Sobre la humanidad se ciernen nubarrones de tragedia, una ola de muerte asedia a nuestro planeta, la destrucción colectiva puede ser la terminal de la historia, la carrera de ar mamentos se puede volver contra los que la corrieron, el ma ñana puede que no llegue nunca: no hace falta ser profeta para adivinarlo.
Estamos destruyendo poco a poco la naturaleza, derrocha mos los recursos humanos, se contaminan mares y ríos, se exterminan las especies animales, la humanidad, en su gran mayoría, padece hambre y violencia endémica. Por estos caminos no se llega al futuro.
La violencia, la guerra, la muerte y la destrucción han to mado la sartén del mundo por su mango y se han convertido en los auténticos señores de una humanidad esclavizada que ve aproximarse irremediablemente su trágico final.
Hoy, sin más necesidad de futurólogos, profetas o adivi nos, estamos en condiciones de prever el posible fin de nuestro mundo. Hacia él vamos a pasos agigantados, hacia él nos mal-llevan los grandes de la tierra con una hipocresía rayana en la locura cuando bautizaron al verdugo de la humanidad, el terrible misil MX, con el nombre de 'guardián de la paz'.
'Si quieres la paz, prepara la guerra': es la consabida tác tica por siglos recomendada. Y no saben que por el camino de las armas no se llega al paraíso de la paz, ni por el del con sumo a la felicidad compartida, ni por el de la droga al mundo feliz, ni por el de la violencia al orden justo.
Pero si para predecir el trágico final de la humanidad no es necesario ser profeta, no por ello los profetas se deben apuntar al paro. Hacen falta más que nunca profetas que ejer zan y recuperen su primigenia tarea, su auténtica vocación, reducida por el diccionario a la parcela de predecir el futuro.
El profeta es algo diferente del adivino, del futurólogo, del agorero. En tiempos de Jesús, la gente intuyó su misión. Cuenta el evangelista Lucas que, tras curar al siervo del cen turión, «Jesús fue a un pueblo llamado Nain, acompañado de sus discípulos y de mucha gente. Cuando se acercaba a la en trada del pueblo, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; un gentío considerable del pueblo la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima de ella y le dijo: -No llores. Acércandose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: -¡Escúchame tú, mu chacho, levántate! El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos quedaron sobrecogi dos y alababan a Dios diciendo: -Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7,11-16).
«Gran profeta» es quien, como Jesús, devuelve la vida, la ilusión, la esperanza, la confianza en el futuro, a un mundo que, como la viuda de Nain, ha perdido su porvenir, su único hijo.
Quienes no creen en la profecía, en la fuerza de la palabra, piensan que todo está perdido, que sólo nos queda asistir al entierro del planeta, como el pueblo de Nain.
Pero los que se suman al grupo de los profetas están so ñando en otro mundo, anunciando por doquier que todavía es posible la vida, otra vida para los que malvivimos la pre sente. Eso sí, hoy, tal vez, no sea ya suficiente con un profeta: necesitamos grupos de profetas cada vez más numerosos que se levanten contra las armas, contra la destrucción sistemática de la naturaleza, contra la explotación, la marginación, la gue rra, la violencia, la insolidaridad humana. Y «ojalá que todo el pueblo profetizara», alzándose con el arma de la palabra contra este desorden establecido que lleva a la humanidad a la catástrofe. Entonces comprenderíamos que la palabra del pro feta es más poderosa que el ruido de los cañones.
Estamos destruyendo poco a poco la naturaleza, derrocha mos los recursos humanos, se contaminan mares y ríos, se exterminan las especies animales, la humanidad, en su gran mayoría, padece hambre y violencia endémica. Por estos caminos no se llega al futuro.
La violencia, la guerra, la muerte y la destrucción han to mado la sartén del mundo por su mango y se han convertido en los auténticos señores de una humanidad esclavizada que ve aproximarse irremediablemente su trágico final.
Hoy, sin más necesidad de futurólogos, profetas o adivi nos, estamos en condiciones de prever el posible fin de nuestro mundo. Hacia él vamos a pasos agigantados, hacia él nos mal-llevan los grandes de la tierra con una hipocresía rayana en la locura cuando bautizaron al verdugo de la humanidad, el terrible misil MX, con el nombre de 'guardián de la paz'.
'Si quieres la paz, prepara la guerra': es la consabida tác tica por siglos recomendada. Y no saben que por el camino de las armas no se llega al paraíso de la paz, ni por el del con sumo a la felicidad compartida, ni por el de la droga al mundo feliz, ni por el de la violencia al orden justo.
Pero si para predecir el trágico final de la humanidad no es necesario ser profeta, no por ello los profetas se deben apuntar al paro. Hacen falta más que nunca profetas que ejer zan y recuperen su primigenia tarea, su auténtica vocación, reducida por el diccionario a la parcela de predecir el futuro.
El profeta es algo diferente del adivino, del futurólogo, del agorero. En tiempos de Jesús, la gente intuyó su misión. Cuenta el evangelista Lucas que, tras curar al siervo del cen turión, «Jesús fue a un pueblo llamado Nain, acompañado de sus discípulos y de mucha gente. Cuando se acercaba a la en trada del pueblo, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; un gentío considerable del pueblo la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima de ella y le dijo: -No llores. Acércandose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: -¡Escúchame tú, mu chacho, levántate! El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos quedaron sobrecogi dos y alababan a Dios diciendo: -Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7,11-16).
«Gran profeta» es quien, como Jesús, devuelve la vida, la ilusión, la esperanza, la confianza en el futuro, a un mundo que, como la viuda de Nain, ha perdido su porvenir, su único hijo.
Quienes no creen en la profecía, en la fuerza de la palabra, piensan que todo está perdido, que sólo nos queda asistir al entierro del planeta, como el pueblo de Nain.
Pero los que se suman al grupo de los profetas están so ñando en otro mundo, anunciando por doquier que todavía es posible la vida, otra vida para los que malvivimos la pre sente. Eso sí, hoy, tal vez, no sea ya suficiente con un profeta: necesitamos grupos de profetas cada vez más numerosos que se levanten contra las armas, contra la destrucción sistemática de la naturaleza, contra la explotación, la marginación, la gue rra, la violencia, la insolidaridad humana. Y «ojalá que todo el pueblo profetizara», alzándose con el arma de la palabra contra este desorden establecido que lleva a la humanidad a la catástrofe. Entonces comprenderíamos que la palabra del pro feta es más poderosa que el ruido de los cañones.








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