortalidad. Esa conciencia de inmortalidad «que representa un estímulo irresistible y universal a conservar un sentido interior de continuidad, más allá del tiempo y del espacio».

Y, sin embargo, quienes formamos la sociedad de hoy, como la de siempre, necesitamos poner nuestro corazón en un «tesoro que no pueda ser arrebatado por los ladrones, no roído por la polilla». ¿Cómo encontrarlo?

Desde la fe cristiana, no existe otro camino sino el de penetrar hasta el centro mismo de nuestra existencia, no evitar el encuentro con el Invisible, sino abrir nuestro corazón al misterio de Dios que da sentido y vida a todo nuestro ser.

Esto que a muchos puede parecer, desde fuera, algo perfectamente estúpido e iluso, es para el creyente fuente de liberación gozosa que le enraíza en lo fundamental, central y definitivo.

A veces, una palabra hostil basta para sentirnos tristes y solos. Es suficiente un gesto de rechazo o un fracaso para hundirnos en una depresión destructiva. ¿No tendremos que preguntarnos dónde tenemos puesto nuestro corazón?

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WebJCP | Abril 2007