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sábado, 12 de junio de 2010

LA FE, EL AMOR Y EL PERDÓN


Domingo XI del TO (Lc 7, 36-8, 3) - Ciclo C
Por Jesús Peláez

No traicionemos nuestra vocación cristiana. No inutilicemos el favor de Dios. No renunciemos a la libertad y, con ella, a la capacidad, de amar, de sentir ternura, de mostrar agradecimiento por el amor gratuito que Dios nos regala. No per/vitamos que la sangre de Jesús se haya derramado en balde.


NO REHABILITA LA LEY

Pablo había sido fariseo. Y mientras lo fue, su mayor preocupación había sido cumplir la ley. Creía, como todos los fariseos, que el hombre es bueno y está a bien con Dios si cumple la ley; es malo y enemigo de Dios si viola sus preceptos. Todo estaba claro. Pero... la frialdad de la ley les endureció el corazón y olvidaron que en las relaciones de Dios con los hombres y en las de éstos entre sí hay otros valores más importantes: la confianza, la lealtad, el agradecimiento, el amor.

Cuando Pablo se encontró con Jesús sintió el vacío que la ley había creado en su interior y empezó a ver las cosas de otra manera. Descubrió que el sometimiento a la ley le había arrebatado la libertad, y con ella todos los valores que ahora echaba de menos. Y formuló esta experiencia de liberación con total claridad: «A vosotros, hermanos, os han llamado a la libertad» (Gal 5,13a) y «para que seamos libres nos liberó el Mesías» (Gal 5,1), Según Pablo, la vocación cristiana es ser libres para que la experiencia de la libertad haga posible la práctica del amor (Gal 5,13b). Pablo había ya comprendido que Dios regala su amistad a los que se fían de él y deciden responder a la llamada de Jesús a esta vocación a la libertad; por eso, buscar la amistad con Dios por otros caminos equivaldría a despreciar la entrega de Jesús: «Si la rehabilitación se consiguiera por la ley, entonces en balde murió el Mesías» (primera lectura). En balde habría muerto el que dio la vida por la libertad de los seres humanos si sus seguidores volvieran a someterse a la esclavitud de la ley.


ESTE NO ES UN PROFETA

Simón, el fariseo, había invitado a Jesús a compartir su mesa. La invitación resulta extraña, pues Jesús no cuidaba demasiado sus compañías (Le 7,34), y eso los fariseos no lo perdonaban: el que trataba con un impuro quedaba impuro y contaminaba de impureza los lugares y las personas con que se relacionaba. Quizá Simón tenía interés en examinar a Jesús de cerca. Y un hecho inesperado hace que Jesús obtenga un claro suspenso: mientras están recostados en los divanes, alrededor de la mesa, se les cuela una indeseable, una prostituta, una pecadora... y se dirige a Jesús: «... llegó..., se colocó detrás de él, junto a sus pies, llorando, y empezó a regarle los pies con sus lágrimas; se los secaba con el pelo, se los besaba y se los ungía con perfume».

Y Simón el fariseo pronuncia su sentencia: «Este, si fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo está tocando y qué clase de mujer es: una pecadora»; no, no puede ser un profeta, éste no puede hablar en nombre de Dios, éste no es más que un farsante, pues... ¡se deja acariciar los pies por una prostituta! ¿Cómo puede hablar en nombre de Dios alguien que se permite estas libertades?



LA FE, EL AMOR Y EL PERDÓN


Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios de plata y el otro cincuenta. Como ellos no tenían con qué pagar, se lo perdonó a los dos. ¿Cuál de ellos le estará más agradecido?...

¿Ves esta mujer? Cuando entré en tu casa no me diste agua para los pies; ella, en cambio, me ha regado los pies con sus lágrimas y me los ha secado con su pelo... Por eso te digo: sus pecados, que eran muchos, se le han perdonado, por eso muestra tanto agradecimiento; en cambio, al que poco se le perdona, poco tiene que agradecer.

La reacción de Jesús deja aún más desconcertados a sus compañeros de mesa: pone a aquella mujer como ejemplo para ellos, que se creían tan santos. Y además, declara que sus muchos pecados han quedado perdonados, que ella está ya a bien con Dios.

Ella, dice Jesús, ha obtenido el perdón gracias a la fe:

«Pero él dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado; vete en paz». Se ha fiado de Jesús, ha visto en él -que iba con gente de mala nota como ella, como aquella mujer de la que habían salido siete demonios (Le 8,2)- al único que ofrece una respuesta clara a sus ansias de vida, a su necesidad de sentirse persona respetada, valorada, querida, amada y no poseída, utilizada, despreciada, marginada. Ella, al escuchar y aceptar la llamada de Jesús a la libertad y al amor, ha encontrado la paz interior y la amistad con Dios. Porque Dios le ha regalado su perdón y su amistad. Por la fe alcanzó el perdón, el amor de Dios. Y esa fe, enriquecida con la experiencia liberadora de la paz con Dios, se desborda en una inmensa capacidad de amor y de ternura que se manifiesta en las lágrimas que fluyen abundantes, en un llanto sereno y alegre que nace en lo profundo de un corazón agradecido.

Los fariseos estaban cerrados a esa experiencia. Cumplían con exactitud la ley, pero habían renunciado a la libertad y al amor. Además, creían que podían merecer la amistad con Dios por sí mismos, que Dios, porque habían renunciado a ser libres -decían que por El-, estaba obligado a ser amigo de ellos. Eran perfectos, puros, santos..., pero tenían el corazón de piedra, como las Tablas de la Ley, y se resistían a permitir que Jesús se lo cambiara por un corazón de carne como el suyo.

No permitamos que un corazón de piedra se instale de nuevo en donde Dios quiso que hubiera un corazón humano. Asumamos el riesgo de la libertad. Y dejemos que nuestro corazón exprese libremente su agradecimiento por el amor gratuitamente recibido y por la liberación que nos alcanzó del Mesías.

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WebJCP | Abril 2007